Hoy me embriaga la felicidad. Por fin, podré dejar atrás el ensordecedor ruido de la gran ciudad, el mutismo de las personas con las que me cruzo a diario, la impaciencia por llegar a alguna parte.
Tannn, tannn… Así, sonó hasta cinco veces el carrillón del ayuntamiento cuando hice entrada por el cruce de caminos en mí querido pueblo natal. En ese momento, sentí una quieta y cálida bienvenida. Me bajé del coche, para poder recorrer a pie el trayecto que repetía diariamente de pequeña. Estaba ansiosa, y nerviosa a la misma vez por cruzarme con alguna cara conocida.
La hora de llegada no fue casualidad, inicié el viaje con el recuerdo puesto en mi infancia, pensando en ese momento mágico del día cuando a las cinco en punto sonaba el timbre que indicaba la finalización de nuestras clases. Era entonces, cuando las calles se llenaban de gentío. La algarabía y griterío de los más pequeños envolvían completamente con un melodioso bullicio hasta el último rincón del pueblo. Entonces corríamos a casa para recoger nuestra merienda y sin perder un segundo salíamos frenéticos a la calle para jugar. Poco se necesitaba entonces para pasar un buen rato, era suficiente con una cuerda, una goma elástica o un balón cualquiera. Donde el único peligro que existía; era el de caerse o hacerse algún rasguño del que nadie hacia cuenta o quizás, te hiciera más popular por tu valentía. Si no lloriqueabas.
Anhelaba escuchar ese sonido tan puro de las cantilenas que utilizábamos para saltar a la comba: El cochecito leré…, La reina de los mares…
También recordaba, a las costureras sentadas en unas sillas muy bajitas, bordando sabanas y mantelerías para el ajuar de sus hijas, aunque estas aun estuvieran en canastillo.
Poco a poco mi recuerdo se iba desbaratando. Mi calle era mucho más corta y estrecha de lo que yo recordaba. Aun así, me pareció que no tenía fin. No había un alma, puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Alguna persiana descolgada y los tiestos con alguna rama seca, completamente desatendidos. En la puerta de la escuela un cartel que indicaba: cerrado por falta de escolares. En ese momento, sentí un desgarrador vacío interior, que sin darme cuenta, me condujo frente a la iglesia. Empujé con fuerza la puerta, avancé hacía su interior y un rostro anciano, pero identificable, permanecía inmóvil frente a la única imagen que todavía existía.
Solo se oía el eco de nuestros pasos al caminar. Un silencio aterrador se apoderaba de las calles y justo allí al final, mi querida plaza Vieja. Antaño, lugar de recreo para mayores y niños. Hoy, solo pude ver a una pareja de ancianos sentados en un frio banco de piedra, anhelando aquellos tiempos en los que emanaba agua de la fuente. Fin.
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