Adoquines pretéritos

Adoquines pretéritos

Marcell Erde

25/10/2018

Las máquinas recolectoras bramaban ensordecedoramente sobre los campos de forma totalmente autónoma y metódica, cualquiera que no hubiera estado acostumbrado hubiera quedado amedrentado inevitablemente. Rodrigo contemplaba en silencio semejante espectáculo. La totalidad del municipio salvo las 94 casitas anárquicamente alineadas con aroma a viejo, sumidas en el pasado y una arquitectura de comienzos del siglo XX, era un cultivo extensivo para alimentar la gran urbe donde hacía ya treinta años se habían mudado los últimos vecinos salvo él mismo. Llevaba más de diez años sin ver a nadie salvo al médico que acudía una vez al mes a visitarle. Las cosechadoras continuaban con su tedioso crepitar mientras pensaba si no era acaso el último humano sobre la faz de la tierra. La docena de pueblecitos perfectamente caleados que formaban parte de la comarca se conservaban impolutos, todo gracias a las máquinas, las cuales realizaban todas las labores de mantenimiento necesarias en un absurdo intento de mantener el entorno rural intacto, ajeno al paso del tiempo. Era como si trataran de mantener una especie de olvidado museo el cual ya nadie visitaba.

En su vieja vespa visitaba los lugares que antaño recorría con sus amigos. Le gustaba sentarse en el viejo Olmo de la plaza de Villanueva del muérdago, a tan solo cinco kilómetros de su casa. Desde allí podía contemplar la vieja escuela donde su difunta mujer ejercía de maestra, la iglesia del perpetuo socorro que había dejado hace tiempo de ostentar ningún símbolo religioso y la panadería de Eustaquio, que tenía el mejor pan que un mortal podía llevarse a la boca, y con sus chascarrillos recalcitrantes ponía la cabeza como un cencerro a cualquiera que le preguntara sobre cualquier asunto ajeno al pan por muy nimio que este fuera.

También le gustaba acudir a Serena de Enmedio, otro pueblecito cercano cuyo atractivo principal era que tenía una fuente por cada cuatro casas, pero fuentes de las de antes, realizadas en piedra y con sus ornamentos con escudos y otros motivos cuyo origen le era desconocido. Por desgracia ya no funcionaban tras el decreto del agua que obligaba reciclar hasta la más mínima gota.

Los adoquines pretéritos sembraban el pavimento de todas estas aldeas emulando aún más si cabe el distante pasado que nublaba el recuerdo de sus primitivos habitantes. Rodrigo, con voz trémula recordaba a diario entre suspiros los nombres de todos los que se marcharon para no volver y que ocupaban su alma.

Un veinticuatro de Diciembre, sentado en el banco enfrente del antiguo ayuntamiento recorría con su mirada cansada los adornos del árbol de navidad que había colocado en un abeto centenario. Cerró los ojos y exhalando su último suspiro se acordó del bullicio de antaño, de sus gentes, de lo simples y colmadas que eran sus vidas, del gran error que a su parecer era el haber abandonado ese modo de existencia, del movimiento de los cabellos rojizos de su mujer cuando caminaba y de lo solo que estaba el día de su muerte…

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