El sol desapareció ese día. No quiso ser testigo de aquella tierra regada por la sangre de sus hijos. Vestido de rojo enlutado, el suelo gemía, quizá sabiendo: que aquel era el último día en que las plantas darían brote. Porque ya nadie cosecharía los frutos del sembrado. Ya nadie celebraría la luna llena ni contemplaría su rostro en el lago, buscando explicaciones. Los ojos de ningún joven enamorado, le pedirían al Nácar, una de sus flores para una amada, ni bailaría ya el poblado durante las noches en las que todo el mundo se reducía al agradecimiento por los dones de la pachamama.

Solo el último cacique se encontraba todavía con el coraje suficiente para respirar, el olor del fuego que aquellas antorchas encendían para matar. En un suspiro sintió al humo ingresar en sus pulmones, y sintió como si el negro de las cenizas, decidiera quedarse para siempre a vivir dentro de su espíritu. Lloró amargamente, y sus lágrimas caían sobre un cacharro artesanal, de esos que elaboraban las mujeres de su pueblo. Pensó que por cada mujer que había muerto, se había muerto el arte de generaciones enteras, la intuición femenina, la conexión con la nueva vida, la misión insoslayable de la maternidad: que le hace saber al niño que es amado y que pertenece al mundo. Un mundo al que puede transformar desde el amor.

Pensó que cuando el hombre blanco se llevaba un niño para esclavo, lo encadenaba desconociendo que junto a él, se llevaba la semilla de tradiciones milenarias. Y lloraba además porque sentía muy dentro, que ya no quedaba nadie allí a quien llamar: teyndi – hermano.

En el fondo de su corazón, el Cacique sabía, que el fin de su pueblo se había anunciado tiempo atrás: cuando las parejas jóvenes se negaban a concebir, porque no querían darles esclavos a los hombres blancos y no le encontraban sentido a concebir nueva vida, para que no pudiera ser vivida.Ese pensamiento se había ido extendiendo sobre las tribus, como una nube negra que amenaza con lo inevitable.Allí había comenzado la derrota. El cacique lo sabía, cuando el hombre blanco llegó a dar aquella última batalla, ya la había ganado antes de empezarla.

Tomó entre sus manos el cacharro lleno de sus propias lagrimas, y las derramó sobre el lago exclamando:

-peteĩ mba’e che mba’e itapuryapu

(algo de mí, queda aquí).

Fue el último grito del Cacique, que aquella tierra escuchó.Pero claro, los nuevos pobladores no entendieron jamás aquello que se escuchaba.

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