Mala hierba en el campo, casas semiderruidas, calles añorando pasos y un silencio tan callado que rompe el alma en pedazos.

Esa visión no dejó de oprimirle el pecho.Taza de café en mano, rememoró la vida en su pueblo. Corriendo al río a coger ranas con un grupo de chiquillos, las clases de matemáticas con D. Antonio, de monaguillo con D. Miguel los domingos, recogiendo el pan del horno de D. Mateo y la leche de la vaquería de doña Paquita; su primer amor, los bailes lentos en las verbenas de las fiestas de agosto y el día que por primera vez abandonó el pueblo y la península, para cumplir con la patria y hacer el servicio militar en las islas Canarias.

Con los años, los que como Juan marcharon a la ciudad, con un- hasta pronto en los labios-, se convirtieron en esclavos del trabajo, un número en su empresa; un cliente más de las compañías suministradoras; el del segundo B en su bloque; el socio 42 en el gimnasio, prisioneros del reloj.

Ambicionando una idealizada felicidad, sin darse cuenta, la dejaron tirada en la cuneta, cuando decidieron salir en busca de la modernidad y no quedarse a luchar para que el progreso llegase hasta el pueblo, evitando que muriera lentamente, sin sangre nueva.

Se convirtieron en extraños, sin nombre, dejando vacías las calles que les conocieron, pensando que las encontrarían esperándoles, si algún día querían regresar. Pero éstas murieron en soledad, cuando por falta de niños, cerraron el colegio y por falta de vecinos, todo lo demás.

Golpes fuertes en la puerta, le despertaron. Apesadumbrado, abrió. Un joven (su amigo José) que al verle sin arreglar, le gritó que iban a perder el tren a la capital. Le miraba, nervioso y un poco angustiado.

Cerró los ojos, con incredulidad, sintiendo las baldosas de barro bajo sus pies descalzos. Inmóvil, reconoció los muros de piedra de la casa familiar. Sin poder articular palabra, corrió hacia el patio interior, allí estaba el ciruelo y la pila de lavar. En la ventana encontró la llave que su madre le dejaba, cuando salía a la plaza y Josefita barriendo, canturreaba en la calle, una mañana más. Nada había cambiado.

Rió, saltó y gritó con todo su ser:-¡Nunca me marcharé! Rompiendo el billete, se juró que haría todo lo posible, para que su pueblo permaneciera en el mapa del mundo real para siempre.

José tampoco se marchó. Juntos, promovieron viviendas rurales, entre las que foráneos y paisanos conviven, apoyando la agricultura ecológica, la ganadería autóctona y la apicultura; Donde habitan escritores y artistas de varias nacionalidades, que encuentran en este lugar con encanto, la inspiración.

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