Llevo semanas pensando en qué concluyen mis pensamientos, para qué sirven mis reflexiones.
En su momento vivimos varios éxodos, y quién me iba a decir que viviríamos otro más en estos tiempos actuales cuando, a priori, pareciera que tenemos, la humanidad, todo a nuestro alcance. Pero tristemente me doy cuenta de que no, que las personas albergamos una especie de sinsentido dinámico en busca continua de bienestar. Temporalmente cambiamos toscamente de paradigmas con tal de mejorar nuestra existencia aquí, interdependientemente con nuestro derredor.
Así y todo, al final prácticamente toda la humanidad marchó en masa a antiguos pueblos, aldeas y pedanías abandonadas.
Y aquí me quedé, en ésta ciudad que me vio nacer, con todo mi esfuerzo para mantenerla viva.
Pero la esperanza de mis pensamientos se desvanece como agua muerta en un charco al sol.
He de aceptar, ineludiblemente, que las ciudades han dejado de tener sentido para la humanidad. Todo el mundo vive y da forma a sus vidas en los dichosos pueblos y aldeas anteriormente abandonadas. Han construido un nuevo paradigma benigno en su forma de estado. Y todo lo bueno de las ciudades, todo lo bello de sus calles y espacios, dejó de tener interés.
En mi búsqueda individual no he encontrado a más personas con las que conservar el ideal de proteger las ciudades. Lentamente terminaron por marchar a los bosques y montañas. La gente consiguió encontrar espacios íntimos, colectivos, urbanizaciones pequeñas, cabañas y refugios perdidos de manera sostenible.
La ciudad dejó de servirles. Optaron el sueño tranquilo de las estrellas al hormigón, cristal y acero de las ciudades.
Y no les culpo. Ahora que alzo mi vista y veo cómo la naturaleza vence y cubre poco a poco estos edificios, las carreteras, los coches abandonados… aparece nítidamente la idea, la enseñanza. La vida siempre vence.
Mi destino aquí se otorga al tiempo que desee gobernarme a mí mismo.
Vivo hoy y sueño mañana.
He afinado mi artesanía para conseguir mis bienes necesarios, usando y reutilizando lo que el entorno me ofrece. Cuando no lo necesito, me deshago de ellos. Sólo tomo lo necesario, e instintivamente educa mi egoísmo; mi carácter protector.
He aprehendido a construir y darle un valor único al tiempo; a lo efímero de la propiedad.
No puedo adueñarme de la vida sino confluir con ella. Y ella ya lo tiene decidido: la ciudad es suya… Siempre lo fue, veo.
¿Será éste el mayor sentimiento de soledad conocido…? Podría convertirme en rey, gobernante o lo que quiera sobre estas ruinas pero, ¿quién besaría mis manos…?
Justo en ese momento, como queriendo advertirme de la rotundidad afable de mis verdades, o como queriendo rescatarme a un sueño aún mayor, se acercó una totovía lo suficientemente cerca como para conectar mi mirada con la suya. Cantó levemente dando unos saltitos cortos y emprendió el vuelo de nuevo. Mientras miraba cómo se alzaba hacia un árbol, empezó a llover y me acordé de mis semejantes que viven ya en el bosque.
¿Estarán mojándose igual…?
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