Venas de tierra adentro.

Venas de tierra adentro.

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12/11/2018

Vacíos están desde hace tiempo los senderos. Ya no hay marcas de pasos, ni huellas de carros. Tampoco surcos dejados por los neumáticos de vehículos pesados. Nadie transita los antiguos caminos. Todos marcharon. Los años han pasado, y los accesos al pueblo desaparecieron. Yacen bajo escombros de rocas que ninguna máquina aparta, o confundidos en la enredada madeja de espinosos arbustos que brotan libres sin brazos que los desbrocen. Por eso me cuesta tanto hallar la ruta. He olvidado orientarme por esta tierra ahora yerma. Creí que podría acordarme. Vago. Llevo al abuelo conmigo, pero él no puede ofrecerme ayuda. Lleva años delante de una ventana que jamás vio abierta, en un pequeño piso a las afueras de una ciudad para él ajena. Mi padre quiso que estuviera en nuestra casa. He crecido acostumbrado a su presencia, pero esta mañana, no sé por qué, me dio pena. Sin decir nada a la familia, he cogido el coche y lo he traído de vuelta a la despoblada tierra que antaño habitó. Tecleé las coordenadas, pero la tecnología no se actualiza con direcciones perdidas. Conduje horas por una autopista sin salidas al horizonte de siluetas náufragas, que erigen torres con sombras rotas. Gracias a un viejo mapa de carreteras logré orientarme a través del polvo de vías maltrechas.

En un bar, unos parroquianos me avisan de que me quite la idea de llegar con el vehículo adonde la nada espera. Habrá que andar, digo, y los hombres se encogen de hombros. Aquello lleva decenios desamparado. Sus voces son las últimas en varios kilómetros a la redonda. Se van apagando en mi cabeza a medida que los pasos a trompicones avanzan. Los jadeos jalonan la distancia. Ojalá, abuelo, me susurrases ahora al oído, igual que hacías cuando yo aún era un niño, los nombres de estos matorrales que piso. Me gustaría saber cómo llamabas a las plantas cuyo aroma respiro, y conocer cuáles curaban. Cuánto saber perdido. El que atesoró esta zona, por desgracia, nadie lo documentó en un libro. Qué difícil es avanzar por estas venas obstruidas hacia el corazón de nuestro abandonado destino, atravesar la piel de una naturaleza frondosa de espinas, y penetrar adentro de esta tierra que solo late olvido del trabajo que fue habitarla. Yo, de crío, nada sabía de penas. Venía en verano, ¿recuerdas? Jugábamos al fútbol los domingos. Poco a poco, empezó a faltar gente para formar equipos. Usábamos espantapájaros para que hicieran de porteros. Terminé driblando por todo el campo inertes montones de heno.

Murió la abuela. Las trochas se fueron cerrando. De tu hogar te sacaron. Languideciste en un apartamento urbano. La urna con tus cenizas, lustros frente a una ventana siempre cerrada por la polución y el ruido, ahora la abro. Te esparzo por el paisaje de aire puro. El viento te dispersa. Tus restos parecen correr por las sendas que en vida hollaste.

No me extraviaré al marcharme. Para orientarme seguiré el rumor de la lejana metrópoli.

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