Un rezo a la vida

Un rezo a la vida

Toño Araujo

17/10/2018

Damián Quijano nació la mañana del once de enero de 1930, poco antes que cantara el gallo, en la aldea de Villaolvido. Siendo aún bebé, no tardó mucho tiempo en tener nueve años. A esa edad su estatura bastaba para llevar el cayado y conducir al monte el rebaño de ovejas que su madre —una mujer hecha de la misma madera que el travesaño que repisaba la chimenea del hogar —heredó de su difunto abuelo. El abuelo era labriego incansable, ganadero ocasional y asiduo feligrés de la parroquia pagana, una tasca recogida cuyo pórtico presidía la explanada de la plaza principal. A la iglesia, sin embargo, apenas acudía: la cita anual para bajar de procesión a la Virgen, y poco más.

Mientras pastaba el rebaño, desde un pequeño risco en las afueras, Damián ponía nombres a los tejados de la aldea, a sus barros resecos de tonos desiguales y chimeneas blancas: el tejado de los molineros, el tejado de los pajaritos…daba igual que el sol impusiera su ley sobre las casas de la loma y el sembrado, o que la luna ocultara el color pardo de los caminos y el rubio de las cosechas: él ponía los nombres sobre los tejados. Un día grisáceo de otro invierno, el cielo descargó una lluvia seca, de nubes en los huesos, que caló profundamente en la tierra y en su ropa. Fue a la casa a cambiarse, se puso un traje de adulto y marchó a la gran urbe.

Aquella lluvia limpió las calles de la aldea, arrastró sus historias de corrillos en camino a algún hacer, la hojarasca seca y los cantos rodados que no encontraron piedra a que aferrarse. Se llevó también las huellas de esparto, las voces que asomaban por el ventanuco de las puertas. La lluvia, pertinaz en su caída, perfilaba la nueva orografía del paisaje, más desnudo cada vez, como un belén cuyas piezas van desapareciendo, gastadas por el uso. Llegó el momento en que, por aquellas callejuelas húmedas, también resbalaban los inviernos.

Algunos años después de que cesara el diluvio, Damián regresó. Las casas estaban calladas como cajas de piedra; un bostezo de ventanas con los ojos secos contemplaba el movimiento de las moscas; la puerta de la Iglesia seguía abierta de par en par, para que fueran a misa los difuntos del pequeño cementerio que aún albergaba a su vera; los álamos dormían en los flancos del cauce seco, silbando cantos húmedos de alegres lavanderas, y las ruinas del molino, con su estampa arañada, se perdían detrás de los matorrales altos crecidos en el paso. Al caer de la tarde se acercó por la tasca, la parroquia pagana que preside la explanada de la plaza del silencio. Creyó escuchar, quizás lo imaginó, voces de labriegos, de pastores encerrando el día entre chatos de vino y pronósticos del tiempo, como susurros de aire, como un rezo a la vida.

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