«¡Que no me voy con vosotras! ¡Que no voy a abandonar mi casa! Pesadas sois… ¡largo de aquí!»

Era un hombre rudo, de campo. Y también muy cabezota. Las responsables de los servicios sociales habían acudido por enésima vez a ofrecer a aquel hombrecillo una salida digna de aquel lugar. Hacía tiempo que era el único habitante de su pueblo, y en la comarca temían que aquel pobre ermitaño sufriera algún contratiempo y nadie pudiera ayudarle. Porque, por no tener, no tenía ni teléfono.

En realidad, el auxilio social que se le estaba ofreciendo encubría otros intereses que él desconocía. La creación de un gran parque temático orientado al mundo rural era un horizonte demasiado goloso para arribistas y avariciosos.

Sin embargo, a él dicho auxilio le sonaba a exilio. Y no pensaba dar su brazo a torcer. Así que, por enésima vez, las responsables de los servicios sociales se fueron por donde había llegado. Le dejaron con sus tareas, sus tierras y su soledad. También con su esperanza.

Había razones de peso para no cambiar de vida. Debía quedarse allí, esperando a que llegara la que un día le prometió volver. Ella no contaba con otras señas que las de la casa que le vio nacer, no podía permitirse el lujo de desaparecer justo cuando tenía la corazonada de que todo volvería a ser como antes. Quizá si regresaba pronto, todavía tendrían tiempo de formar una familia. Y repoblar el pueblo, que falta le hacían unos chiquillos correteando por sus calles.

Aquella noche, por enésima vez, preparó cena para dos. Cocinó con productos frescos de su huerto y de su granja. Pensó, con una sonrisa, que ella se chuparía los dedos cuando probara aquel guiso. Justo en ese momento sintió una punzada en el corazón.

Se sentó en su silla de anea, con los codos apoyados en el mantel de cuadros, y mirando risueño a las flores del jarrón. Por fin había llegado…

Un mes más tarde, lo encontraron las responsables de los servicios sociales durante su enésimo intento para que abandonara el pueblo.

Seguía sentado en su silla de anea, solo y con una sonrisa dibujada en sus labios. Nadie vio en el fondo de sus ojos el reflejo de aquella que un día le prometió volver.

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