El pueblo que me vio crecer es el pueblo al que veo desvaneciéndose.

Tanto han visto de mí las fronteras de ese pequeño municipio que contarían mi historia incluso mejor que yo mismo. Tardes interminables en las que el tiempo parecía dejarnos de lado, una cuadrilla de críos con imaginación y con un par de ruedas y un manillar como única tecnología. La diversión en analógico inundaba esas tardes de verano en que todos queríamos volver a nuestras ciudades, al entorno urbano en que nos sentíamos más cómodos y, una vez allí, sólo deseábamos volver a perder el tiempo en ese pedacito de mundo tan particular.

Más adelante conocimos las fiestas, las noches jóvenes que nunca envejecían, maceradas en barricas de plástico en forma de tubo. Orquestas que cantaban aquellos grandes clásicos de varias generaciones atrás, buscando esa nostalgia inventada con la que disfrutamos tanto los que llegamos al mundo hace poco más de dos décadas. Horas más tarde me recuerdo solo, volviendo con paso calmado y desordenado, empleando algo de esfuerzo para mantener la compostura. Cada vez es única, admirando los remanentes de una odisea musical, como la más triste y solemne de las tarantellas en una cinta de Fellini, pero sin restos humeantes de grandes hogueras o perros callejeros abandonados a su suerte.

En esos momentos aprovechamos para saludarnos los últimos noctámbulos, los héroes que han sobrevivido a la noche. Poco más que un gesto sutil con la mano, una mirada lánguida, sacando las últimas fuerzas de flaqueza para mantener los ojos abiertos y demostrar el reconocimiento mutuo, el respeto que compartimos poco antes de abrazar la cama.

Mi pueblo también fue la cuna de muchas nuevas experiencias. Pasó de verme solo a verme acompañado, por primera vez. Me vio calentar noches frías en las que, debajo de unas mantas del color del otoño, juntos hicimos clima estival. Me vio reír, llorar, sentir amor y despecho, además de todas las emociones que yo he llegado a experimentar.

El escaso diámetro de ese pueblo conoce cada ápice de mi vida, cada versículo de mi obra personal. El ser que he forjado primavera tras primavera se ha transcrito en esos suelos de arcaico cemento y vetusta piedra ocre.

Por eso hoy, pensando en que hace ya dos generaciones que este hermoso pueblo no aumenta su censo, me entristezco. Pienso en un futuro en que olvide todo lo que he vivido aquí, un futuro en que no quiera volver, un futuro sin calles pobladas de caras anónimas y, a su vez, conocidas desde la infancia; amigos de padres y abuelos que me han visto crecer desde la distancia, paredes que han recibido incontables pelotazos, hogueras de cuyas cenizas quedan poco más que recuerdos vagos, fiestas memorables que ninguno podemos recordar nítidamente… Pienso en todo ello y me entristezco. No soporto la idea de que una generación cercana no pueda vivir lo que yo tanto disfruté. Siento miedo.

No quisiera que un pueblo tan vivo se volviera fantasma. Nunca.

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