Es una noche de diciembre. Una noche en la que la luz de la luna entinta de plata la superficie de un mirador de montaña: un mirador solitario y frío. Al otro lado del muro que limita la terraza, la ladera del monte desciende, abrupta, hacia una carretera mal iluminada que; bajo la luz esporádica de algún vehículo que llega o que se aleja del lugar; muestra el trazado sinuoso que da acceso a un poblado agonizante. El silencio es denso.

Junto al muro, encarado al cielo, hay un coche aparcado. Es un pequeño Renault, con las luces apagadas que oculta, como un cómplice obsecuente, el amoroso encuentro de una pareja joven. Ella: rubia, de pelo suelto y alborotado que cae en cascada sobre un grueso jersey de lana oscura, sigue con la vista llorosa el vuelo parpadeante de un avión. Él es un gañán robusto: un joven de fuertes espaldas, pelo negro rebelde y ojos decididos, que la observa con fijeza. Ambos son hijos del pueblo.

Apremiantes y nerviosas, sus manos se acarician. El tiempo de los besos y de las urgencias les llega sin avisar distanciándolos del frío y de una noche que se les hace corta para la despedida. Están aislados del mundo. No hay dudas ni lamentos en sus gestos sino apremio y amor entreverado con palabras húmedas, con ruegos de no me olvides y con gemidos ardientes que pugnan por escapar hacia la oscuridad.

Han resuelto separarse por un tiempo. La gran ciudad les ofrece numerosas oportunidades para su ideal de vida: porque es mayor la oferta, porque es mejor la formación profesional y porque, aunque el trabajo sea escaso, es un terreno más fértil para quien quiere luchar por la felicidad. Ambos están de acuerdo. La ilusión y las lágrimas se funden en el abrazo íntimo. Esta vez y por un largo tiempo, recordarán el dulce momento que los une. Los alienta el deseo y el amor. Durante el abrazo caen todas las barreras y el estallido de la sangre se confunde con los guiños de la luna y el destello efímero de las estrellas. Nada les parece igual después del último beso. Cuando regresan al pueblo, todas las promesas ya están hechas.

Por la mañana, la escarcha brilla sobre el parabrisas. El joven jornalero trajina con la carga de maletas mientras la novia lo mira y deja fluir el llanto. Se agolpan los pensamientos en la cabeza de ella. Se amontonan sordos como ovejas a las puertas del redil: durante varios meses dejará de sentir el calor de aquella mirada ardiente, de estremecerse bajo el contacto de aquellas manos fuertes sobre la piel desnuda y de libar sus labios. Abrazada a él se desahoga y tiembla. Pero al fin, cuando el pequeño Renault, comienza a rodar cuesta abajo con rumbo a la carretera, ella, resignada, se enjuga las lágrimas y aparta los ojos del retrovisor. Ya no puede llorar: porque, ahora, la aguarda un largo camino hacia su suerte.

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