Apenas amaneciendo, Adriano San Marino abre los ojos. Como buen hombre de campo, madrugador, se adelanta al canto del gallo y por más que la fortuna le permitió rodear de lujos a su numerosa familia, no abandonó su hábito de trabajar en tanto esté la luz del sol.

Sus abuelos fundaron el pueblo donde nació, lo sacaron adelante, dándole una mano a todo aquel que decidía radicarse por esos lares y apostar a la tierra y la familia. Años después la llegada del ferrocarril trajo prosperidad para todos. Llegó a ser una comunidad con más de dos mil habitantes, dos colegios, iglesia, centro de salud, destacamento policial y la comuna para discutir las necesidades de la población.

Toma mates en la cocina y se apresta a salir. Por un segundo siente el bullicio de pasos correteando por las escaleras y el comedor, sus niños, sonríe y espera.

Al levantar la vista, la ventana de vidrios rajados, le devuelve su propio reflejo fraccionado y lo trae a la realidad, su rostro, mar de profundas arrugas y el cabello como nieve sobre las sierras. Sus niños ya no están.

Antes que la soledad lo apuñale, otra vez, sale huyendo al jardín. Allí está su amada María, el ser más bello que Dios hubo creado, ríe feliz rodeada de la sinfonía de colores y aromas de sus flores . Lo invade el perfume de los jazmines, los favoritos de su amada. Levanta su mano para saludarla, pero, un parpadeo y ya no está. Ella era un ángel, por lo que el cielo, reclamó su presencia y el jardín murió lentamente, de pena, por su ausencia.

Se para erguido y se sacude la nostalgia, no puede perderse en el tiempo, ya no hay vuelta atrás y últimamente lo atrapan los fantasmas del pasado demasiado a menudo. No está dispuesto a permitirlo, la vida continúa y ha de seguir viviendo.

Camina lento hasta la plaza principal, que es solo un triste pastizal. Pasa frente a la iglesia, solo el frente queda, se persigna. La cabeza gacha para no ver.

Una mañana se encontró con que, en el pueblo, solo quedaban unas cuarenta personas ancianas que no tenían donde ir y las ruinas de todo aquello que otrora fuera esplendor. De esto ya hacía cinco años. Hoy los opulentos edificios eran cadáveres de ojos vacíos, vidrios rotos y esculturas mohosas acechándolo.

La vieja estación lo aguarda, se sienta en el banco del andén, mira a lo lejos y espera. Seguramente sus hijos llegarán esta tarde en el tren, una vez aquí, podrán trabajar para recuperar el pueblo y devolverle su gloria. Esboza una radiante sonrisa ante este pensamiento y cierra sus ojos.

El policía que a diario llega del pueblo vecino, sale de la oficina, donde se vendían los pasajes.

Se encuentra a don Adriano San Marino, muerto con una sonrisa, esperando el tren que jamás llegaría. Esperó los últimos cinco años.

Nunca supo que fué el último habitante del lugar, su pueblo, desapareció con él.

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