Celeste y Rosita se encontraron en la pradera para dar un paseo, como lo hacían habitualmente. Ambas se veían preciosas, con sendos lazos coloridos rodeando sus rollizos cuellos. Estaban muy entretenidas retozando en el césped cuando, de pronto, vieron que Félix y Elías se acercaban. Celeste se puso algo nerviosa y le dijo a su amiga —Oh! ¡Ahí vienen esos dos, no les hagas caso!

—¿Cómo están? —preguntaron ellos. Celeste no contestó, pero Rosita sí lo hizo.

—¡Estamos bien, paseando y disfrutando del sol! —Luego, ambas siguieron su camino, comentando el encuentro con los vecinitos.

—Oye Rosita —dijo Celeste— ¿acaso tú quieres tener una relación con uno de esos dos? ¡Porque a mí no me interesa para nada! Hace tiempo que he tomado la decisión de quedarme sola, y tampoco deseo tener hijos pues ¡sería muy doloroso que cuando crezcan les pase lo mismo que a nuestros padres, quienes fueron asesinados tan salvajemente! Tal vez tú no lo recuerdes porque eras muy pequeña, pero yo escuché sus gritos de terror mientras dos adolescentes del pueblo los acuchillaban. ¡Fue horrible!

Rosita, quien estaba más tranquila, le contestó —No creo que nosotras debamos preocuparnos, querida; en nuestra aldea cada día hay menos gente; casi todos los jóvenes se han ido ya, y los pocos que quedan se irán también, en cuanto cumplan la mayoría de edad.

Celeste no tuvo otra opción que darle la razón a su pequeña y rolliza amiga. Pero no podía olvidar lo que había sucedido con sus padres, y el hecho de que ambas debieron ser adoptadas por familias amigas. Ellas tuvieron que crecer solas, y siempre con el temor de que, al hacerse adultas, alguien podría acabar con sus vidas de una forma tan terrible como había sucedido con sus mayores.

Rosita estaba viviendo con una buena familia, integrada en su mayoría por personas añosas, aunque también había un par de chicos. Ella no les temía porque sabía que pronto se irían a estudiar a la ciudad. Pero sentía pena por los ancianos, quienes poco a poco, se estaban quedando solos.

El pueblo alguna vez había sido un lugar lleno de gente alegre, que se reunía todos los fines de semana para festejar; los más jóvenes comían, bebían y bailaban, mientras que los mayores cotilleaban acerca de los sucesos más recientes. Pero a medida que los chicos, uno por uno, se marchaban a las ciudades, toda la alegría estaba desapareciendo. Por otro lado, eso hacía que las dos amigas se sintieran más seguras porque sabían que la gente mayor no era tan violenta; y como los ancianos las querían mucho, era poco probable que les hicieran algún daño.

Antes de que llegara la noche las amigas se despidieron. Quedaron de encontrarse al día siguiente y cada una regresó a su corral, en la granja donde otros cerditos las esperaban para compartir con ellas la última comida del día.

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