Veo el tiempo y la vida pasar. Cada vez somos menos en este pueblo y la tristeza me embarga. Apenas tengo con quien comentar lo que hacía de niño y las locuras que hice de joven. Incluso mi mujer ya no está conmigo. Al morir, mi hija insistió una temporada en que fuera a Madrid.

– Vente a la ciudad, padre – decía. Y yo la contesté: -¿Para qué, Adela? ¿Para seguir igual o más solo en tu maravillosa ciudad que en el pueblo? Aquí al menos sé moverme, sé manejarme, pero ahí… Todo es desconocido, apenas tengo agilidad y nadie me va a ayudar – . Ella replicó: -Tus nietos pueden hacerlo – . Reí con ironía, pero a la vez con tristeza. -¿Mis nietos? Jonás tiene 15 años, está estudiando y en plena edad del pavo, no va a perder su tiempo con un anciano torpe que apenas puede caminar. Mireia está centrada en su carrera de medicina y Alberto ya no vive con vosotros y estará pendiente de su hija recién nacida.Y tú, debes centrarte en José y su enfermedad cardíaca. Ahí no pinto nada. Además, terminaría en una residencia de esas que tenéis ahí y eso sí que sería mi muerte inmediata. Aquí al menos respiro aire puro, me apaño con mis cosas y veo la luna y las estrellas con una claridad, que ahí en Madrid jamás veréis -. Cada vez que recuerdo a mis nietos, me pongo más triste aún. La última vez que vinieron aquí y vi a un niño, fue cuando el pequeño tenía 8 años… Siempre que mi hija sacaba esa conversación, las lágrimas se me agolpaban en la garganta. Por suerte, no ha vuelto a mencionarlo en las escasas conversaciones que vamos teniendo.

Y es que la vida es así para quien quiere quedarse donde nació. Nos ven como bichos raros, como seres a punto de extinguirnos y, en realidad, así es. Aquí en Monasterio, quedamos 14 habitantes a cada cual más anciano. Al menos tengo mi huerto, que con muchas dificultades saco adelante, y sobre todo tengo la compañía de mi perro. Recuerdo con nostalgia los tiempos que pasé con Miguel Ángel y su hermano Baltasar, ¡cuánto trabajamos juntos! Pero tampoco están. Fueron de los muchos que decidieron ir a la ciudad, “porque el pueblo se les hacía pequeño” y al final terminaron en una residencia sin saber siquiera su nombre.

Vivo mis últimos días en este lugar. Es cierto que cada semana tengo que recorrer una gran distancia para coger mis medicinas y muchas personas han muerto aquí por falta de médicos. La gente normal hubiera huído de forma inmediata. Decidí quedarme sabiendo que aquí se vive prácticamente aislado. Es mi sino: la soledad, el abandono y la incomunicación. Miro con tristeza a mi perro, pobre de él, no quiero dejarle solo, aunque últimamente solo tengo ganas de cerrar los ojos, no volverlos a abrir y que mi cuerpo descanse para siempre en mi Monasterio querido.

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