La madre tierra llora sus hijos idos. Idos del mundo, idos al mundo, idos por desesperanzas o esperanzas perennes. Se hizo una grieta, fiera como el socavón del diablo, que separó las infancias repletas de jolgorio en medio del tierral, del porvenir lejos del monte empobrecido.

El viento despluma los últimos techos de los ranchos de adobe y paja, y se queja de viejo y de solo, gime con silbidos que llaman a los paisanos, aunque no tienen ni dónde hacer eco; se rasca la espalda entre los cactus y los vinales, y sangra.

La madre tierra llora sus hijos idos. Mi padre, uno de ellos, llora también. Es que se le quedó enganchado el corazón en las espinas, entre las manos hoy temblorosas del recuerdo. Casi puedo afirmar que a muchos les pasó igual, y que esos galopes que se escuchan en las siestas son los corazones de los idos que laten como pisadas de potros salvajes queriendo volver.

Él nos cuenta la historia de su pueblo de Hoyón, y esa, no está ni en libros, ni en cartas, porque ahí no había proezas, ni héroes, no había hazañas de prensa, ni trenes. Pueblo chiquito, ni un punto en el mapa; se llega allí hurgando en el polvo, merodeando en la nada. Una garganta sedienta en el monte, ya por estos días afónica de gritar a esos jóvenes que le dieron la espalda a fuerza de golpes.

De alpargatas andaban los paisanos que como versos repetidos se fueron uno a uno buscando otra canción que cantarle a su futuro. Al hombro se calzaron las quimeras y dos o tres chacareras para poder decir algún día, “cuando era chico me la cantaba mi tata y la bailaba mi mama” ¡Qué changos que eran!

Como aquí en estos pagos todos somos cantores, hay tonadas que nos cuentan de los años mozos del pueblo, y tarareamos sus leyendas con arpegios de guitarra al repique de un bombo legüero. Y son esas palabras endulzadas de algarrobas, el alma inmortal de esa tierra olvidada.

La madre tierra llora sus hijos idos. Madres con niños, niños sin madre, padres, hermanos, tíos; el pueblo entero se ha mudado con casas y todo. Sin maletas, sin prospecto, sin quererlo y en silencio; porque el polvo los tapaba y les borraba las huellas por más bien pisadas que estuvieran; no les quedó remedio más que arremangarse y sudar en la cuesta arriba del porvenir.

Por esos hijos perdidos del campo del infierno se conocen los sueños de aquellos changuitos, hoy viejos. ¿Pero cuán lejos podría llegar un cuento de sobremesa, traído de los pelos y relatado por una boca reseca? A veces les narro una réplica, a mis hijos que son nietos, y la adorno de magia y le cuelgo guirnaldas y vuelve a nacer la historia pituca de un pueblo extinguido en un hoyo, el Hoyón, que hundido en salitre respira con bocanadas de ahogado, y rebusca con ojos cegados de sol a los idos de antaño.

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