Fulgencio era el único habitante de Pandeciervos, allí nació y allí transcurrió su vida. Ocho hermanos y todos menos él habían decidido irse en busca de una vida mejor. Volvían una o dos veces al año a ver a los padres, Navidad y las fiestas del pueblo. Cuando fallecieron, las visitas comenzaron a espaciarse hasta desaparecer.
Fulgencio no les necesitaba, había conocido a Herminia, la cortejó y se casaron, la llevó a vivir a Pandeciervos en la casa que levantaron juntos y donde nacerían sus cinco hijos.
Ninguno de los dos fue a la escuela más que lo imprescindible, leer, escribir y poco más, no hacía falta más para trabajar la tierra. Eran solo niños y ya tenían las manos encallecidas y ásperas del trabajo en el campo. Eso fue lo que les impulsó a procurar que sus hijos estudiasen, la escuela del pueblo, el instituto en la capital y más tarde la universidad, estaban orgullosos de todos ellos, y tristes, habían estudiado, pero eso ocasionó que echaran raíces lejos de casa.
Así y todo eran felices, todos los años por la patrona iban a visitarles con sus nietos y la casa se llenaba de alegría, de risas, eran días felices.
Un invierno Herminia enfermó, en una ciudad con un hospital cerca no hubiera sido grave, pero no quiso ir al médico: “solo es un catarro, en unos días estaré bien”. Cuando la vio el doctor no pudo hacer nada, una neumonía acabó con ella.
Los hijos insistieron en que pasara una temporada en casa de cada uno de ellos y dejara el pueblo, Fulgencio se empeñó en quedarse, era su casa, allí estaba enterrada su esposa, ¿Qué iba a hacer él en la ciudad?
Las visitas se fueron espaciando, ahora todo se arreglaba con una llamada telefónica ¿Qué tal estás papá?, ¿Necesitas algo?
Cojones, estoy bien, ¿Cómo voy a estar? Como siempre. Trabajando, aunque casi no pueda sujetar la azada por culpa de la maldita artrosis, aunque me duela cada vez más la espalda, aunque el pueblo se haya ido vaciando poco a poco y ya ni siquiera pueda jugar la partida al dominó, Manolo, su compañero de toda la vida, se había ido a vivir a Bilbao con su hija. Pero claro, eso nunca se lo decía a sus hijos cuando llamaban, para ellos su padre era un cabezón que estaba “bien, como siempre¨.
Y así fue como Fulgencio pasó a ser el único habitante de Pandeciervos, pasaba los días cuidando sus cuatro gallinas y la huerta al lado de la casa, de ahí sacaba lo que necesitaba, el resto lo compraba en un camión-tienda que paraba en la carretera general una vez a la semana.
Además todas las semanas visitaba la tumba de Herminia y le ponía flores.
Las llamadas telefónicas fueron escaseando, pero nunca les reprochó nada, bastante tenían ellos con sus familias y trabajos como para preocuparse por un viejo, ni siquiera lo hizo cuando aquel maldito dolor en el pecho le dejo sin respiración…
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