Entre el cielo y el olvido

Entre el cielo y el olvido

Mariano E.

26/09/2018

La calle se llenó de polvo opacando el lienzo que ardía sobre mi cabeza. Sobrevoló, incluso, por encima de los pocos tejados que las borrascas de agosto habían perdonado, atosigando al musgo y la hojarasca que los cubría sin pudor. Las escasas pinceladas de cielo que a esa hora se asomaban se fundieron entre nubes negras cargadas de presagio y desasosiego; abrumadas por ese enjambre de partículas, resecas e indolentes, empecinadas en rellenar de mugre las grietas de mi rostro. La maldita polvareda hirió sin misericordia la neblina que danzaba entre mis cristalinos, salpimentando mi estampa –y las pocas casas que se mantenían erguidas–, de tristeza y desolación.

El viejo Renault 12 se había estacionado justo al frente. Un mulato de piel grasosa y toscos ademanes descendió del vehículo. Me contempló con la misma indiferencia que yo, antaño, le hubiera concedido si la viceversa fuera justa y buena y se diera para los viejos. Sin más desprecio para brindarme, se dispuso a recoger los tablones que los bandidos habían arrancado de las ventanas en casa del viejo chapetón; ese viejo hijueputa al que por más de cinco lustros escuché pariendo improperios quejándose por la humedad y el calor recalcitrante. ¡Carajo! si tan mal lo pasaba ¿porqué se quedó?… Como si cincuenta años no fueran suficientes para que se hubiese acostumbrado a transpirar lento y con la lengua por fuera.

Sin importarle mucho que la raja de su culo fuera ahora la que se asomara para hablarme del calor y la soledad, el mulato se agachó para tratar de levantar los trozos de guayacán. Mientras tanto, yo le fruncí los hombros al fantasma de la vieja Rebeca y a los de los siameses unidos por la frente que no paraban de reírse. A la vieja me la pasaba; a ese par de lacras, no. Hacía años que les había quitado el saludo porque nunca me gustó la gente de dos caras.

El perro blanco apareció de nuevo, caminando por la senda del abandono y el tiempo olvidado. Levantó una ceja a modo de saludo y se acercó para sentarse a mi lado. Contempló al mulato, bostezando sin ganas. Luego de un rato, estiró sus patas, se rascó una oreja, y miró su reloj.

Se volvió hacia mí, sonriendo, mientras se levantaba.

–Bueno Don Fermín, ya está bien de tanto sol: no sea que se nos chamusque más de lo debido –me dijo, ubicándose a mi espalda, listo para empujar la silla por el sendero que atravesaba el jardín; como siempre.

Otro enfermero se acercó anotando algo en su tablet.

–¿Y este quién es?

–Don Fermín.

–Ok… ¿Algún familiar o acudiente?

–Ni idea.

–Humm ¿Y eso?

–El ejercito lo encontró hace 40 años en el Catatumbo, sentado al frente de su casa. Fue el único superviviente de un pueblo devastado por la guerrilla… Desde entonces, no hemos podido lograr que diga algo.

–Vaya, qué triste.

–Si.

–En fin… ¿Y ese de allá, quién es?

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