César apenas podía erguirse después de conducir casi tres horas sin parar, le dolía la cabeza y sólo pronunció un par de frases de compromiso. El alcalde lo acompañó mientras comentaba que él no debería tener las llaves, pero que, al fin y al cabo, fue el pueblo quien se hizo cargo de todo después de la espantada del último cura. César le siguió en silencio hasta que, frente a una casa sin balcón, recibió un manojo de llaves.

– Y ya sabe dónde estoy si necesita algo.

– Y usted ya sabe que ésta es su casa – contestó César.

Una vez solo, César abrió el portón. Una bombilla le ayudó a ver un portal adornado sólo con un cuadro de la Purísima. El pulso de la sien derecha lo empujó a los escalones, irregulares, que llevaban a la cocina y a una sala con una alcoba sin ventanas. La oscuridad del piso superior apaciguó el dolor y decidió permanecer así, sin ver el límite de las cosas.

Despertó a las ocho, sin hambre y casi liberado del dolor. Se cambió de ropa y se acercó a la plaza a ver su coche. Lo encontró cubierto por el rocío. Sacó un trapo del maletero y lo secó despacio. Cuando acabó, decidió caminar hasta la carretera por la que había llegado. La encontró mucho más larga y recta que la noche anterior. A lo lejos, molinos sin aspas, erosionados. El cielo despejado, sin nubes.

– Buenos días.

César se giró y respondió al saludo del alcalde. Volvía de echar de comer a los animales. Le hubiera gustado charlar un rato para que no se formase una idea equivocada sobre él, pero tenía que tocar la campana.

– Es casi la hora – se disculpó.

El alcalde dijo que no se podía, que había que arreglar la vieja melena, pero que todo el mundo sabía las horas de la misa y del rosario.

– También olvidé decirle que las mujeres se turnan para abrir la iglesia por las mañanas. Abren muy temprano por si alguien quiere ir, o eso creo, porque siempre se ha hecho así. Pero usted tiene que cerrar luego y abrir y cerrar por la tarde.

Al final de una cuesta, estaba la iglesia. La puerta, efectivamente, estaba abierta. No había nadie. Se acercó al altar de piedra. Detrás, un Cristo agonizante, sobre la piedra, sin retablo, con los clavos cubiertos de cardenillo.

Abrió la puerta de la sacristía, hinchada. Era muy pequeña, con un armario para las albas y una estantería. Los boletines del Obispado se amontonaban en las repisas. Comenzó a vestirse para la ceremonia, con toda la lentitud que pudo.

Al salir, pudo ver que las cuatro primeras filas de bancos estaban llenas. Subió al altar mientras las mujeres iniciaban un canto de entrada. Extendió las manos e hizo el saludo ritual. Todos contestaron con una sincronía asombrosa. Se presentó con una sonrisa y escuchó el eco de su propia voz rebotando por las paredes.

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