No ha pasado tanto tiempo. Aún soy capaz de recordar el silencio que campaba por sus estrechas y empinadas calles poco antes del alba. Ese silencio, roto por el periódico campaneo que dejaba oír su lamento y que, imperturbable, invadía todos los rincones. O tal vez, por el lejano pitido de una locomotora que, arrastrando solo unos pocos vagones, anunciaba su proximidad al pueblo para, con toda seguridad, recoger a unos mozalbetes que deseaban abandonar cuanto antes aquel lugar en busca de un futuro más prometedor en las ciudades, renunciando a sus familias.
Pero pronto se levantaba un murmullo que se iba generalizando. De las casas salían temerosos sus pobladores, frotándose aún los ojos por ese despertar forzado que les obligaba a acudir a sus rutinas laborales. Las pocas tiendas abrían sus puertas. El olor a pan recién hecho recorría todas las fosas nasales, penetraba en la carnicería donde se confundía con el aroma de la carne fresca, en la pescadería y en la frutería, y seguía su recorrido ascendente hacia las cercanas montañas.
Y también recuerdo cuando tenían lugar las fiestas. Esas en las que se lanzaba desde lo alto del campanario de la iglesia, sin ningún resquicio de dolor, a una cabra que bien pudiera esperar idéntico final si era una de las seleccionadas para el famoso guiso de cabrito que se hacía en la misma plaza, a la vista de todos, condimentado con las magníficas hierbas aromáticas recogidas a los pies de la montaña. Y cuando llegaba la noche esos bailes amenizados por una orquesta compuesta por músicos formados allí mismo que tocaban sin parar hasta altas horas de la noche, invitando a que las parejas se reunieran en danzas sensuales que, en el caso de los más jóvenes, los llevaran a ocultos rincones donde desfogar sus ardientes deseos.
Entonces el pueblo tenía un considerable número de habitantes. Pero su descendencia, a medida que se iba haciendo mayor y adquiriendo conciencia de progreso, tomaban la firme determinación de marcharse, algunos incluso formando ya una nueva familia a la que querían dotar de una confortabilidad mayor de la que ellos suponían podía alcanzarse en aquel ridículo pueblo, aunque siempre podían volver por vacaciones.
Ahora, sin poder salir de aquí, paseo por sus vacías calles, por su plaza mayor, por las casas que quedaron todas abiertas ya que en ellas no restaba nada, tan solo esos muebles viejos carcomidos y escasos enseres. En el campanario ya no tañe esa campana, permanece inmóvil desafiando el paso de las horas sin anunciarlas. Y tampoco anuncia ya su llegada el ferrocarril porque el nuevo trazado dejó obsoleto el próximo al pueblo y el más rápido avanza lejos de él, como renunciando a acercarse a la muerte.
Pero mi parada obligada tiene lugar cuando me acerco al cementerio y contemplo las lápidas, los nombres y fechas inscritos en ellas, los recuerdos que me traen de aquellos felices tiempos. Y sin poder evitarlo dirijo la mirada hacia la que reza mis datos.
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