Mi amante tiene el rostro oscuro y los ojos azules, como un par de bolitas de arándanos. Cierra los párpados durante unos segundos y, a continuación, los levanta para clavar sus pupilas en mí. Las siento como dos soldados yanquis al asalto. Esa mirada preludia una lluvia de besos.

Me fascina su cabecita. En especial, su boca. Sus labios acarician los míos de arriba abajo, presionándolos con insistencia y, de cuando en cuando, sus dientes agarran uno de ellos. Cambia la presión cuando le apetece, y al hacerlo me sostiene la mirada. Sus labios anticipan lo que sus ojos harán a continuación. Acariciarme con su movimiento.

Quienes amamos con la cabeza no tenemos más que ventajas. Amar con la cabeza es una maravillosa oportunidad. Yo la amo con la cabeza, profundamente, sin ningún resquicio de duda. Me recreo con la vista, que se detiene en sus contornos particulares. Disfruto con el oído, que reconoce sus tonos y timbres. Juego con el olfato, que recoge las moléculas que desprende. Pruebo con el tacto de mis labios sobre sus mejillas. Y sobre todo la saboreo con el gusto, que se entusiasma con la parte suya que se hace soluble.

Yo la amo con locura. Le dedico unas horas de ensoñación y dos llamadas al día, a media mañana y por la tarde. Le susurro palabras de amor al oído. Le lanzo soplidos a la nariz.

No se me va de la cabeza.

Sobre todo, adoro sus besos verticales. En un mundo tan plano como el nuestro, ella decidió darle la vuelta al besar. De abajo arriba, de arriba abajo, sin hacerlo nunca de lado. No le gustan los besos de lado. Ella besa en condiciones. Huye de los besos horizontales y mete a los suyos mucha lengua. Entiende el mundo dándole la vuelta.

Amar con la cabeza es lo más.

Pero a mi amante se la cortaron. Fue una tarde, en un circo. Si hay un sitio donde se puede perder la cabeza, es en la pista de un circo. Un tipo juega con sables, los mueve en diferentes direcciones. Presume de cadencia, de control. El tipo lanza un desafío: «¿alguien se atreve a permanecer a mi lado mientras muevo los sables?» Mi chica acepta el reto y baja hasta la arena, sonriendo con confianza. Mientras lo hace, yo, con el corazón encogido, no lo veo claro, nada claro. Parece un juego seguro, nada que no se haya hecho antes decenas de veces. Pero ella pierde la cabeza. Justo lo que me temía. Así de sencillo.

Así de complicado. Porque te complica la vida quedarte sin besos.

Nunca te fíes de un tipo que lleve un sable. Te trastoca la vida, no lo dudes.

La mirada de mi amante se ha vuelto triste. O así la imagino yo. Ya no me mira, ni tampoco dice nada. Desde la fatídica tarde, no ha vuelto a abrir la boca. Es un tronco sin tráquea ni laringe, que termina en un muñón. De vez en cuando, me aprieta la mano con firmeza, agarrándola y soltándola. Cambia de presión, como si desease contarme algo. Me pregunto qué puede ser.

En ocasiones, me abraza. Son abrazos extraños que no puedo devolver. No logro rodearle el cuello: lo que queda de él ya no sostiene nada. No se puede abrazar a un tronco sin cabeza. Te resbalan los brazos. Abarcas el vacío.

Desde que perdió la cabeza, no veo más que bocas. Grandes, pequeñas, con labios carnosos, con labios finos. Bocas con mucha saliva y bocas secas. Dadme cualquiera de ellas. Una boca es una boca. Y me rodean por todas partes.

Ninguna es la suya. Solamente la quiero a ella. Pero, desde que me falta, no hago otra cosa que envidiar.

La gente nos mira. Nos mira mucho. Qué pena damos los que nos quedamos sin besos.

Yo quiero amarla con la boca, como siempre he hecho. No quiero vivir del recuerdo de lenguas y mordiscos. No quiero renunciar a sus besos verticales, a esos besos que voltean mi mundo. Algo tendremos que hacer.

Amar sin cabeza es una catástrofe.

Porque yo la quiero de verdad. La quiero con un corazón que en estos momentos me pesa y con una frente que está a punto de explotar. Y es que no hay nada peor que el recuerdo de lo que una vez se tuvo y se perdió.

Tuvimos muchas cosas. Tuvimos combates memorables. Nos lanzábamos reproches a la cara, como puñetazos. A su preciosa cara. Luego, nos reconciliábamos a beso limpio. Siempre caían mordiscos y besos, tras el segundo round.

Tuvimos bocados compartidos. Jueguecitos de amantes.

Cruzamos respiraciones. Nos rozábamos la nariz.

Intercambiamos saliva. Nos acariciábamos a lametones.

Todo eso se perdió en un momento impulsivo, por una decisión temeraria. Era un juego y nada más.

Creo que voy a ir a ver al tipo del sable. Me presentaré una tarde en el circo antes de su numerito. Le recordaré lo que hizo. Le voy a exigir que rebane otra cabeza. Que la corte limpiamente. Que se la arrebate a alguien y me la sirva en bandeja, para regalársela a ella. Que sustituya la que me robó ese día. Si alguien como él puede destrozarte la vida, también te la podrá devolver.

Quiero una de esas cabezas con boca que bese en condiciones. Una que te bese con vocación perpendicular. Quiero que me devoren a besos. Que me claven los dientes.

Quiero todo lo que tuve. Lo quiero todo.

Quiero que me vuelvan a besar

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Crítica del jurado

I. Magnífico relato que lleva hasta sus últimas consecuencias esa frase hecha. Recordaba a aquel cuento de Patricia Highsmith en el que alguien pide la mano de su novia y el padre de ésta se la manda en una cajita. Muy original. Y muy bien trabajada la metáfora que en su literalidad es capaz de mostrar el dolor y la dureza de la situación.

II. La escritora ha sido capaz de mostrarnos qué ocurre cuando tu amante pierde la cabeza. Lo curioso es que esto no es una frase hecha, la pérdida es real en el relato. Todo el texto parece ser una metáfora sobre la naturaleza del amor y el deseo y su pérdida, pero aunque no lo fuera —en esos términos que siempre queremos encontrar para dar un significado lógico a los textos— daría igual. Solo la belleza y la originalidad de la propuesta ya son suficientes como para ser seleccionado.

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