No sé en qué momento morí. Quiero decir: me acuerdo de caer por el acantilado, dando tumbos, como una muñeca de trapo, pero no sé cual de todos los golpes me mató. No sé si fue el primero, un fuerte choque con una gran piedra de las costillas de mi lado izquierdo, que me dejó sin respiración y probablemente sin conocimiento; o alguno que me diera después en la cabeza, o quizás el último, el que me partió la columna vertebral en dos, ya en las rocas bañadas por el agua.

Pudo ser cualquiera, pero naturalmente eso no tiene ninguna importancia, porque sé que no fue ninguno de esos golpes el que me mató, que el que me mató fue él; ese ser extraño con el que compartí cama varios años; ese desconocido que sustituyó a mi amantísimo novio, poco después de casarnos; ese hijo de puta que me machacó, me martirizó y me anuló de manera consciente e implacable, poco a poco, pacientemente, horadando mi autoestima y anulando mi voluntad.

Cuando me tiré por el acantilado, en realidad ya estaba muerta. Fue un mero trámite, para que pudieran enterrarme. Mi amado Cantábrico me recibió airado, pero acogedor y me dio la impresión de que toda la furia con la que golpeaba las rocas iba dirigida al monstruo de mi marido y que el lecho de agua y espuma que me recogió y limpió mis heridas me estaba esperando amoroso, después de tantas veces que me vio asomada en lo alto del precipicio, recibiendo tal vez las lágrimas, que el viento arrancaba de mis mejillas de muerta viviente.

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Y aquí estoy, en un lugar precioso, a los pies de mi árbol favorito, en la finca familiar. Sé que mis padres habrían preferido un mausoleo espectacular, en mitad del cementerio católico de nuestra ciudad, pero yo dejé escrito que me trajeran a este sitio. Sabía que aquí me sentiría como en casa, junto al viejo roble, donde tantas veces jugué y lloré y reí, bajo las ramas que fueron testigo de mi enfermiza infancia y más tarde también de mi bajada a los infiernos.

Hoy he empezado a sentir como voy entrando por las raíces de mi árbol, mezclada con la savia, voy ascendiendo despacio, succionada con afán, deseada con anhelo.

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Ha estado varios días lloviendo. Aquí, en el norte, cuando llueve, llueve con ganas, con decisión, no es una lluvia torrencial, pero es tan persistente, que no sólo cala a los bobos, lo cala todo.

Es una gozada sentir el agua, una experiencia mágica notar como me arrastra, como me limpia de esta dulce tierra y me empuja por las raíces hacia arriba. La sensación de sentirme absorbida por el árbol es maravillosa. No tengo miedo; sólo un poco de curiosidad por ver donde llego, un poco de impaciencia, pero me siento en paz, querida, casi necesitada y eso es ya más de lo que sentía cuando estaba viva.

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Hoy han venido mis padres de visita. Creo que han pasado ya dos años y no estoy segura, pero parece que es el aniversario de mi caída libre.

Mi madre lloraba; no he podido enterarme de lo que decía. Mi padre rezaba. Sigue igual. Viene a verme y en vez de hablar conmigo, habla con su dios; un dios que ni se ha dignado a aparecer, ni se le espera. Cuando estaba viva, era igual; hablaba con los médicos, con mis cuidadores, pero nunca se le ocurrió hablar conmigo. ¡Qué cruz! ¡Dos años muerta y no hemos avanzado nada!

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Ya no siento el olor a tierra. He empezado a subir por el tronco. Me entretengo contando los anillos y viendo lo diferentes que son. Ahora noto mejor el calor del sol y el viento. Me gusta. Oigo más cosas, los pájaros, las ardillas, incluso las campanas de la iglesia a lo lejos. Siento que ya formo parte del árbol y le doy las gracias por dejarme estar aquí. No sabía cómo era formar parte de algo y es estupendo. Me siento protegida, segura, casi mimada. ¡Es genial!

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La primavera está siendo una revolución. Las flores, los animales, todo el campo está como loco. ¡Se acabó la tranquilidad! Los pájaros no paran de cantar.

Hoy incluso ha venido una panda de chavales. Han estado jugando por aquí y luego se han sentado junto a mi tronco a charlar. Mi padre tiene toda la finca vallada, pero afortunadamente no hay valla que estos críos no puedan saltar. ¡Qué energía! ¡Qué vitalidad!

Yo, como siempre estuve enferma y después muerta en vida, nunca me sentí especialmente vital, pero estos días yo también me siento así, llena de energía. Asciendo a mayor velocidad y creo que no tardaré en llegar a las ramas.

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El verano fue muy caluroso, pero también muy animado. Cuando llegó el invierno yo ya estaba en lo más alto del tronco. Ha hecho mucho frío, pero yo aquí dentro no lo he notado tanto. He estado tranquila, disfrutando de los días de sol que han derretido la nieve y esperando con ilusión una nueva primavera.

Sabía que esta sería la definitiva. Ya hace poco que estoy por las ramas y quiero decir literalmente, porque por otra parte nunca he tenido las cosas más claras. Ya no me siento como una invitada. Ya soy parte del árbol. Disfruto de la libertad de moverme por la copa, de zarandear a los pájaros que se posan en las ramas, ayudada por el viento. Juego con ellos, noto las cosquillas que me hacen las hojas al brotar; las hormigas, que se desplazan en ordenada procesión, hacia algún remoto manjar.

Estoy tan alta que no se me escapa nada. Oigo hasta las conversaciones del pueblo, el murmullo del arroyo más lejano. Oigo moverse las nubes y brillar las estrellas.

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Desde que soy árbol, he empezado a presentir cosas. Auguro situaciones y noto lo que va a suceder con asombrosa antelación.

Hoy tengo un mal presagio. Algo horrible se avecina. No es como la vez que aquel lobo destrozó una oveja aquí debajo, ni tampoco como el día que un rayo partió por la mitad un árbol cercano. Siento el aire que pesa, los pájaros nerviosos, las nubes oprimiendo el espacio. Siento nidos de serpientes despertando, bestias salvajes sedientas de sangre, ríos revueltos ahogando animales heridos, plagas acechando cultivos…

Estoy tensa, atenta a cualquier cambio, esperando lo inevitable; intento prepararme, pero no sé para qué. Esta angustia, esta desazón es tan desagradable que mis ramas tiemblan y yo clavo mis raíces más fuerte en la tierra, temiendo poder desmayarme.

De repente el viento se detiene, mis ramas se petrifican, los pájaros se callan súbitamente. Un individuo se acerca silbando y por donde pisa, las flores agonizan y los insectos escapan asqueados. No necesito que se aproxime demasiado para saber ya que es él. El monstruo, mi verdugo, viene a visitarme. Parece que ha reunido por fin el valor de venir a contemplar su gran obra. Lo que pasa es que él está mirando la discreta losa de piedra donde alguien escribió mi nombre y unas fechas y no se da cuenta de que yo estoy aquí arriba, por encima de su cabeza.

Cuando se detiene junto a la lápida, la fresca brisa de la tarde apesta. Sentimientos que dejé ahí abajo enterrados, como el miedo, el dolor, el asco, o la vergüenza, se abren paso como la lava en la tierra. Los pájaros abandonan mis ramas y ningún animal se acerca. Percibo en él una sonrisa, no sé si en su cara o en su alma y me abandonan las fuerzas.

Pido al cielo, no al de Dios, sino al que sujeta las nubes y deja caer la lluvia sobre la tierra, que le lance un rayo, que le envíe un huracán o una lluvia de piedras, pero estoy sola y mis ramas no parecen dispuestas a conjurar tormentas, o a generar dragones, o a convertir el aire en flechas.

Vuelvo a estar a solas con él y vuelvo a sentirme pequeña.

Un águila vuela a lo lejos y con sus alas rompe el viento. El eco de su poder llega hasta mí, despertando algo en mi interior.

Reúno toda la energía acumulada por mi nueva naturaleza, concentro toda la fuerza que me da la tierra que me alimenta, recuerdo todo el dolor que me trajo hasta aquí y, en un sacrificio enorme y desesperado, me desprendo de una de mis ramas y la dejo caer con furia contra su asqueroso cuerpo.

El crujido de la madera me delata y el monstruo mira hacia arriba, justo a tiempo para comprobar la delicada situación en la que se encuentra.

Sus ojos desorbitados por el pánico se me clavan y quiero creer que de alguna manera me descubre. Quiero pensar que, en ese momento, la lucidez que otorga la cercanía de la muerte, le ha permitido reconocerme en ese árbol, que se ha dado cuenta de que soy yo, que he conseguido la fuerza que nunca tuve en vida, que he transmutado toda mi tristeza en odio puro, toda mi desesperación en rabia concentrada, para borrarle de la faz de la tierra, de esa tierra que tan dulcemente me acogió.

Con un ágil salto, esquiva la rama que iba directa a su cabeza y me inunda esa antigua sensación de derrota, ese constante triunfo de la injusticia que tan familiar me resultaba estando viva. A punto estoy de derrumbarme de nuevo, sin tener en cuenta el poder de mis raíces, ni la fuerza de mi tronco; cuando el monstruo tropieza con una raíz que asoma junto a mi tumba y cae de espaldas, desnucándose contra la lápida que, perpendicular a mi sepultura, anuncia, junto a mi nombre y la fecha de mi nacimiento, otra fecha, la de mi liberación.

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Crítica del jurado

I. No sé en qué momento morí, con esta frase arranca la historia y a partir de ese momento comienzan a sucederse una serie de hechos muy peculiares: la protagonista acaba convirtiéndose en un espíritu que habita en un árbol y hasta se produce una merecida venganza. Por su espiritualidad, por la belleza de sus imágenes, y por lo original de la propuesta, es uno de los relatos que estuvieron a punto de quedar entre los primeros.

II. Qué tremenda primera frase. Y qué bien ha sabido su autora llevar el cuento partiendo de ella, con la exigencia que supone. Empezar un cuento muy alto pide seguirlo en alto. Y lo consigue. Conmovedora esa metamorfosis.

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