Cuando la noche se encuentra en lo más oscuro, un ruido despierta al pequeño Adam. Abre los ojos y comprueba que las sábanas y la manta ocultan su cabeza. Así viene ocurriendo desde hace unas semanas. Solo de esta forma consigue conciliar el sueño, solo así se siente algo seguro. Oye de nuevo un ruido, ese ruido que tan bien conoce, y no necesita más que eso para darse cuenta de que él no es el único que está en el dormitorio. Tal y como temía, una noche más, el monstruo ha regresado.

Unos metros por encima de la cabeza escondida de Adam, se encuentra la habitación de sus padres que, en esos momentos, conversan antes de acostarse:

—¿Y qué le dijiste? —pregunta la madre, cerrando por un momento la novela que tiene entre las manos.

—Que se metiera en sus asuntos. Betty Feldman no me va a decir cómo educar a nuestro hijo.

Adam sigue con su cabeza bajo la manta y reza para que aquel ser infernal no le haya visto. Sabe que la bestia solo podrá acabar con él si consigue mirarle a los ojos. O, al menos, eso le han dicho sus amigos del colegio. De lo que sí está seguro es de que gritar no le servirá de nada.

—Me preocupa, Martin. No sé si Adam conseguirá superarlo.

—Cariño, ya lo hemos hablado —contesta el padre mientras termina de enfundarse el pijama—. Es por su bien.

—Tal vez estamos siendo demasiado duros con él…

La primera vez que habló del monstruo a sus padres —de eso hacía dos semanas— unas sonrisas incrédulas aparecieron en sus rostros. La segunda, más serios, insistieron en que eran pesadillas. Nada importante. La última vez —tan solo tres días atrás—, cuando Adam les despertó llorando en mitad de la noche, dijeron que aquello debía terminar: por Dios, ya casi tienes nueve años, es hora de que empieces a portarte como un chico mayor. Ese día, Adam descubrió que tendría que enfrentarse solo a sus demonios. No, Adam lo había interiorizado a la perfección: gritar no le salvaría.

—A los Henderson les sucede lo mismo con su hija —sigue el padre, que procura tranquilizar a la madre.

—¿De verdad? No lo sabía. Pensaba que esa niña era mayor.

—Solo medio año más que Adam.

—No sé, Martin. Supongo que tienes razón. Al fin y al cabo, todos hemos pasado por eso, ¿no?

—Por supuesto. Son niños y, antes o después, deben crecer, enfrentarse a sus miedos. Cuanto antes lo haga Adam, mejor.

Debajo de su cúpula de tela, petrificado, Adam escucha cómo la bestia recorre la habitación. Sus pasos, cortos y densos, hacen crujir la madera del suelo. En ese momento, el monstruo está frente al escritorio y revuelve sus lápices de colores. Después, los pasos cambian de dirección y se encaminan hacia la librería. Mientras tanto, el pequeño casi no respira, no quiere hinchar demasiado sus pulmones, nada que descubra su posición.

Entonces, de repente, los pasos se detienen y todo queda en silencio. Adam intenta captar cualquier sonido que pueda hacer la bestia, pero no oye nada, a excepción del viento que, a ráfagas, golpea los cristales de la ventana. Su perro, Yuko, ladra un par de veces en el jardín. Pero luego se calla y vuelve el silencio.

—Yuko está inquieto —dice la madre alzando los ojos del libro.

—Lleva así varios días. Habrá olido algo…

—¿Lo ataste?

—Sí, tranquila.

—¿Y la puerta de atrás?

—Cerrada —aunque una duda cruza rápido por la mente de Martin.

Adam ignora el tiempo que puede llevar así, en esa misma posición, sin moverse. Nada hace pensar que el monstruo siga allí. Piensa que, tal vez, haya desaparecido. Incluso es posible que sus padres tengan razón y no sean más que imaginaciones suyas. Considera la idea de asomarse y comprobarlo, pero… No, se dice al fin. Es una trampa. Sabe que sigue ahí, oculto en la sombra, observándole. Tan solo espera que haga el menor movimiento para lanzarse contra él. Juega como un lobo con su presa. Así que, durante varios minutos más, Adam permanece quieto en su escondite, convencido de que dos ojos amarillos le contemplan desde un rincón oscuro de su cuarto. Y no se equivoca, pues, al poco, el ruido de pasos regresa. Aquel ser se dirige hacia su cama.

—Martin, no puedo dejar de pensar en Betty. No sé qué haría si nos ocurriera lo mismo que le pasó a su hijo —recuerda entonces a Betty Feldman: llorando en su jardín, una ventana rota y el cuerpo sin vida de su hijo sobre el césped—. Imagina lo asustado que debía estar ese niño para saltar por la ventana.

—Eso no va a suceder. Adam no es como el hijo de Betty —pero otra vez la duda sacude a Martin. Le gustaría estar del todo seguro, pero lo cierto es que no lo está.

Al llegar al pie de la cama, el monstruo se detiene, como si dudara en seguir adelante. Adam repite en su mente el deseo de que todo acabe. La bestia apoya entonces una de sus patas en el colchón, que se hunde bajo su peso. Después, la otra. Los músculos de Adam se contraen aún más, convirtiéndose en un bloque sólido. El monstruo sube el resto de su cuerpo a la cama y, casi reptando, se aproxima sigiloso a la cabecera. Mientras lo hace, apresa el cuerpo de Adam entre sus extremidades y evita cualquier escapatoria del pequeño.

—Betty no cuidó de su hijo como debiera. Todos sabemos que no lo hizo —Martin trata de convencer a su mujer; también a él mismo—. Tendría que haberle vigilado más de cerca.

Adam escucha aquella respiración oscura y viscosa que se acerca más y más, hasta que al fin la tiene enfrente de su rostro. Al otro lado de esa manta se encuentra el mal absoluto.

—Pobre Betty, pobre… —repite la madre que se consuela algo al pensar que su hijo Adam duerme en una planta baja. Un salto desde ahí no supondría mayor problema que un tobillo roto, tal vez algunos cortes. Nada comparable con la pérdida de Betty Feldman.

La bestia abre sus fauces. Un cálido hedor a carne podrida traspasa la tela y penetra en las fosas nasales de Adam. El ser le olfatea y echa la cabeza hacia atrás, como saboreando un jugoso aroma. En ese momento, Adam se da cuenta de que el pis caliente moja su entrepierna. Trata de ignorar aquello y también las lágrimas. Fuera, Yuko ladra repetidas veces; está muy nervioso. Adam siente cómo el monstruo se eriza ante ese ruido. Puede que aún tenga una posibilidad de sobrevivir.

—Era demasiado pronto y Betty debería haberlo sabido —dice el padre asomándose a la ventana. Yuko trata de escapar de la cadena, pero es inútil, Martin se ha asegurado de que no pueda soltarse—. Aquel crío no estaba preparado, pero Adam lo superará.

Mientras el perro sigue ladrando y la bestia aguarda inquieta a que se calle, Adam desliza con cuidado la mano debajo de su almohada. Siente cierto alivio al tocar el mango del cuchillo que cogió de la cocina hace tres días. Estaba seguro de que el monstruo volvería. También en eso ha acertado.

—¿Recuerdas tu monstruo, Martin?

—Por supuesto. Era una especie de babosa gigante que quería chuparme hasta la última gota de sangre.

—¿Le tenías miedo?

—Estaba aterrado… —Martin se estremece al evocar aquella imagen y vuelve a la cama. Mientras, Yuko sigue ladrando.

Adam se había asegurado de elegir un buen cuchillo, uno capaz de atravesar la dura piel de la bestia. Lo cierto es que su filo no era tan cortante como el de otros, aunque creyó que sería más que suficiente. Además, le había gustado ese, y no otro, porque la hoja terminaba en una punta muy, muy fina. Para Adam, eso era, sin duda alguna, lo más importante. Piensa en esto conforme agarra el mango y tira de él, acercándolo a su cuerpo poco a poco. Está listo.

—Claro que supliqué a mis padres para que no me dejaran solo por las noches —dice Martin—, pero, al final, vencí al miedo, acabé con él…

Exhausto, Yuko cesa de ladrar y el aliento fétido de la bestia se concentra de nuevo en Adam. Sus garras, a sendos lados de la cabeza del pequeño, tensan la tela como si de una mortaja se tratara. Debajo, el pequeño sujeta firme el cuchillo mientras aguarda el momento exacto: demasiado pronto o demasiado tarde y perderá su única oportunidad de acabar con el monstruo.

—Cariño, debemos confiar en Adam. Lo logrará.

El monstruo repite el ritual. Acerca de nuevo su boca pútrida e inspira profundamente. Después, lleva la cabeza hacia atrás y, esta vez, al hacerlo, también levanta en parte su torso. Las garras delanteras se elevan y la manta se afloja en torno al pequeño. Adam sabe que en menos de un segundo la bestia le destrozará: la hora ha llegado. Orienta el cuchillo hacia aquel ser y, al mismo tiempo que el cuerpo del monstruo desciende, Adam se incorpora y, apretando los dientes, hunde por completo la hoja en las entrañas de la bestia.

Un alarido inhumano, casi demoníaco, rasga la noche y perfora los oídos.

Los padres de Adam se miran con los ojos muy abiertos. Al poco, sin tiempo para reaccionar, escuchan pasos acelerados que suben la escalera y que se dirigen hacia su dormitorio. La puerta se abre de golpe y Adam aparece allí, todavía con el cuchillo en la mano. A lo largo de todo su filo se escurre una densa mucosidad verdosa, que cae hasta el suelo formando un charquito gelatinoso.

—¡Lo he matado, mamá! He matado al monstruo —por fin, Adam respira.

El pequeño suelta el cuchillo, que cae sobre la moqueta, y salta a la cama, buscando el abrazo de sus padres.

—Lo sabemos, Adam. Estábamos seguros de que lo conseguirías.

Y Martin envuelve orgulloso a su hijo con los brazos. Mira por encima del hombro del niño: siente alivio cuando ve ese fluido verde sobre el suelo de la habitación. Sin embargo, no puede evitar que un escalofrío sacuda su espalda al recordar su propio monstruo. Aquello fue hace muchos años, pero no lo ha olvidado. Puede que nunca lo haga. Abraza fuerte a Adam y cierra los ojos. Su hijo está a salvo. Todos lo están.

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Crítica del jurado

I. Lo más valioso de este relato es la tensión que va generándose a medida que avanza el texto. Esto lo logra el autor gracias a esa construcción en dos escenarios diferentes: el piso de arriba, donde están los padres, y el dormitorio del niño, abajo.

Mientras el monstruo avanza en la oscuridad, los padres expresan sus preocupaciones pero en un tono más bien distendido, comparando la situación de su hijo con la de otros chicos del vecindario. La tensión, el suspense del relato, se consigue también gracias al inteligente reparto de la información que el escritor va entregando al lector: a medida que el monstruo va tomando posesión de la cama, nos enteramos de que ha habido un suceso trágico anterior, por lo tanto no son tan solo terrores imaginarios los que sufre Adam. La aparición del cuchillo en la cama, junto a Adam, a la vez que conocemos el hecho de que el padre también se tuvo que enfrentar a su monstruo, nos prepara para la llegada del clímax.

Por ponerle algún reparo, quizás habría que revisar el desenlace ya que resulta un tanto explicativo en exceso. Finalizarlo un par de renglones antes. Cuando el narrador dice Aquello fue hace muchos años, pero no lo ha olvidado, es una información que ya se nos ha dado antes y no aporta demasiado. No son necesarias las explicaciones posteriores.

Pero en cualquier caso es un buen relato, merecedor, por méritos propios, de este tercer puesto.

II. Sí, como alguien dice en los comentarios, este cuento va más allá del tópico del monstruo bajo la cama. En realidad, cuenta la historia de un héroe, de un superviviente. De la victoria que le permite pasar al otro lado, quizá al lado de la adultez.

Muy buena idea la presencia de esos padres que, a pesar de su angustia, comprenden que no son ellos los que deben luchar. Muy bien porque en sus conversaciones le dan a la lucha el dramatismo que de verdad tienen cada una de esas batallas de la infancia, tanto como para jugarse la vida. Muy bien la tensión que genera y mantiene hasta el final.

Me gusta su sencillez, el miedo del héroe, ese pijama mojado que da cuenta de la magnitud de su miedo y de su valor. Magnífico.

Solo una cosita más. Pienso que el final se sobre explica. El cuento en mi opinión debería acabar un poco antes. Exactamente en esta frase: “Mira por encima del hombro del niño: siente alivio cuando ve ese fluido verde sobre el suelo de la habitación”. FIN. Las explicaciones siguientes déjaselas ya al lector. Te lo agradecerá.

Felicidades por este tercer puesto.

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