Le perseguía con toda mi alma. En cada pedalada descargaba todo el peso de mi cuerpo con rabia, como si fuera el sprint de Los Campos Elíseos en el Tour de Francia. Tenía que alcanzarle como fuera. No pensaba en otra cosa, mi mente estaba totalmente centrada en la distancia que nos separaba, en los obstáculos que debía salvar para evitar una caída o un atropello. Pero lo hacía sin querer, por puro instinto, no necesitaba prever cual sería la próxima maniobra, o el siguiente giro. Era una simbiosis perfecta entre máquina, cuerpo y mente, sin dar sensación que ninguno de los tres componentes predominara sobre el resto, funcionando al unísono. Un solo fin, un objetivo, alcanzar a Javi que, veinticinco metros por delante, pasaba pavoneándose delante del resto de la pandilla, con la bici blanca plegable de Manuel, porque él de momento no tenía, era el único; luego, más adelante, sus padres le compraron una Zeus de carrera que fue la admiración de todos; pero en aquel entonces aún andaba de prestado.

Siempre he sido igual. No sé en qué momento nació dentro de mí la necesidad de ser el mejor en todo lo que me propusiera hacer. La necesidad de destacar, de no pasar desapercibido, de que la gente abra un signo de admiración cada vez que hablen de mí, o simplemente se acuerden de mí. Muchas veces he pensado en ello, más que nada porque a lo largo de la vida me ha provocado más disgustos que satisfacciones. A ver por qué demonios no puedo ser una persona más, alguien del montón, gris, inocuo, transparente, o al menos translúcido, sin necesidad de reflejar luces ni fulgores. Lo cierto es que lo soy, de ahí lo de “más disgustos que satisfacciones”, pero siempre he luchado por no serlo, nunca me he conformado, nunca me ha bastado con ser bueno en lo que sea, siempre he querido ser el mejor.

Ahondando en este anhelo que desde siempre me ha corroído, alguna vez he pensado que quizá fue debido a un empacho de tebeos de superhéroes. En aquella época todavía no se había puesto de moda eso de llamarlos comics, eran tebeos. Algo así, salvando las distancias, como lo que le pasó a Don Quijote con los libros de caballería. Los superhéroes despertaban siempre la admiración de todo el mundo, no ya por ser los más fuertes, o los más rápidos, o los más elásticos, sino además, y principalmente, por su moralidad, su ética, sus principios, vamos, porque eran básicamente buenos, incluso pelín quijotes las más de las veces.

Todo eso caló hondo. Quizá habría que añadir ese plus de presión del entorno, de la familia, los profesores, los amigos. Más que una presión directa, estaríamos hablando de algo más sutil, tácito, de eso que uno siempre es consciente de lo que los demás esperan de ti sin necesidad que nadie te diga nada; incluso aunque te digan todo lo contrario, sabes escuchar entre líneas, entiendes las segundas intenciones, descifras a la perfección el brillo de las miradas, las expresiones faciales; aún, si hace falta, sería capaz de adivinar el pensamiento y los más íntimos deseos de cada persona que me rodea con respecto a cualquier cosa que yo haga o emprenda. Encima, por si fuera poco, era el más alto, fuerte y rápido de todos mis amigos, lo cual me añadía un punto más de autoexigencia.

Todos esos sentimientos los estaba poniendo, junto con el peso del cuerpo, en cada una de las pedaladas que le asestaba a mi bici verde, mi GAC con rueda de quinientos cincuenta y sillín de cuero que, a mis doce años, me quedaba ya un poco pequeña, aunque le había subido el citado sillín hasta el máximo posible. Solo era un juego, ni siquiera una carrera, una especie de pilla-pilla en bicicleta. ¡Y qué importaba lo que fuera!, se trataba de alcanzarle lo más rápido posible, de ganar. El escenario, como de costumbre, era la plaza de la iglesia que, en realidad no era una plaza, o al menos no lo que entendemos habitualmente por plaza como sitio más o menos redondo, más o menos cerrado, más o menos peatonal, no. Ésta era un solar rectangular cuyos lados largos medirían unos trescientos metros por los que discurría el tráfico en una sola dirección. Los lados pequeños del rectángulo andarían aproximadamente sobre los setenta y cinco metros, con la particularidad de que uno de estos lados pequeños se había redondeado con la construcción de la iglesia que daba nombre a la plaza. Una construcción de planta circular, remedando a una plaza de toros, y que evitaba por completo la visibilidad del tráfico. Se da la circunstancia, para más inri, que el sentido del tráfico en la plaza era el contrario a las agujas del reloj. Eso está muy bien cuando transitamos una rotonda, pero no era el caso. En ésta, los sentidos únicos de los lados largos desembocaban en sendas calles de doble sentido siendo, la de la curva de la iglesia, mortal de necesidad, ya que no se veía llegar ni al autobús articulado de la línea dos que tenía la parada en mitad de la curva.

Todo lo que quedaba por dentro del perímetro traficado, y que no era iglesia, era peatonal, era nuestro escenario, nuestro campo de futbol, nuestra pista de atletismo, nuestro velódromo ciclista, y cualquier cosa que se nos pasase por la imaginación. Más de dieciocho mil metros cuadrados a nuestra disposición, bueno, y de las mamás con carritos que se sentaban en los bancos a dar la merienda a sus pequeños, los jubilados con boina que leían el periódico y cualquier otra fauna del barrio que buscase un espacio de ocio y esparcimiento.

Cuando estaba ya a solo quince metros de alcanzar a Javi, éste viró repentinamente a la izquierda, saliéndose del espacio peatonal y cruzando la acera para, finalmente, saltar al carril del tráfico. No nos preocupaban mucho los coches, había pocos y éramos tan jóvenes e ingenuos que confiábamos ciegamente en nuestros reflejos. De todas formas, cuando aún estaba en la acera vio al camión salir de la curva, a cincuenta metros, por detrás de la iglesia; le daba tiempo más que de sobra a cruzar la calle antes que llegase a su altura, no había problema. Yo también lo vi, pero iba quince metros por detrás. Supe desde el primer momento que no me daría tiempo a cruzar; a pesar de ello apreté los dientes y el ritmo de la pedalada; el camión tendría que dar un frenazo o un giro brusco para evitar llevarme por delante; confiaba ciegamente en ello; era lo que pasaba siempre en los tebeos. Pero el conductor debía de ir distraído ya que en ningún momento disminuyó la velocidad, ni cambió el rumbo, ni siquiera accionó la bocina, nada, como si no me viese. Cuando estaba apenas a cinco metros del impacto comencé a verlo todo a cámara lenta, el radiador del camión Ford color rojo acercándose, la cara de asombro que repentinamente se le puso al conductor y, sobre todo, el parachoques y la rueda delantera derecha amenazando con triturarme.

En ese momento grité. No sé qué tipo de grito fue; pudo haber sido un ¡Ahhh!, o quizá un ¡Papáaa! No tengo ni idea; solo recuerdo que el grito salió de algún sitio recóndito, lejano, profundo. Sonó poderoso, urgente, necesitado. Fue lo único que sonó; por un momento el resto de ruidos, tráfico, niños, risas y llantos, todo, absolutamente todo quedó en suspenso, se apagó, se disipó. Lo único que se oyó por todo el barrio fue el grito, mi enorme alarido.

Es extraño, el tiempo, a veces, devuelve los recuerdos más vivos, más limpios y con un lujo de detalles que, pensándolo objetivamente, es imposible que tenga. El caso es que ese momento se me viene a la mente, no ya a cámara lenta como decía antes, sino que esa cámara era de trescientos sesenta grados, de forma que pude capturar en mi memoria todo lo que estaba sucediendo alrededor del inminente percance. Así por ejemplo veo a don Jacinto, el vecino del tercero de mi casa, siempre con su boina, que venía de comprar la barra de pan de la panadería de Aurelio; la sujetaba con el bíceps contra el cuerpo, mientras utilizaba las manos para sacar un par de sus sempiternas juanolas de la caja. Se le cayó todo, el pan, la caja, las juanolas y hasta las gafas; la boina no. Veo también al resto de mis amigos, que estaban sentados justo enfrente, en las escaleras de una entrada lateral de la iglesia que nose abría nada más que el día del Corpus, para la procesión bajo palio alrededor de la plaza. Se levantaron todos de golpe, llevándose las manos a la cabeza, con los ojos desorbitados; solo Manuel, el dueño de la bici que llevaba Javi, permaneció sentado, pero es que tenía una pierna afectada por la polio y llevaba un armazón metálico. Veo a Javi, con la bici de Manuel, unos metros más allá, por la acera del otro lado, la de los depósitos de agua abandonados que ahora es un auditorio, derrapando con la rueda trasera mientras echa el pie derecho al suelo, para apoyar la maniobra.

Pero aún hay más en mi sorprendente memoria, y es que esa cámara de ojo de pez, de trescientos sesenta grados, está montada sobre un dron, que curioso, que se eleva en vertical mientras continúa grabando desde las alturas todo lo que pasa en el resto de la plaza y sus alrededores. Así, mientras mi alarido alcanza proporciones estratosféricas llenando todos los rincones visibles, y no tan visibles, me recreo viendo a través de los cristales de su oficina, en el segundo piso del edificio de la Hidroeléctrica, la cara estupefacta de un señor, supongo que un empleado, que estaba allí haciendo unas fotocopias en la máquina ubicada bajo la ventana; al mismo tiempo, unos pisos más arriba del mismo edificio, vislumbro a otro, algo mayor que el anterior, o con menos pelo, que debe ser un jefe ya que la mitad de la ventana está tapada con unas cortinas oscuras mientras que las de los pisos inferiores solo tienen persianas venecianas. Además está fumándose un puro, característica que suele adornar a los jefes; veo como crispa el gesto frunciendo el ceño y mordiendo con saña el cigarro, previendo el inminente porrazo que, sin duda, sucederá al grito.

Giro la cabeza a la izquierda, o mejor, la cámara del recuerdo, ya que la cabeza mantenía la mirada fija e inequívoca en la rueda delantera derecha del camión, y tropiezo, al fondo de la plaza, con la casa de los millonarios, los mejores pisos del barrio. En el sexto hay una chica joven, vestida con uniforme de empleada doméstica, cofia incluida, limpiando los cristales de la ventana en una posición ciertamente arriesgada, ya que se ve que está subida sobre algún soporte, una silla, o una pequeña escalera de tijera, pero tiene una pierna por fuera de la ventana, apoyada en el alféizar. El alarido la asusta, la desestabiliza y está a punto de ocurrir una auténtica desgracia. Afortunadamente, en el último momento consigue caerse hacia dentro de la habitación, pero el bote de limpiacristales que tenía en la mano se le escapa hacia fuera terminando por estrellarse en la acera, justo al lado del portero de la finca, que estaba barriendo el tramo delante del portal. Sin embargo no oigo el ruido que, seguro, produjo el impacto; la película del recuerdo es silenciosa, bueno precisamente silenciosa no es, pero lo único que se oye es el grito, cómo una música de fondo in crescendo, que se aproxima, lo llena todo, evitando que prospere cualquier otro sonido ajeno.

Continúo girando a la izquierda, ahora estoy viendo los edificios del otro lado de la plaza, el lado largo opuesto a donde está transcurriendo el siniestro. En los bajos hay unos locales comerciales, una tienda de fotografía, una confitería y un comercio de instrumentos musicales. Veo como mi ojo de halcón hace un zum y penetra dentro de la confitería a través del escaparate fijando el objetivo en uno de los hijos del dueño, el mayor, que sale del obrador dela trastienda con una bandeja repleta de milhojas especiales, vestido de blanco inmaculado como procede. Ese pastel es la especialidad de la casa, una auténtica explosión festiva para los amantes del merengue, un mazacote de interminables capas superpuestas de hojaldre, merengue y crema pastelera bañados de azúcar glas; visto desde arriba me da la sensación que el chaval lleva un trozo de nevada sujetándola con ambas manos. Cuando el grito resuena el pastelero se queda clavado en el suelo, sin saber qué pasa, mientras que la fuerza de la inercia hace que la bandeja de milhojas continúe su ruta, escapándose del control de los dedos paralizados del muchacho y estrellándose, sin estrépito, en el suelo de la confitería por donde se esparce rápidamente toda la nevada concentrada en la bandeja.

Se acerca ahora la cámara a los edificios que rodean la circunferencia eclesiástica, justo donde está la frutería, en el medio de una mercería y una farmacia, en la que mi padre y mi tía se afanan entre cebollas, manzanas, fresas de temporada y fréjoles del país. Siempre me llamó la atención lo “del país”; ¿de qué país, papá? Le pregunté la primera vez que se lo oí decir a una clienta. Quiere decir, me explicó sonriendo, si son de aquí, producidos y cosechados en nuestra zona o, si por el contrario, vienen de fuera, de otra parte de España. En aquella época, del extranjero no venía nada, por lo menos nada de fruta ni verdura, faltaría más. En cualquier caso nunca me quedo clara la explicación de mi padre sobre lo “del país”; si otra parte de España no era “del país”, ¿qué era el país?, ¿Asturias? Sin embargo tampoco esa delimitación se ajustaba ya que, en ocasiones había oído algo así como “las fresas que llevé el otro día estaban ácidas, no parecían del país” a lo que mi tía respondía que “es que no las había de Soto de Ribera y esas las trajimos de Vegadeo”; la señora se quedaba tranquila con la explicación y apostillaba “¿ves monina?, ya decía yo que no eran del país”, como si Vegadeo no fuera de Asturias. Entonces el país ¿va desde aquí hasta Soto de Ribera? No lo sé; ya digo que nunca me quedó claro. De todas formas lo “del país” perdió bastante fuelle cuando inauguraron la térmica de Soto de Ribera y todo el valle se llenó de una especie de ceniza que mermó drásticamente la calidad de la producción hortofrutícola.

Cuando llegó el grito, mi padre estaba subido encima del mostrador, intentando colgar un inmenso piño de plátanos en un clavo del techo habilitado al efecto. Antes los plátanos llegaban a las fruterías así, en piños de unos veinticinco o treinta kilos. Mi padre les ponía una cuerda en el tronco, por arriba, y los colgaba del techo, encima del mostrador; así estaban siempre a mano para cortar. Inmediatamente supo, no sé por qué, que el del grito era yo, que no podía ser otro. Quizá es que me había ganado una buena fama de meterme en problemas, pero eso probablemente lo aborde en otra ocasión. O quizá es que su sentido del oído era tan fino que discernía claramente el origen del aullido. Pero tampoco me convence esta explicación porque mi padre siempre padeció bastante de los oídos, algo genético supongo, puesto que tanto mi hijo como yo también sufrimos molestias similares. Espero que esto no llegue a leerlo mi padre porque se siente bastante molesto cuando cualquiera de los hermanos aludimos a que alguna cosa mala que padecemos pueda ser fruto de la herencia genética, “algo bueno habréis heredado también, coño”, suele decir enfurruñado. Más bien me inclino a pensar que fue fruto de ese instinto paternal que nace quién sabe dónde, en las entrañas dicen las madres, y que rara vez se equivoca.

El caso es que salió corriendo, despavorido, no sé si finalmente colgó la ristra de plátanos o no, la cámara del recuerdo no lo dejó registrado, gritando como un poseso “¡es el mío, es el mío!”. Cuando llegó a la escena del “crimen” el grito ya había cesado, los sonidos se iban recuperando poco a poco. Alguien hablaba del escalofriante chirrido de los frenos, o del estruendo del golpe; yo no había oído nada, solo el grito. Mi único recuerdo del trastazo era visual, miré hacia abajo, a los pies, para, en un último esfuerzo, dar una pedalada más y evitar que el parachoques del camión impactara con mi pie derecho. El topetazo se produjo contra la rueda trasera de la bici, aventándome a varios metros de distancia. La gente se arremolinó alrededor con caras de estupor, de susto, de tragedia, de dolor, cada uno la suya. En aquella época yo era bastante vergonzoso y eso de ser el centro de atención, el foco de todas las miradas y comentarios me retraía bastante. Mis dos únicas preocupaciones en aquel momento pasaban por el estado de la bici y, sobre todo, por qué no se enterase mi padre. “Sí se entera mi padre, me mata”, pensaba mientras me levantaba sacudiéndome el polvo del niqui y del pantalón. Justo en ese momento vi como él, mi padre, se acercaba a la carrera; me sorprendió porque mi padre nunca fue de correr, sino más bien de caminar, rápido eso sí, pero correr… Aunque eso lo pensé después, con el tiempo. En aquel momento lo único que se me ocurrió fue abalanzarme hacía la bici para comprobar los daños. Cuando por fin mi padre, con la cara desencajada, se abrió paso hasta llegar a mí, conseguí componer una expresión de serenidad y le dije señalando a la bici:

  • – Tranquilo papá, no te preocupes, solo tiene ocho radios rotos en la rueda de atrás, pero ni siquiera se me descentró el manillar.

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Crítica del jurado

I. Es un relato destacable por su tratamiento temporal: el tiempo literario se desborda sobrepasando al tiempo natural de la historia que se nos cuenta. La eternidad sucede en un instante. Pero además, también hay un fragmento con una curiosa visión panorámica del suceso narrado, y hasta resulta justificable, a pesar de ser un relato en primera persona. Quizás le sobren unas cuantas frases pero la propuesta, por arriesgada, se merece entrar entre los mejores.

II. Muy original este cuento, una idea muy interesante muy bien llevada adelante. El tiempo, ese manejo de los tiempos de la ficción y de la narración resulta muy bien trabajado. El riesgo tiene que tener un premio.

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