¡ Mira la gente !

¡ Mira la gente !

Ivan Werth

11/05/2022

Miró su reloj, luego al horizonte, respiró hondo y la invitó a entrar. Nadie más llegaría.

La puerta sonó insistentemente. Ella supo que era algo importante o tal vez era alguien que se equivocó en el camino.

Él se secó el sudor y con palabras entrecortadas dijo algo de lo que ella esperó por tanto tiempo.

Antes de salir, ella hizo el ritual de costumbre, cambiar las flores secas, por otras nuevas, en el jarrón de la ventana. Él tocó ansioso con sus dedos el reloj.

No alcanzaron a avanzar ni unos metros, cuando ella se detuvo e hizo un gesto de esperar. Él se resignó ¿cómo no hacerlo, si era un día especial para ambos?

Quizá, un presagio de todo, fue aquel sombrero, el que voló en medio de los remolinos habituales, en busca de una nueva dueña, ahí, en medio de la nada. El vestido que guardó durante años relucía,era impecable y sus manos apretaban firmemente la bolsita que fue a buscar.

Él, la miraba de reojo, sin dejar de marcar un paso rápido, que ella apenas pudo seguir. Al llegar, se miraron nerviosos, pero cómplices.

Ella abrió con parsimonia el viejo himnario e imaginó el color original de las teclas, mientras esperaba la señal de él para comenzar a tocar. Todo era como un barco a la deriva entre los rubatos de tormenta del “desarmonio” y las notas de trueno que él luchaba por hacer calzar en una tonalidad que nunca existió, ni existirá.

Los jóvenes se miraron a los ojos espantados por el éxtasis en que estaban inmersos sus anfitriones, quizá en otro momento, habrían soltado una carcajada, pero comprendieron que para ellos, era algo más que solemne. Ambos pensaron lo mismo ¿Será qué acaso estamos dando un paso demasiado precipitado? Nadie nos quiso acompañar, ni nuestros padres, tampoco nuestros amigos, ni siquiera los que nos odian…

Esa idea, les inquietó tanto, que no lograron poner demasiada atención al sermón y al llegar el tiempo del beso, se sintieron cohibidos y temerosos de llegar a ser como aquellos dos extraños testigos de su unión ante Dios.

Al terminar la ceremonia, ella tomó su bolsita y corrió hacia la puerta antes que ellos salieran.

Ambos mirarían al horizonte, pero esta vez él agitó sus brazos y exclamó:

-. ¡Mira la gente! -.

Ella apenas distinguió las siluetas de la pareja y comenzó a recoger afanosamente cada grano de arroz que había quedado en el suelo y le hizo una seña a él, sobre repartir mitad y mitad, a lo que él asintió, para luego quedarse absorto en el ocaso de ese día.

Antes que ella partiera a su pequeña casa, levantó una oración para su protección en el camino. Luego, al despedirse, formalmente, como siempre, le pareció que el rostro de ella resplandecía como no lo había visto nunca y la miró alejarse, jugando con el sombrero como si fuera un abanico, para alejar el calor de la luna de verano.

Durante la noche, él comenzó a zurcir, sus viejos calcetines, y sonrió al pensar que ya había usado tanto hilo, que podría haberse hecho unos calcetines nuevos. Esperaba que por la mañana, una vez más, pudiera apreciar su cara de asombro burlón y los gestos elocuentes para pedir un minuto de silencio por el gran sastre o modisto que ha perdido la humanidad, al ver ese par de remendados…

Se recostó en la cama y algo le rondaba en su cabeza, pero no era la prédica que ya estaba lista después de varias horas de trabajo. Se levantó y lavó su cara ante el espejo , peinó los pocos cabellos que aún le quedaban. Definitivamente no era el calor….Tomó su chaqueta sin botones y cortó unas flores del jardín de la iglesia…pero sólo alcanzó a dar unos pasos cuando la duda y el temor lo hicieron volver a entrar, quizá sea demasiado tarde, es mejor esperar a mañana… no, hay que ir ahora…así estuvo un buen rato discutiendo consigo mismo. La mañana lo encontró en medio de súplicas a Dios, para que le perdonara por haber sido tan ciego y no darse cuenta antes. Le pidió una y otra vez que hiciera que las palabras fluyeran dede su corazón, pues tenía poca experiencia en estas situaciones y las que recordaba, no eran muy alentadoras.

Ese día, la ansiedad se lo comía y sólo la oración calmaba lo borroso que veía todo a su alrededor, era como una resaca de otros tiempos, de aquellos donde no habría entrado en una iglesia, ni para dormir la borrachera. No dejó de palpar su reloj, como si le ayudara a mantenerse lúcido, aunque sólo se atrevió a mirarlo una vez, levantó su vista al horizonte, suspiró profundamente y luego entró…

Abrió el Libro y miró lentamente cada rincón del lugar. Exhortó a cada una de las bancas con denuedo y terminó con un sonoro ¡Amén!, el que retumbó como si miles lo dijeran al mismo tiempo. Bajó del púlpito con una paz que nadie entendería, se sentó en la escala, apoyó su cabeza en el pasamanos y por fin cerró sus ojos con las manos extendidas hacia el cielo, la leve brisa le acompañó hasta que sintió que crecía en intensidad, fue ahí cuando las gotas comenzaron a caer. Al abrir sus ojos, la tierra de sus manos siguió cayendo lentamente y la pala a su lado, fue su única compañera.

Alzó su vista al cielo y preguntó en un susurro desgarrador:

-.¿Por qué me has desamparado?

El tiempo pasó y la gente que llegó a vivir por aquel lugar se admiró.

-.¡ Qué mujer tan especial debe haber sido, no necesita ni un apellido ! -.

La vieja cruz de madera decía:

A mi Eleonora.

No le sería fácil admitir la verdad, que simplemente no pudo acordarse del apellido y que pronto ya no sabría ni su propio nombre, aunque esperaría por misericordia, que su Dios, se lo recordara pronto, muy pronto, a su oído…

Eleanor Rigby Lennon-McCartney. Revólver.

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