Camino al funeral

Camino al funeral

   La ruta a veces, resulta monótona, y los viajes interminables. Pero a pesar de haber recorrido ochocientos cincuenta kilómetros en ómnibus, no me urge la necesidad de llegar a mi parada. Lo cierto es, que me cuesta horrores afrontar los motivos de este viaje que tiene como destino la fatalidad. Esas cosas de las que se ocupan los grandes, si es que despedir a los amigos de la infancia se considere una de ellas.

   Descorro la cortina, y veo la oscuridad tragarse todo a su paso. Ni el resplandor de la luna llena logra atravesar tanta negrura. Debería pausar mi lista de música nostálgica. Aunque ahora lo siento una obligación. Una fuerza invisible que me arrastra a escuchar estas canciones de desamor: que es otra forma de perder a un ser querido. Al final, yo mismo invito a la melancolía a sentarse a mi lado. ¿Por qué haremos eso? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste, cuando estamos tristes?

   Encima hoy el pronóstico anuncia chaparrones y chubascos. Hoy, que ando con la guardia vencida y la angustia atraviesa mi garganta. Es un día espantoso para asistir a un funeral. Y no es que exista un día propicio para los funerales, pero el gris se nos mete bajo las uñas, y causa más dolor.

   Imagino el repiqueteo de las gotas salpicando las ventanas, a Margarita y a sus hijos que no encuentran respuestas por la repentina muerte de su padre, las velas derritiéndose hasta quedar irreconocibles, el murmullo de los silencios, y las flores con ese aroma a pasillos de cementerio. Cada tanto surgirán charlas que nos transportarán a otros lugares, con otras gentes, y al menos por un rato, nos olvidaremos de la presencia de un ataúd y un cuerpo sin alma, ni latidos.

   Me cuesta entender a los que dicen: «No voy a los funerales, porque no me gustan» ¿Y, a quién le gusta ir? Quién disfruta de ver los despojos que sobran al cortarse el hilo de la vida. Quedando piezas de nuestro rompecabezas ligadas por siempre a esa persona, cada vez que la memoria los traiga de vuelta: al desempolvar una foto, o el maldito Facebook nos recuerde la fecha de cumpleaños. A quién le gusta recordar lo frágil que somos. Recordar incluso a nuestros propios muertos, o a personas que queremos y sabemos que eventualmente morirán.

   Odio estos lugares, y más aún, cuando los ataúdes son chicos. Cuando se rompe el orden natural. Qué podes hacer ahí, no existen palabras que expliquen la pérdida de los hijos. Sólo estorbas. Te sentís roto, y queres escapar. Porque esa muerte duele tanto o más, que seguir vivo. 
   Distinto es cuando alguien se muere de viejo. Ahí los funerales son menos dolorosos. Sabemos que pasó, porque estaba dentro de las limitaciones humanas. Y hasta se permiten historias pícaras de algún familiar que tiene pasta para narrar anécdotas.  

   Me muero de hambre. En este ómnibus no te sirven ni una mísera galletita. No espero comida gourmet, pero al menos, nos podrían dar un sándwich de miga.

   Lo interesante de las cocinas en los funerales, es que son una isla apartada de la muerte. Es donde se ponen al día los familiares que no se ven hace tiempo. Donde se come, se bebe, se ríe, se habla de la vida, de cómo crecen los hijos, de los viajes, del trabajo. Donde es posible también, reconstruir lazos que han sido mellados por algún antiguo resquemor. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

   ¿Qué dice ese cartel?… «Rosario ciento veinte kilómetros». No estoy tan lejos.

   Lo positivo, si es que se puede rescatar algo positivo en esto, es que nos volvemos a reencontrar todos: la barra junta de nuevo. Excepto, Carlitos por supuesto, el primero que nos abandona. Y aunque me cuesta asimilar la noticia, una parte de mí ya lo extraña. Y no porque fue un buen tipo, ahora que lo pienso bien, con el resto de las personas era medio jodido; pero era mi amigo, uno de los nuestros. Esas relaciones que se tejen de chicos y se vuelven incondicionales. Por suerte, la muerte te limpia el prontuario, y volvés a ser bueno. El olvido es lo único interesante de morir.

   Y después del funeral, sigue el asado. Qué ganas de prometer estupideces sin sentido cuando nos creemos eternos. Imagino cuando quede el último vivo de los seis, y tenga que prender el fuego y rodearse de sillas vacías. Toda esa soledad amontonada, y atestada de recuerdos de nuestra juventud. Aunque pensándolo bien, no me molestaría ser el último en prender ese fuego.

   Siempre me pasa lo mismo en los viajes, cuando estoy a punto de dormirme llego a mi destino. Se pasó volando este último tramo.

   Me asomo por la ventanilla, y veo a los muchachos. Ahí está Luis con unos cuantos kilos de más… y allá Pancho, pelado, pura frente. Yo, al menos, sólo pinto canas y creo haber envejecido con dignidad. Menos mal que me vinieron a buscar a la terminal, no me agrada llegar solo a los funerales. A esos lugares prefiero entrar acompañado, para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas; pero ante tanta mudez, una oleada de tristeza te envuelve, y un puñado de miradas se te clavan como lanzas. La compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación.

   Por qué el apuro repentino de los pasajeros por descender: se empujan, se golpean con los bolsos al sacarlos del portaequipaje, se miran con desdén. Qué les cuesta esperar cinco minutos más y mantener el orden. Se nota que no deben asistir a ningún funeral. Mejor, espero acá sentado hasta que se libere el pasillo, no creo que los muchachos se molesten por llegar tarde a lo de Carlitos. Si hay algo que tengo presente, es que la muerte, siempre nos espera.

FIN


Música: Ludovico Einaudi

Obra musical: Experience 

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