La inflexión del codo

La inflexión del codo

Fernán Silba

03/04/2018

Capítulo 1: Lo que encandila

Una tenue llovizna cae desde un cielo plomizo bañando la pradera, mientras el viento acaricia los árboles portando en su soplo los lamentos de las tribus del norte. Un asustadizo legionario llama la atención de su emperador, balbuceando y señalando con dedos ansiosos en dirección hacia varias fogatas que se replican hasta perderse en el horizonte. El desasosiego se instala en el corazón de Adriano, si bien la muralla resulta efectiva ante las escaramuzas de los imprevisibles Pictos, sabe que es cuestión de tiempo para que los embates enemigos se profundicen. Al otro lado de la muralla están los bárbaros paganos, los Druidas y toda su parafernalia mágica. Están agazapados en algún punto del bosque, esperando el momento exacto para dar una estocada mortal, transmutando pesados ladrillos en terrones de azúcar que caerán uno tras otro, tras otro, tras otro…

Cuando Sapo se sentó a la mesa y arrebató con sus manos rollizas tres terrones de azúcar de un semicírculo que había dispuesto frente a mí, abrió una brecha en la muralla. Expuesta e indefensa, una pequeña cuchara de plástico, acaso depositaria de mi humanidad y tribulaciones, aguardaba por lo peor. Sapo dio un bocado a una medialuna de dudoso aspecto, y con gesto despreocupado tomó el desprevenido utensilio sumergiéndolo en su café —Tal vez no haya murallas inexpugnables—pienso.

— Que cara de velorio, pibe. ¿Qué te está pasando?

Me acomodo en la silla, bostezo dando una última mirada al reino perdido. ¡Salve, cuchara plástica!

— ¿Dormiste bien, o anduviste de joda?— de un sorbo bestial vacía media taza.

—No, no dormí bien.

— ¿Otra vez la parejita de la habitación de al lado? —la cara de Sapo se ilumina con la inocencia de un niño que está a punto de escuchar un cuento verde, tapando su sonrisa con una mano y dando pequeños golpes contra la mesa.

—Un poco de eso, si, pero no es lo que pensás. Esos dos no pararon de discutir a los gritos en toda la noche. Y también me desvele por laburo.

— ¿Qué trabajo conseguiste?

—Un guion sobre relaciones familiares, es para hacer un cómic para lectores infantiles.

— ¿Relaciones familiares? ¡Facilísimo, hacelo!

—Voy a tratar, veremos que sale. No es un tema que me apasione — cierro mi pequeño cuaderno de apuntes.

—Es laburo. Pan para hoy, mañana vemos.

— ¿Sabés? En lo poco que pude dormir, soñé con mi viejo— Sapo se inclina sobre la mesa disponiendo toda su atención a mis palabras— Un sueño de mierda. Iba manejando por una ruta de noche. A lo lejos, veo la silueta de un árbol grande, y mientras me voy acercando comienzo a distinguir algo que cuelga de una rama, moviéndose lentamente de lado a lado. Cuando ya estoy a pocos metros, me doy cuenta que lo que cuelga es un cuerpo.Es mi viejo.

— ¡A la pelota! —grita Sapo, aprovechando la pausa para tomar otro terrón de azúcar.

—Entonces veo un camión, que se sale del carril y acelera a toda marcha. Mi viejo abre los ojos y empieza a gesticular tratando de decirme algo, pero las luces del camión me encandilan y no lo veo más. Después me desperté, creo que choqué porque desperté en el suelo.

Sapo se rasca la barbilla, con ese aire de quien analiza datos y sabe exactamente que responder.

— Tu viejo era un buen tipo, Isidro.

—Mi vieja no decía lo mismo. Me hubiera gustado conocerlo más.

—Igual, creo que es tema para un psicólogo. El árbol puede ser tu homosexualidad latente, andá a saber —Sapo hace gala de su pericia para descomprimir situaciones incomodas. La manga de su desgastado gamulan, improvisada servilleta, queda impregnada de restos de migajas y café. Me pregunto cómo hace para subsistir una persona como el, un buscavidas sin trabajo ni hogar fijo. Hoy vende bolígrafos y vive en un hotel, mañana vende caramelos en el tren y duerme en un banco de plaza. Pasado, con algo de suerte, quizás gane la lotería y salga de viaje. Sin embargo, se lo ve tan despreocupado y vital que da envidia, tal es el atractivo de lo imprevisible.

—Mirá, pibe, a mí no me gusta vivir a las corridas, ¿entendés? Y trabajar es vivir a las corridas para saciar la sed de otro, ni siquiera la sed propia —Me mira fijo a los ojos, ¿acaso me leyó los pensamientos? Un druida de gamulan, danzando en un cuadrilátero para que la vida no lo cague a trompadas, y perdido en un café de Buenos Aires —

—Mirá a ese tipo, por ejemplo, el que está cruzando la calle ¿lo ves?

A través de los polvorientos ventanales del café, donde aún quedan pegadas publicidades de extintas gaseosas y promociones de mundiales de fútbol perdidos, se puede observar el paisaje urbano. Un anciano avanza con paso cansino, como si el asfalto estuviera deteniendo su andar; el asfalto, un organismo artificial alimentándose de la poca humanidad que queda en su cuerpo deprimido. Sapo lo mira fijamente apuntando con la cuchara de plástico.

— ¿Lo ves? A ese tipo yo lo conozco. Es un miserable, se pasó la vida laburando, pagándole el colegio a su hijo y comprando electrodomésticos. De tanto trabajar se marchitó, perdió a su esposa, y el hijo que ahora es gerente en una multinacional ni siquiera lo viene a visitar. Perdió la chispa, ahora no es padre, ni marido y mucho menos persona. Es una sombra. —Sapo saca unas monedas de su abrigo y las tira sobre la mesa —Yo no leí ningún libro, el único que empecé a leer era “Platero y yo” y se lo tiré al maestro por la cabeza. Pero sé que un hombre debe hacer lo que le venga en gana, debe ser libre y no andar corriendo tras las migas de un pan que se comen otros.

Asiento con la cabeza, mientras la imagen del sueño con mi padre vuelve a asaltarme.

— ¿Quién era Duvalier, el gestor? ¿Lo conociste?

—No, che, no me suena de nada. ¿Duvalier?

—Mi viejo lo mencionó en varias oportunidades, supuestamente frecuentaba este café.

—Ni idea ¿Te vas a llevar esos terrones de azúcar?

—No —Sapo agarra los restos de la improvisada trinchera, se los mete en el bolsillo y se levanta.

—Lo mejor que hiciste es haber dejado ese laburo en la oficina, Isidro. Así que aprovecha a escribir todo lo que te encarguen, no sea cosa que pase como dice Eusebio, que las novelas del futuro la van a escribir unos robots.

—Eusebio está loco, ve robots y conspiraciones en todos lados —Sapo se queda mirando hacia la puerta

—Sí, está medio loco, pero no tanto como para tener razón. ¡Hasta mañana!

Salgo a la calle. Mientras enciendo un cigarrillo, observo la fachada del café Bonanza y caigo en la cuenta de que parece salido de una película de horror de la Hammer. De lúgubre aspecto, con paredes descascaradas que enuncian el implacable paso del tiempo y vidrios empañados de aire viciado. Se me ocurre que Christopher Lee podría haber actuado de mozo, y Oliver Reed podría haber sido un cocinero maniático allí dentro. Habría sido una buena película.

Empiezo a caminar y lo hago por inercia, dando vueltas en mi cabeza a como escribir el guion, al significado del sueño, a entender por que todo se complico de imprevisto. La primavera comienza a dar las primeras caricias a una ciudad que se muestra reacia a recibirlas, y es inevitable recordarte. Tiempo atrás, cuando los primeros calores comenzaban a envolver la ciudad, las librerías de la Avenida Corrientes eran un oasis. Entonces me hablabas de lecturas pasadas, y luego íbamos a un cine de mala muerte donde proyectaban películas en doble programa. Más tarde nos amábamos en un hotel, y el futuro era una utopía a conquistar. Eran otros tiempos, y ya no estás vos, aunque tu perfume imperecedero sigue impregnado en los lugares que recorrimos. Transitar estas calles, después de tanto tiempo, se me antoja masoquista. La primavera, la primavera y su polen, alergias y estornudos, ojos hinchados y comezón. «No seas una sombra, pibe», diría Sapo.

Al asomar a la esquina de la pensión, lo veo al viejo Aquiles sentado en la puerta, leyendo los pronósticos del hipódromo. El viejo me observa llegar de reojo, y comienza a luchar inútilmente contra su humanidad para ponerse de pie y escapar a mis reclamos.

—Buenas tardes, Aquiles. ¿Se acuerda que le pedí cambiar de habitación?

Aquiles sonríe despreocupado, mientras enrolla el periódico para matar una abeja.

—Sí, sí, me acuerdo gaucho. Pero no hay nada.

—Ubíqueme en otro lado, hágame el favor. No se puede dormir ahí — casi que suplico, como un penitente a su santo.

—Lo que pasa es que no hay lugar, esta todo ocupado.

— ¿Y si habla con la pareja, para que no hagan tanto ruido?

Aquiles se levanta de su silla, sosteniéndose sobre un bastón —Mire chango, mientras sigan pagando en término, yo no tengo de qué quejarme. Son buena gente, no sea pesado.

Me encierro en la habitación a escribir, el olor avinagrado del viejo se me hace intolerable. El mes que viene le pago a termino vencido.

Fue no más encender la computadora y acomodar la silla, cuando tres golpes secos retumban en la puerta.

— ¿Qué pasa, Eusebio? ¿Y esa pinta?

Eusebio está vestido con un impecable traje azul y peinado con gomina. Incluso sus anteojos parecen relucir. Susurra entre dientes, inclinándose hacia mí.

—Déjame pasar y te explico.

Entramos, Eusebio cierra con llave y me mira agitado.

—Me estuvieron siguiendo.

— ¿Quiénes?

—Creo que son de algún organismo de gobierno, me preguntaron tres veces si sabía dónde paraba el 53. Saben que ando investigando.

— ¿Que estas investigando que cosa?

Se acerca a escasos centímetros de mi cara.

—El incidente del ovni en Floresta ¡No digas nada! —Eusebio revisa debajo de la pequeña mesa y bajo la cama. Lo observo, y pienso si estará bien no sorprenderme ante conductas de esta naturaleza.

—Tu viejo lo vio. Estaba en la cancha de All Boys, en el ’93, el Beto Pascutti clavo un golazo desde mitad de cancha, pero tu papá se lo perdió porque estaba viendo un plato volador que sobrevolaba la cancha —Abro una lata de cerveza. Si voy a escuchar esta historia, mejor estar a tono.

—Qué raro. Nunca me contó nada de eso. Pero si me hablo del gol del Beto, decía que fue un golazo.

–Claro. Esas cosas no se cuentan, Isidro. Bueno, la cuestión es que el ovni se estrelló en medio de la ciudad y nadie se enteró de nada, salvo yo y unos cuantos más. Por eso me están siguiendo a ver en que ando, y me vestí así para despistar. Parezco un empleado bancario ¿no? —Termino la lata, la aprieto con todas mis fuerzas.

—Eusebio, eso fue hace veinticinco años. Escuchá, ¿me cambiarías tu habitación por un par de días?

—Imposible. Mi habitación está perfectamente aislada. En cambio esta… —Eusebio sale a la carrera, saludando e invitándose a comer a la noche.

Me siento en la mesa y prendo la computadora. Tengo que escribir este guion. “Todas las mañanas, mi padre ingresa a baño y, luego de afeitarse, se convierte en superhéroe”.

En la habitación de al lado comienzan las discusiones. Borro el archivo y apago la computadora.

SINOPSIS:

Isidro es un hombre cercano a los cuarenta años. Divorciado de su mujer y afectado por la situación, vive en la habitación de un inquilinato de Buenos Aires. Con algunos trabajos como guionista sobre su espalda, renuncia a su empleo de administrativo para dedicarse a escribir. Su contacto editorial en Madrid le encarga la realización de un guion acerca de las relaciones familiares, sugiriéndole que se enfoque en la relación padre e hijo. Isidro rememora con un sabor amargo la relación con su padre, fallecido poco tiempo atrás, del cual sospecha que nunca se mostró como era en realidad. Sapo y Eusebio, dos buscavidas amigos de su padre, le relatan historias sobre él y le recuerdan que era un buen hombre. Isidro comienza a obsesionarse con la anécdota que su padre le narrara acerca de cómo fue estafado en el café Bonanza por un supuesto gestor de jubilaciones. Con los tiempos ajustados para hacer la entrega del guion, sufre un dolor en el codo que le impide escribir. Isidro considera al dolor como una afección psicológica ante su imposibilidad de conciliar la imagen de su padre, y cree que la unica forma de subsanarlo es encontrando al gestor. Isidro empieza a darse cuenta de las relaciones que su padre mantenía con prostitutas, traficantes y ladrones de poca monta, armando un rompecabezas de su propia identidad, donde la fachada moral de una familia de clase media se desmorona contra el suelo.

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