Esperaba Juan, sentado en un sillón del salón de su casa, mirando por la ventana que daba al jardín. Miraba la hora en su reloj de muñeca y resoplaba. Luego, miraba la ventana y volvía a resoplar, esta vez pensando en lo fácil que sería entrar a la casa por ahí. Volvió a llamar a Prosegur. Cuánto más iban a demorar, quería saber, y si llegar tarde les parecía bien. Le dijeron que no era normal el retraso y que ya estarían por llegar, pero no le contestaron si les parecía bien. Habrán pensado que era una pregunta retórica. La atención al cliente no es el fuerte en este país. Fue a la cocina y se preparó un té. Volvió a sentarse en el sillón, se quemó la lengua y puteó y luego abandonó el té. Caminó de un lado al otro del salón y después amplió el recorrido. Subió a la segunda planta. Miró en los dos cuartos de arriba. Detuvo otra vez su mirada en las ventanas y se convenció de que la casa estaba regalada. Miró la hora, ya eran veinte minutos los que le habían hecho perder, aunque en realidad no tenía otra cosa que hacer. Bajó y probó otra vez el té que ya estaba bien de temperatura pero le faltaba azúcar. Lo dejó así y se lo tomó sin ganas. Por el ruido de un motor le pareció que llegaba un auto. La calle de su casa no era muy transitada y la probabilidad de que fuese por fin el técnico de la alarma le dio una esperanza que desapareció tan pronto como pudo confirmar que se trataba del auto del vecino de la casa de al lado. Ricardo le caía bien, aunque lo había rechazado cada vez que su vecino había intentado algún acercamiento amistoso. Quizás le caía simpático más que bien. Le daba confianza tenerlo como vecino, pero más allá no pretendía profundizar. Tenía una familia con tres pibes chicos, todos varones, y una esposa que seguramente tenía mucha paciencia. Cuando Juan compró la casa, Ricardo y su mujer ya vivían ahí pero todavía no habían tenido hijos. Creía recordar, mientras lo veía meter el auto en el garaje, que fue después de tener al primero cuando su vecino se compró el chumbo. Vino un domingo a contárselo. Cualquier cosa que te pase, a vos o a tu hija, pegáme el grito. En aquel momento lo estremeció, no que le contara tal cosa, ni tampoco que anduviera con un arma encima y se la mostrara, sino el tufo a alcohol que envolvía el ofrecimiento. Le preguntó si la tenía cargada, a lo que su vecino contestó con una mueca de la cara que era mejor no recordar.

Esta vez consultó al reloj de pared por si el de muñeca estuviese adelantado. La impuntualidad ya era de treinta y cinco minutos. En la calle, pasó por el frente de su casa un grupito de unos cinco o seis muchachos. No tuvo tiempo de contarlos bien pero sí de ver que ninguno llegaba a veinte años. Era media mañana y estaba claro que no iban ni a estudiar ni a trabajar. Un par de ellos iban escrutando las casas a ambos lados de la calle. Cuando apuntaron los ojos a la suya, Juan les mantuvo la mirada a través de la ventana. Estuvieron así unos segundos, quizás apenas uno que a Juan le parecieron diez. Luego el grupito siguió de largo y él se quedó con la duda de si realmente lo habían visto o el reflejo se los había impedido. Pensó en hacerse otro té y en su lugar volvió a llamar a Prosegur.

Del otro lado del teléfono le pidieron que tuviera paciencia, —así le dijeron: tenga paciencia—, con un imperativo que estuvo a punto de hacerle perder toda compostura. A último momento le pareció mejor mantener la calma, no por educación sino para no levantar sospechas; no dar a entender que necesitaba resguardarse con urgencia. Aunque cortó sin despedirse. Después de asegurarse de que no lo escuchaban —puso la oreja en el auricular para comprobar que no había ruido al otro lado— insultó a la nada y tiró el teléfono contra el sillón. Encendió la tele para distraerse. Pasó por varios canales hasta que se detuvo en alguno que daba las noticias pero puso el volumen en silencio y dejó sólo las imágenes. Fantaseó con los días que vendrían a partir de mañana, cuando ya hubiese sacado todos sus ahorros del banco y pudiese ver los reportajes como cosas que les pasan a los otros, por giles. Tenga paciencia, repitió y se rio.

Con la cuchara y la taza vacía del té insulso que se había tomado, empezó a tocar una melodía, más bien un ritmo que rápidamente perdió toda métrica. Después se fue a la cocina a lavar la taza. La cuchara la dejó sucia en la pileta. Regó unas plantas que tenía junto a la otra ventana, la que daba al patio trasero. Miró un rato hacia el fondo de su casa. Los muros que lo separaban a ambos lados de las casas de sus vecinos, tenían pedazos de botellas de vidrio pegadas con las puntas hacia arriba. En comparación con los alambres de púa de la casa de Ricardo, le dio la sensación de estar en desventaja, más vulnerable. Recordó la época en que Viviana quería instalarse en el galponcito del fondo y cómo la convenció de que era una locura vivir ahí. Algo que por otra parte él había hecho en casa de sus padres, y que contaba siempre con todo orgullo. Eran otros tiempos le dijo a su hija para dar por terminada la charla acerca de sus intenciones de independencia. Desde el frente de la casa se escucharon voces festivas.

El mismo grupito de tipos pasó en dirección contraria. Esta vez, Juan estaba seguro de que había uno menos. Aunque no los había contado en la primera ocasión, notó la ausencia de aquel al que le había sostenido la mirada. En el grupo no se notaba ningún desánimo, por lo que Juan descartó con cierto pesar que aquel soldado que faltaba se hubiera perdido en trágicas circunstancias. Uno de ellos llevaba en la mano algo que iba repartiendo a los demás. La euforia de cada uno de los otros cuando recibían aquello que no pudo ver qué era le resultó inquietante. El grupo volvió a desaparecer de su vista. Cuarenta y siete minutos tarde.

En la televisión se mostraba una manifestación. Podía ser en cualquier país, incluso en Europa. No quiso subir el volumen para no confirmarlo y prefirió apagar el aparato. Se puso a ordenar una estantería del salón donde tenía varios adornos. La mayoría se los habían regalado y él los tenía a la vista más por complacer a sus amigos que por gusto propio. Varios de ellos ni recordaba quién los había traído ni mucho menos de qué viaje. Ya casi nadie venía de visita y los pocos que aún lo hacían, era probable que evitara recibirlos en su casa a partir del día siguiente, por lo que se deshizo de todos los adornos. No los tiró, pero los guardó en una buhardilla debajo de la escalera que era lo mismo que perderlos de vista para siempre. Al principio los fue metiendo con cierto orden, pero cuando escuchó una frenada en el frente de la casa, tiró todos los adornos que le faltaban meter y así como cayeron, cerró la puerta y los dejó.

Cuando miró por la ventana, un hombre ya se estaba bajando de una camioneta blanca. En un lateral había un logo de Prosegur y pensó en lo fácil que podía ser pintarle un logo falso a una camioneta cualquiera e ir por las casas haciéndose pasar por personal de tal o cual empresa. El empleado recogía algunas cosas del asiento del acompañante. Luego se dirigió al timbre. Juan salió a recibirlo, atravesó el jardín con paso lento, como para sacar de quicio a quién estaba esperando. Luego le abrió el portón sin decir palabra y fue el empleado quién saludó primero, como si nada hubiese pasado. Hace más de una hora que espero fue la respuesta de Juan al saludo y no recibió disculpa ninguna.

Dentro de la casa, el empleado de Prosegur miraba en todas direcciones y tomaba apuntes en una libreta. Juan lo acompañaba como el aura, e intentaba espiarle los apuntes, pero no lograba entender los garabatos. En algún momento le pareció adivinar el bosquejo de un plano, aunque muy mal dibujado, como si lo hubiera hecho un niño que recién aprendió a usar un lápiz.

—¿Subimos a la segunda planta? —preguntó el empleado.

Juan señaló la escalera y dijo «por acá».

Todas las puertas de las dos habitaciones del piso superior y la del baño estaban cerradas y Juan esperó a que el empleado le pidiera abrirlas para hacerlo, una por una. En los tres casos, después de abrir la puerta, interpuso su cuerpo para obstaculizar la entrada del empleado a las habitaciones, obligándolo a mirar desde el umbral toda la estancia. El empleado no tuvo queja y siguió bosquejando y anotando. Antes de abrir la tercera puerta, el empleado preguntó si ese era un baño. Juan le contestó afirmativamente y se atragantó la pregunta que hubiese querido dar como respuesta que era si lo sabía o lo había adivinado. Luego, cuando le preguntó si el baño tenía ventana le contestó, ahora sí con otra pregunta, ¿eso no lo sabés? El empleado lo quedó mirando en silencio y Juan luego dijo que no, que no tenía ventana.

Bajaron ambos, el empleado delante y Juan detrás, al primer piso. Mirándole la espalda sacó la conclusión de que era un hombre más fuerte y más atlético que él, aunque ya le había visto los ojos y se había convencido de ser más inteligente. Algo en su interior le estaba anunciando una inminente confrontación, advirtiéndole de una posible pelea, quién sabe si sólo dialéctica o llegara a física, y quizás por eso se encontró a sí mismo estudiando a ese empleado al que veía como un adversario. El hombre, que se mostraba ajeno a este clima tenso, aunque seguramente era una máscara de profesionalidad y no una falta total de interpretación de las señales que Juan le estaba dando desde el primer minuto, tenía todas las de ganar en las distancias cortas, y todas las de perder en el largo plazo. Cabía esperar entonces si era un tipo impulsivo, o tenía el temple necesario para mantenerse en su papel de representante de una marca comercial.

—Nuestra recomendación es que instale 4 sensores de movimiento. Uno en la entrada, otro en el salón junto al ventanal, otro en la cocina para cubrir la entrada del fondo y el último en el corredor de la segunda planta para detectar cualquier intrusión por las ventanas de las habitaciones —dijo de pronto el empleado.

Juan asintió sin pestañar y el empleado continuó:

—La central que conecta a todos los sensores la pondríamos oculta tras el armario que está en el salón, cerca de la línea telefónica. Y el teclado… ¿por qué puerta entra con más frecuencia, la del frente o la del fondo?

—No sé si me convence esta empresa de ustedes… Si llegan casi una hora tarde para hacer el presupuesto, no me da confianza el servicio —respondió Juan lamentando que la voz le hubiese temblado un poco en las últimas palabras.

El técnico cerró el bloc donde tenía los apuntes. Se rascó la cara y pareció secarse la boca con la palma de la mano, aunque luego, cuando Juan pudo analizar este gesto, se dio cuenta de que lo que el hombre había hecho instintivamente había sido taparse la boca para no decir lo que le pasaba por la cabeza en ese momento. No era de los impulsivos.

—Disculpe caballero. Tiene usted razón, pero esto me lo podría haber dicho cuando llegué y no después de —miró el reloj— veinte minutos que llevamos aquí trabajando.

—¿A usted qué le importa si entro por la puerta del frente o por la del fondo? Haga de cuenta que entro la mitad de las veces por una y la otra mitad por la otra y ponga el teclado a medio camino.

El técnico movió la cabeza negando y abrió el bloc. Juan dio un pequeño paso hacia atrás.

—Podemos programar el sistema para que le dé un tiempo de 30 segundos desde que usted entra hasta que pueda poner la clave. ¿Cree que es tiempo suficiente? ¿Viven personas mayores en la casa?

—Me parece suficiente.

—Lo llamará el comercial para decirle el presupuesto y acordar una fecha de instalación.

El técnico extendió la mano para despedirse, pero Juan la extendió con la palma hacia arriba y en un plano horizontal diferente, superior a aquel donde quedó flotando la mano del técnico, en clara señal de que no estaba correspondiendo el saludo sino reclamando algo que hizo aún más evidente al doblar los dedos de la mano —exceptuando el pulgar— hacia sí mismo en repetidos movimientos.

—No quiero que ande por ahí el plano de mi casa —dijo, y esta vez la voz le salió firme y grave, como si estuviera dispuesto a dejarse la vida por aquellas hojas de bloc.

Juan se acercó un poco y el técnico pensó que le iba a manotear el bloc de de la mano, por lo que lo ocultó contra su pecho.

—Señor, los necesitamos para poder hacerle un presupuesto.

—Entonces va a ser que no los voy a contratar.

El técnico miró las hojas como intentando memorizarlas y las arrancó una a una muy lento, como si mientras lo hacía estuviera pensando en otra alternativa para no tener que entregar las anotaciones, pero sin ocurrírsele nada. Luego le entregó los bosquejos y sólo atinó a pedirle que los conservara para el momento de la instalación agregando que así le sería más fácil trabajar al compañero que tuviese que venir ese día. Juan le palmeó la espalda y lo empujó suavemente en dirección a la salida. Cuando la camioneta arrancó, Juan memorizó la matrícula, pero luego de unos minutos se convenció de que era un dato inútil y lo olvidó.

SINOPSIS

En muchas ciudades, sin que necesariamente nos haya ocurrido nada, ni siquiera a alguien conocido, la sensación de que podríamos perder en un instante todo lo que materialmente tenemos está en el aire y dedicamos mucho tiempo a combatir esa noción abstracta que es la inseguridad.

Lo que tenemos nunca parece ser del todo nuestro y nos acostumbramos a convivir con la idea de un difuso enemigo siempre al acecho: nos pueden asaltar por la calle, entrar a robar en nuestra casa o el banco, un buen día, se puede quedar con nuestros ahorros. Y para prevenir todo ello no escatimamos en precauciones.

Las preguntas dolorosas que busca responder esta novela son ¿qué vida estamos dejando de vivir por destinar tanto tiempo a cuidar lo poco o mucho que podemos haber acumulado? ¿Quiénes podríamos haber sido de haber utilizado todo ese tiempo y esfuerzo en actividades más satisfactorias?

Juan, sin ser una celebridad, ni una persona rica, ni una figura pública, es un hombre obsesionado con su seguridad. No vive en un barrio peligroso ni lleva una vida diferente de la de cualquier uruguayo de clase media.

Ante el temor del decreto de un corralito financiero, en el año 2002, Juan, que tiene escasos ahorros en el banco (pero son todo lo que tiene) decide retirarlos antes de que se lo impidan y esconderlos en su casa. Para protegerlos, se meterá en una espiral de medidas de seguridad que lo llevan a postergar su vida personal, comprometer su trabajo y todo lo que realmente importa.

La otra cara de la moneda, Mario, es un joven que ha decidido que no va a ser el eslabón débil de esta sociedad violenta. No importa lo que eso suponga y mucho menos importa que su vida esté llena de otras posibilidades.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS