1

Necesito un cigarrillo. Lo necesito para pensar. Mi padre se recorría el pasillo entero, desde su dormitorio al recibidor, con las manos a la espalda, fumando. Yo sabía entonces que algo le rondaba por la cabeza. Ni mi madre se atrevía a decirle nada. Que mi padre paseara parece algo natural; el cerebro se oxigena. Pero fumaba. Otros miran por la ventana; yo necesito un cigarrillo. O sea, que tengo un cerebro adictivo, necesito fumar para poder pensar. Es una simple asociación de ideas; eso es lo que es. Nada más. Me tranquiliza pensar así; prefiero pensar que no soy un adicto. Paseo por el despacho; la biblioteca va de pared a pared y tiene una escalera con cuatro peldaños para alcanzar los volúmenes de la última estantería. Necesito el cigarrillo para enfrentarme al hombre al que estoy esperando. ¿Y la verdad, qué pasa con ella? Si trato de convencerme que no soy un adicto, ¿seré capaz de buscar la verdad? He venido a buscar la verdad. Qué iluso. El cerebro no busca la verdad, quiere tener razón. ¿Qué estoy haciendo aquí entonces? Me llevo la mano al bolsillo, instintivamente. Ahí está el paquete de cigarrillos, junto a la pistola. Al hombre que voy a ver, lo conozco por lo que he leído de él en los periódicos. Nadie sabe que he venido a verle. No puedo esperar que él me ofrezca un cigarrillo; no hay ni un cenicero en la habitación. El despacho es el que le corresponde a un hombre de su posición; incluso las láminas firmadas y numeradas. Me recuerdan a Giorgio de Chirico: figuras geométricas, esculturas griegas y, al fondo, el mar. Encima de la mesa hay un abrecartas, un espadín; parece de plata. «Un adicto, tío, eso es lo que eres, un puto adicto». Eso fue lo que me dijo un compañero de universidad cuando me vio guardar en mi mochila un vaso vacío de cerveza en un bar de Ámsterdam. Creí que nadie me había visto. He hecho lo mismo en Bruselas, y en Berna, y en Praga. Doy la vuelta a la mesa; no hay ninguna fotografía, pero sí una colección de plumas estilográficas. Comencé a fumar a los diecinueve, en tercero de carrera. ¡Hace falta ser gilipollas! La cerveza me gusta. Y robaba vasos. No era igual que pedírselos a la camarera. Tenía que robarlos y que, además, llevaran el logotipo de la marca de cerveza que me había bebido. Las cañas que tomábamos al salir de la facultad eran siempre en vasos pequeños y sosos. Tranquilo, solo soy un fetichista, o un mitómano. Mi primer robo fue un cenicero. Mentira, mentira, mentira. Empecé por sisarle unas monedas a mi madre. Lo del cenicero fue años después; en el Café de la Paix, en París. Tenía dieciocho años. Diré en mi descargo que se lo pedí al camarero. Había pensado la frase durante un buen rato y se la solté de corrido. Me miró con el aire de suficiencia que los franceses miran a los españoles, y me dijo que no, que era para lo clientes. Se me olvidó todo el francés que sabía. No supe que contestarle. «Papá, tenías que haber pensado en francés», me había dicho mi hijo partido de la risa cuando se lo conté. Después de ocho años estudiando francés en el colegio, ni siquiera nos habían enseñado a pedir un café, y mucho menos decirle a un camarero parisino que lo que quieres era solo tener un recuerdo de un café mítico. Paso el dedo entre mi cuello y el de la camisa; de buena gana me quitaba la corbata. ¿Soy un adicto, como me vaticinó aquel amigo, que ahora es abogado? ¿O solo quise vengarme de aquel camarero, al que había llamado educadamente Monsieur? ¿Soy un ladrón en potencia? ¿Soy vengativo? Miro por la ventana al jardín. El tío tiene pasta, eso se nota; cada arriate, cada árbol, están en su sitio. Y eso solo es obra de un jardinero. Los narcisos han comenzado a florecer. Las serigrafías que hay sobre el sofá tampoco son baratas, ni este chalé. Un teléfono suena al otra lado de la puerta; tres timbrazos, y luego un murmullo. En un momento como este, mi padre pasearía; espacio tendría en este despacho, es casi es tan grande como mi casa. Mi padre paseaba cuando reflexionaba o cuando el Real Madrid perdía un partido. En esas ocasiones se acostaba sin cenar. Así es como lo recuerdo ahora, dando vueltas alrededor de mí. Me veo sentado y mi padre me está hablando. Me recuerdo avergonzado, ¿o es así cómo quiero sentirme? «Empiezas robándole a tu madre para comprar un helado, y acabas estafando a tu empresa». La frase me ha perseguido desde que tengo uso de razón, porque cuando me la dijo no creo que hubiera cumplido aún los ocho. Mentira otra vez. Si la hubiera recordado, ni hubiera robado el cenicero ni los vasos; el cenicero no sé donde está, pero vasos tengo más de cincuenta. No sé que es peor, si ser un adicto o un ladrón; o un corrupto. Comienzas a llevarte paquetes de folios de la oficina y acabas engañando en las notas de gastos. ¿Es por lo que dijo mi padre por lo que estoy aquí esta mañana? ¿O estoy por lo que me dijo el cabrón de Morales? Las chicas estaban locas por él. Tocaba la guitarra y cantaba canciones francesas; y escribía versos. Ahora es profesor de literatura. Me ha invitado a la presentación de alguno de sus libros. No he ido a ninguna. «No juzguéis y no seréis juzgados», me dijo, así como el que no quiere la cosa. Tampoco se me ha olvidado la frasecita. Cuando se la escuché, le dije que eso de juzgar era una cuestión de los jueces, que para alguien que no lo sea, eso no tenía ningún sentido. Me miró y no respondió. «Justicia poética», diría quizás ahora, mirándome por encima de sus gafas. ¿He juzgado ya a este hombre al que espero? Solo quiero hacerle una pregunta. Una pregunta de la que depende su futuro. Y el mío.

2

No me tomo un café de la máquina de la comisaría, así me estén interrogando mis propios compañeros, clavándome estacas entre los dedos y las uñas. Vi los cielos abiertos cuando apareció Poveda.

–– Tienes cara de necesitar un café–– le dije sin darle tiempo a que se sentara.

––¿No serás tú el que lo necesita, inspector?

Poveda me llama inspector cuando quiere tocarme las narices.

–– También––confesé.

–– Mi mujer se ha marchado en el primer tren de la mañana.

–– ¿Por fin se ha dado cuenta que la vida contigo es un calvario?

–– Se ha ido a un entierro, inspector Ledesma.

Si Poveda me llama inspector Ledesma es que ha subido un escalón, y de tocarme las narices pasa a tocarme otra parte más noble de mi anatomía. El código de comunicación entre el subinspector Juan Poveda y yo ha ido perfeccionándose con los años. Yo se lo devuelvo adecuadamente.

–– La muerte es una putada––le dije.

–– Ayer murió Adelina; cuidaba a mi mujer cuando era niña.

Sonó su móvil. Cuchicheó en voz baja.

––¿Vas a contarme lo que pasa o tengo que meterte en la sala de interrogatorios? –– le dije cuando colgó.

––Mi suegro dejaba a mi mujer al cuidado de Adelina cuando se iba al trabajo, después de enviudar. Hacía mucho tiempo que Adelina y mi mujer no se veían, aunque a veces hablaban por teléfono. El entierro es esta tarde.

–– ¿Por qué habían dejado de verse?

–– Estaba dedicada a cuidar de su madre. Enfermó de depresión cuando mataron a su hijo. La internaron en un psiquiátrico, y abandonaron el pueblo. La hija no se separó de ella ni un solo día; ni se casó siquiera. Regresaron poco antes de que la pobre mujer muriera, y ella se había recluido en su casa.

–– ¿Has dicho que al hijo lo mataron?

–– Lo apuñalaron en 1969. Y lo que es peor, Andrés, nunca se supo quien lo mató.

Poveda me llama Andrés cuando quiere tocarme la fibra sensible o quiere algo de mi.

–– ¿Y no te pica la curiosidad saber lo que le pasó al hermano?

–– Ahora que lo dices…

–– … ¿Cómo que ahora que lo digo? Lo ves cómo necesitabas un café–– dije, ya camino de la calle.— Y pagas tú.

***

–– No ha sido fácil buscar en los archivos, porque, o nadie se preocupó de archivar, o se ha perdido la mitad del expediente–– me dijo, sentándose delante de mi mesa.

–– Coño, Juan, ¿eso es todo lo que puedes decirme después de tres días?

–– Esto no es una competición, Ledesma. Como si no supieras que no estoy mano sobre mano.

Que Poveda me llamara Ledesma, era ya el sumun. En cualquier momento podía saltarme al cuello.

–– ¿Aún no ha vuelto tu mujer?

Asintió y abrió su cuaderno con resignación.

–– Se llamaba Pedro Loja Marín. Fue sorprendido en el quiosco de periódicos y libros usados que regentaba, en la plaza de Santa Bárbara; o sea, la glorieta de Alonso Martínez. Le asestaron varias puñaladas en el cuello y otra en la espalda. Los compañeros que se desplazaron tras la llamada del socio en el negocio tuvieron que desencajar la puerta.

–– Recuerdo vagamente aquel quiosco. ¿No tenía unos urinarios por la parte de atrás?

–– Con dos empleados al cuidado.

–– ¿Y no vieron ni escucharon nada?

–– Se repartían los turnos. A la mujer que se incorporó por la tarde se lo dijo el de la mañana.

–– ¿ A qué hora llamó el socio a nuestros antiguos compañeros de gris y gorra de plato?

­–– Hacia las tres.

­­­–– ¿Y nadie vio nada de nada? ¿En pleno centro de Madrid?

–– Era noviembre y llovía.

–– O sea, que el que o hizo sabía lo que hacía.

Poveda pasó la página del cuaderno. Continuó:

––El quiosco era un cuchitril de apenas cuatro metros cuadrados. El cadáver estaba atravesado contra la puerta, rodeado de pilas de libros viejos y periódicos.

–– ¿Qué podían robar en un sitio como ese?–– dije.

–– El robo se descartó desde el principio, aunque el cristal a la altura del pomo estaba roto. El hombre tenía aún su reloj y treinta y siete pesetas en el bolsillo. Parece que el negocio no daba para mucho. El muerto se sacaba un sobresueldo trabajando en una academia; daba clases de mecanografía.

–– Cómo todos los españolitos de los cincuenta y sesenta. Un trabajo por la mañana hasta las tres, y otro por la tarde desde las cinco. Eso modificó los horarios de comidas. Antes de la guerra se comía a las una. Y en la guerra, cuando se podía–– apostillé.

–– Las clases de mecanografía que impartía eran nocturnas, inspector. Se pasaba el día en la tienda, incluso comía allí. Vivía solo en una pensión cerca del quiosco.

–– No me cuadra. ¿Un tío que come en el quiosco y tiene un socio? No me jodas. ¿Qué se repartían en la junta de accionistas, las lentejas de la fiambrera? Y de la autopsia, ¿sabemos algo?

–– El cadáver presentaba ligeros rasguños en el dorso de la mano derecha y en los nudillos, como si hubiera querido defenderse. El interior y el suelo del quiosco estaban ensangrentados. El parte facultativo hablaba de ensañamiento.

–– ¿No te huele eso a una venganza?

–– Tiene toda la pinta, Andrés.

–– O un ajuste de cuentas. ¿Pero por qué?

––¿Por qué no se lo preguntas a tu viejo amigo el Comisario Fresneda? Fue él quien llevó la investigación –– me soltó.

––¡Serás cabrón!

El día que conocí a Patricio Fresneda, el Viejo Caimán, estaba yo en mitad del vestíbulo de una comisaría situada en una calle estrecha y empinada del Madrid de los Austrias. Eran las dos y cuarto de la tarde. Vi que un hombre bajito vestido con una trinchera verde oliva, con un sombrero negro en una mano y un paraguas perfectamente enrollado como si fuera un bastón en la otra, se acercaba desde el final del pasillo. Una mezcla de espía de cine en blanco y negro y un caballero inglés. Tanto me impresionó que adopté un aire casi marcial, me estiré y junté los talones, como si fuera a dar un taconazo. «Es pronto aún para retirarte del servicio. Si todos se marchan pronto, la calle se va a quedar abandonada. Te recuerdo que aquí se sale a las tres», me dijo mientras se ponía el sombrero. «Qué casualidad. Esa es la hora a la que comienza mi servicio. Soy el entrante», contesté. Continuó impasible su camino hacia la calle. Al llegar a la puerta, se levantó el cuello de la trinchera y se puso el sombrero, como si fuera Humphrey Bogart en El sueño eterno. Yo era tan novato entonces, que el pantalón del uniforme conservaba aún la raya del pantalón.

SINOPSIS

Las personas son víctimas de sus propios actos. En otras ocasiones, lo son de los actos de los demás.

El inspector Andrés Ledesma volverá a 1969 para averiguar el porqué de la muerte de un quiosquero. Un crimen que aún sigue sin resolverse más de cuarenta años después. En el curso de su investigación se verá inmerso en un mundo que solo conoce por lo que ha leído, por el cine que ha visto o lo que le han contado. Para realizar su tarea tendrá que escarbar en el pasado de la historia española reciente. Desde el nacimiento de la División Azul a principios de los años 40, hasta cómo se realizaba el tráfico de libros clandestinos, censurados por la dictadura franquista. Sin saberlo se meterá en un lío, que le hará revivir sus primeros años como policía y entrar en las instancias más altas de la judicatura.

La búsqueda de la verdad, la justicia y la ética son algunas de las cuestiones por las que transita La cárcel infinita, la primera novela protagonizada por el inspector Andrés Ledesma.

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