Salir de la pecera
—¿Cómo llegué hasta éste punto? ¿Es normal sentirse tan vacío, aun teniéndolo todo? ¿Qué hago? ¿¡Dios, si estás ahí en algún lugar, escuchándome, dime por favor, qué hago?! —Carlota, se repetía estas preguntas una y otra vez, ese día con mayor insistencia.
De pie, en la ducha, las lágrimas se confundían con la suave cascada de agua que caía sobre su cabello. Se abrazó fuertemente así misma, como quien quiere darse fuerzas, sintiéndose frágil entre sus propios brazos, a punto de partirse como un cristal. Algo en su mundo ya estaba roto, no tenía reparación, ¿o sí?
Carlota Williams, la mujer que cuando quería llamar la atención solo le bastaba colocarse sus altos tacones y sumar centímetros a su uno setenta de estatura, combinarse perfectamente su atuendo, dar soltura a su melena, al estilo californiano, y reflejar su propio estilo; una sonrisa y una picardía desbordada en sus grandes y expresivos ojos castaños, la hacía en un segundo, el ser admirada, apreciada, y otras muchas tantas, envidiada y prejuzgada…Una mujer inteligente, intuitiva, emotiva —demasiado sensible para su gusto—, carecía de la habilidad de poder controlar sus emociones, aunque su elegante y firme andar, la hacía lucir —para muchos— como una mujer segura.
De niña, su baja autoestima generó en su mundo, el desarrollo de sentimientos tristes: complejos, desánimo, indecisión, pereza…, sensaciones que con el paso del tiempo creyó superar. Se convirtió en una joven más sociable, sin embargo, a veces mostraba una conducta obsesiva compulsiva —producto de sus inseguridades—, que luego la hacían lamentar por su forma de actuar.
Carlota prestaba mucha atención al juicio negativo de otros, los cuales alteraban su comportamiento; llegó a tomar decisiones que partían de un punto de vista «inadecuado», porque la inseguridad y el temor habitaban en ella. Si bien su cerebro trataba de dar un significado positivo a casi todo, su inseguridad la llevaba hacia lo desfavorable y esto lo vivía como absoluta realidad, sin ser consciente de que sólo era una interpretación de una realidad condicionada.
Antes de cumplir sus cuarenta años, la época de sus carencias materiales había culminado, estaba convencida de que la edad de la sabiduría había tocado su puerta. Propietaria de un pequeño apartamento justo frente al Coffee’s Smell —café emblema de la ciudad—, en la avenida principal de Stanford, donde un estilo de vida agitado enmarcaba su rutina.
Aunque había sido agraciada con una delgadez natural, cumplía religiosamente con un entrenamiento que iniciaba a tempranas horas con una serie de ejercicios aeróbicos. Luego de ellos, tomaba una ducha para refrescar su cuerpo. En bata de baño, se dirigía a su guardarropa, tomaba uno de los uniformes color beige, —su indumentaria habitual—. A medio vestir, intentaba maquillarse, aunque esto no le restaba tiempo, porque mostraba siempre una imagen natural y conservadora.
Ese día inició distinto, Carlota no quiso entrenar, pasó directamente de la cama a la ducha; los pensamientos «torturadores» la invadieron gran parte de la noche, la amplia cama fue demasiado angosta para ella, las dudas y cuestionamientos mermaron su sueño. Cuando se repuso de su llanto, tomó su bata de baño y con toda la parsimonia del que sabe no tiene porqué ir aprisa, salió de la ducha y le plantó cara al espejo, ante el cual expresó:
—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes hoy?… ¿Otra vez te torturarás con las mismas preguntas?
Se vistió con el mismo desánimo, hoy no se gustaba ante el espejo, hoy no quiso usar tacones altos, simplemente se vistió de forma automática; su melena ya no flotaba y jugaba con el viento, hoy iba recogida en una sencilla cola de caballo. Solía salir antes de las 7:00 am., pero esa mañana tuvo que remover algunas cajas, para buscar unos documentos importantes que precisaba presentar en la reunión semanal de su trabajo. Esto agregó un tiempo adicional a su salida. Salió del edificio y entró en su auto, al encenderlo empezó a sonar una música suave de fondo; hoy más que nunca la agradecía.
Mientras aguardaba el calentamiento del motor, marcó el número de la cafetería cercana. Bill, el chico que atendía las llamadas telefónicas, conocía de antemano su orden. Sin dejarla emitir palabra, dio los buenos días y enseguida exclamó:
—Señorita Williams, su orden está servida, cuando guste puede pasar por ella.
—Gracias Bill, hoy me tomaré el tiempo para bajarme unos minutos.
Colgó rápidamente, ajustó el retrovisor y sin medir distancias, pisó lentamente el acelerador. No tomaría su orden para llevar, quería detener el tiempo y tardar lo más posible en llegar a su trabajo. En muy pocos minutos, se encontró sentada en su rincón favorito de la cafetería, degustaba su espumoso moccaccino, mientras —como pudo— detuvo sus pensamientos y solo se dedicó a disfrutar aquel sabor y aroma que la embriagaban.
Pidió otro igual, esta vez para llevar, agradeció a Bill su acostumbrada amabilidad y salió con destino a su oficina. La temperatura durante el mes de julio era seca, caliente. Mientras conducía, sintió que todo era un caos. Al llegar a Brounlan, aparcó, bajó con rapidez y avanzó un poco. De pronto, recordó que había dejado en la parte trasera del auto, los documentos importantes; esto fue suficiente para encender en ella una actitud hostil y de recriminación propia. Se vio envuelta entre la cantidad de personas que ya hacían vida en las calles; quería que todos desaparecieran en ese instante y el mundo fuese solo de ella. Divisó la entrada de la Torre Pearl, cruzó el umbral…
—¡Por fin! —Exclamó en voz baja.
Registró su ingreso a la empresa y con gesto educado, saludó al vigilante y a la recepcionista; aun en sus peores días, esas dos personas siempre recibían de Carlota, la mejor de sus sonrisas. Aguardó su turno de ingreso al ascensor, entró y presionó con insistencia el botón verde del segundo nivel. Allí se encontraban ubicadas las nuevas oficinas de la organización Global Drilling, su lugar de trabajo.
En el momento en que el ascensor abrió sus puertas, gotas de sudor recorrían su espalda. Carlota avanzó con un caminar ligero, por educación —más que por ganas—, se detuvo en medio de la sala de espera, a la entrada de las oficinas principales, donde algunas compañeras charlaban sobre anécdotas del fin de semana.
—¡Buenos días! ¡Con permiso! —Exclamó Carlota, en tono fuerte y autoritario.
Al ver su actitud, las mujeres se hablaron con las miradas y abrieron paso.
Carlota, ignoró sus gestos y caminó hasta llegar a la puerta de su oficina. Sofocada y molesta con su cuerpo, todavía sin refrescar, sintió un choque térmico con relación a los dieciséis grados de la oficina. Tomó la silla y respiró hondo para recuperar el aliento. Extenuada, cerró sus ojos y agitó ligeramente las manos como para abanicarse.
Encendió el ordenador, para continuar los pendientes del viernes anterior, pero su apatía restaba empeño a la disposición de hacer algo. La inacción dio peso a sus manos y comenzó a tomar parte de su pensamiento. Aunque intentaba persuadir el desgano; era inútil, de cualquier modo, estaba absorta en su mundo depresivo. Se encogió de hombros, segura de que ningún esfuerzo evitaría su desgano. En ese instante, solo un pensamiento rondaba en su mente: «¡No encajo en este lugar!»
Luego de permanecer así por un espacio de tiempo que parecía interminable, con un ademán de autorechazo, Carlota, intentó levantarse de la silla, pero no pudo. Esto comenzó a preocuparle, entonces, para salir de ese estado, intentó reinventar cosas, pero no consiguió nada. Era una terrible sensación; la preocupación, es precisamente, la peor forma de actividad mental que hay después del odio, resulta profundamente autodestructiva. Es como malgastar la energía mental.
Carlota, sentada allí en su lugar de trabajo, sitio donde se había sentido tan realizada profesionalmente y por qué no, también había despertado en ella una personalidad diferente, para mejor, sin embargo allí estaba, vacía, rota, como en su ducha. Quizá la soledad había generado un bucle interminable de pensamientos contrarios en ella, tal vez el estrés generó en su mente una pared de tensiones que dio paso a un conjunto de estímulos negativos. Lo cierto es que ella, solo deseaba «respirar», pero el ambiente laboral amenazaba con sofocarla.
Fue un momento decisivo, porque esa misma tarde, pensó en la extraña forma en que esos sentimientos habían cambiado su visión profesional y personal. Nada era como antes. Para Carlota, las risas de sus compañeros sonaban burlonas, ese optimismo con el cual manifestaban su alegría y entusiasmo, era una expresión satisfactoria de sus «victorias», lo cual, de cualquier modo, acrecentaba la tristeza en ella, no por envidia, o por no ser partícipe, sino, simplemente porque estaba perdiendo —ella— su capacidad innata de reinventarse, de motivarse, de crecer, porque si algo le producía terror, era el sentirse «limitada», profesionalmente hablando. Eso producía una fuerte carga emocional en su interior; que amenazaba con superarla.
Esa aflicción había logrado captar su atención. Consumida por tan atosigadores pensamientos, aumentaba la sensación de estar desacoplada y en el lugar equivocado. No encontraba sentido real a lo que hacía, era como ser arrastrada hacia un hoyo oscuro, sin oponer resistencia…, como el pequeño pez que nada en sentido de la corriente, para luego ser colocado dentro de una ínfima pecera, desde donde suspira y vislumbra un océano de oportunidades, fuera de su alcance.
Carlota concibió entonces —lo que muchos afirmaban—, que sus sentimientos habían cambiado, sus emociones pendían sobre una fina cuerda. ¿Desde cuándo habitaban tan inquietantes pensamientos en su mundo? ¿Precisaba de algo que desconocía? ¿Podría restablecerse? Rendirse resultaba atractivo, pero su conciencia gritaba: «¡Requieres de éstos ingresos ahora más que nunca…,no puedes dejar tu empleo!»
Comenzó a indagar, para descartar motivos, a pesar de que horas antes, atribuía su tristeza a las situaciones externas que veía, confirmó que eran otras las razones que la arrastraban a ese mundo de negatividades. No era el espacio físico, tampoco las personas que frecuentaban su oficina, el sueldo estaba acorde con su cargo; todo parecía estar en orden, pero… ¿Qué era? —Se preguntaba una y otra vez.
Entendió que sus pensamientos daban forma a su estado de ánimo y con ello, cambiaba su sentir, deambulaba en su interior. «Eso», además, comprimía y expandía su corazón, con la exigencia de obtener una respuesta. Ese día, al terminar su jornada, Carlota regresó a casa cabizbaja, entró directo al dormitorio y enrolló su cuerpo entero entre sus sábanas, para no dejar escapar nada de él. Casi por inercia, comenzó a sentir nuevamente como la invadía la tristeza y las lágrimas empezaron a brotar.
Algunos días después, Carlota estaba decidida a poner de su parte, a hacer un esfuerzo para cambiar su conducta. Estaba convencida de que su separación matrimonial, había traído consigo, una libertad que ella soñaba y era hora de aprovechar el tiempo que le brindaba esa «libertad». Pensó en dar vuelta a la página, modificar su actitud, elevar la autoestima, ver todo de manera diferente, para afianzar sentimientos positivos. Comenzó a frecuentar la iglesia, asistía a conferencias sobre inteligencia emocional y motivación al logro, paradójicamente, lo que ella creía conocer al dedillo.
Después de permanecer algún tiempo bajo esos esquemas tan beneficiosos, la angustia volvió a apoderarse de ella, pero ahora, accionada por una noticia que esperaba recibir. Esa mañana sonó el teléfono, era la madre de Carlota, quién para ese entonces se encontraba fuera del país. Intercambiaron algunas palabras, mientras la tensión en ambas aumentaba. Ninguna se atrevía a hablar de la verdadera razón de la llamada. Hubo un silencio tenue, hasta que Carlota, rompió el hielo:
—¿Cómo te sientes? —preguntó con inquietud.
—¡Hija, estoy mal, quiero regresar! —respondió Amelia, dando a sus palabras un tono grave. Sonaba algo preocupada por su larga estadía en España.
Luego de una pausa, continuó:
—¡Tu hermana ya está bien, solo queda el control médico! … ¡Gracias a Dios, ya pasó lo peor!
Mientras Amelia decía esto, Carlota, trataba de mantener la calma, para no dar indicios de preocupación.
Entonces dijo con serenidad:
—¡Tranquila mamá! Si has de venirte a finales de mes, no hay problema, no demores más tu regreso, iré a España a relevarte, porque, aunque Claudia ya no esté en tratamiento, necesita apoyo y compañía, tu hiciste tu parte, también necesitas un descanso, no debes excederte.
Fue así como Carlota inició su itinerario de viaje, antes de emprender esa aventura, la duda invadió su pensamiento. Claro que llevaba tiempo con ganas de viajar por el cúmulo de vacaciones vencidas que había dejado de disfrutar, pero eso era distinto, no sería un viaje de placer, sino uno «definitivo». No era fácil desprenderse de diez años de servicios en una empresa, donde, a pesar de todo, gran parte de su vida estuvo invertida, momentos y experiencias irrepetibles quedarían en el pasado.
Al regresar del trabajo, Carlota sintió melancolía, lo que la llevó a reconstruir recuerdos en pocos minutos, provocando un estallido en su interior, comprendió que esa sensación que comprimía y expandía su corazón cuando experimentaba la angustia de abandonar algo, no era otra cosa, más que la bien llamada «nostalgia», que sintió como nunca y la llevó a sollozar, hasta quedarse dormida.
La mañana siguiente, en su oficina, se detuvo largo rato a contemplar su entorno, era como si una película se rebobinara por escenas dentro de su mente. Observó el mobiliario, adornos que estaban sobre el escritorio, vio pasar a cada compañero, estaba segura de que extrañaría cada detalle, a cada persona, cada gesto… Apreció lo vivido como un regalo del cielo, porque aún, de las situaciones adversas, Dios manifiesta su majestuosidad.
En un momento de absoluta serenidad, escuchó su corazón latir con fuerza. Se preguntó: «¿Carlota, podrás vivir sin esto?», pese a la aflicción, la respuesta fue definitiva: «¡Si!»
Esa experiencia impulsó su voluntad, porque para poder avanzar es necesario soltar el pasado. De nuevo y con más seguridad, reafirmó: «¡No encajo en este lugar!» «¡No hay anclas que puedan retenerme!» Hurgó de nuevo su mente y corazón, preguntó a su conciencia: «¿Es esto lo que quieres?» La respuesta seguía clara y transparente: «¡No, este no es mi lugar!»
Carlota hizo acopio de sus fuerzas y tomó la firme decisión, debía extender sus alas… «¡Es ahora, o nunca!» —Se dijo. La adrenalina recorrió su cuerpo, el pensamiento de ayudar a su hermana se hacía sentir con intensidad. Enfrentaría un nuevo horizonte, una nueva oportunidad de vida, sin marcha atrás. No obstante, esa mezcla de sensaciones, sirvieron para que Carlota determinara que el Linfoma Hodkings de Claudia, no era la única razón que la llevaba a tomar esa decisión; también el firme deseo de cerrar ciclos, divisar nuevos horizontes y alcanzar ideales, la motivaban.
Hay quienes piensan que la razón de la conducta saltarina de algunos peces fuera de su acuario tiene que ver con su estado anímico, los ictiólogos saben que esto obedece a un ademán que realizan de forma brusca para eliminar parásitos que crecen en la superficie de su piel y, en otros casos, la causa se debe a luchas territoriales. Carlota Williams, aunque no era un pez, comenzó a mirar desde su pequeño mundo, el océano de oportunidades que se abría a su paso y, aunque se dejó llevar por la corriente, dibujó en su mente un porvenir incierto y con gran impulso, dio un salto hacia una nueva vida.
La mañana siguiente, a primera hora del día, Carlota presentó su renuncia ante su Jefe inmediato. Después de todo, fue sencillo abandonar aquel lugar, pues ahora tenía en sus manos, no solo una justificación real, sino, una puerta de entrada a un mundo distinto. Claro que, existían otras razones que daban también fuerza a su decisión, pero quedaron sellados en un pequeño baúl de recuerdos, de su mundo interior.
El siguiente paso fue desprenderse de sus bienes materiales. Realizó la venta de la mayor parte de ellos. El apartamento lo rentó a una amiga de la infancia. Consciente de su realidad, como nunca antes, Carlota sintió bocanadas de aire nuevo, abrigaba la esperanza de encontrar un mundo mejor, tener otras alternativas, recuperar su sonrisa, seguridad…, solo aguardaba la fecha de salida de su vuelo.
El veintiocho de julio de ese mismo año, Carlota Williams, tomó sus maletas, se detuvo unos minutos en la entrada de su residencia y recorrió con la mirada el espacio vacío que en instantes dejaría. Bebió su último café en el Coffee’s Smell grabó en su mente cada detalle de aquel lugar. No hubo apegos, pero sintió tristeza, en medio de la soledad el silencio lloró su partida. No estaba segura qué esperar en nuevas tierras, aun así decidió partir, sin imaginar todo lo que tendría que vivir.
SINOPSIS
La vida es un viaje, y para llevarlo a cabo no es indispensable tener medios de transporte para tomar una dirección exacta o llegar a algún lugar, solo un corazón dispuesto, una determinación firme y una mente abierta llevan al cuerpo y a la mente hacia donde deseen ir. Hay quienes preparan su mochila, vacían sus emociones y agregan sentimientos nuevos al aventurarse. Otros, dejan de disfrutar su viaje, por la carga que introducen en ella antes de partir.
Carlota Williams, se planteó un nuevo punto de partida, se dio una nueva oportunidad de vivir, salir de la pecera y romper los esquemas que la tenían «presa» y sumida en un profundo desconcierto. La tristeza arropaba su alma, unida a las cargas emocionales, sin embargo, el temor a romper los esquemas no le permitían accionar para salir de esa situación…
La vida se encargó de decidir y actuar por ella. El cáncer de su hermana, esa terrible enfermedad y situación familiar, le estaba dando la oportunidad de dar el paso tan temido, actuaba por ella y la hacía dejar su vida atrás y empezar una nueva, dando apoyo a su familia, en otro país, sin expectativas, tendría que empezar desde cero, abandonar su carrera profesional de diez años, sin saber qué le esperaba al otro lado del atlántico.
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