El Cuento de la Emprendedora

El Cuento de la Emprendedora

EL CUENTO DE LA EMPRENDEDORA

Mira lo que me hiciste hacer – Taylor Swift

1

Cuentan que en algún lugar del corazón de África las mujeres se han vuelto locas de nuevo.

Te ves convertido en un gusano, colándote bajo sus faldas, reptando hasta ensortijarte en su tobillo, la única parte de su cuerpo que has visto desde tu primera cita. El calor de sus velludas pantorrillas te endereza, dificultándote el ascenso hacia la espesa mata de oscuridad que te espera en lo más alto, y las airadas palabras del predicador retumban en la inmensa catedral de la entrepierna.

—¡Locas, como cuando nadie les ponía límites, como cuando se dejaban llevar por la promiscuidad, sin pensar en las consecuencias, sin pensar en los niños!

El camastro ya crujía con el bombeo de mi mano.

De nuevo se entregaban al pecado de soberbia, celebrando sangrientas orgias dónde los fetos nonatos eran arrancados del vientre de sus degeneradas madres y devorados en honor del Anticristo. Lo llamaban soberbia, y no cosas peores, porque ese fue su verdadero pecado. Se dijeron dueñas de sus cuerpos, y que eso les daba poder para decidir sobre la vida y la muerte, algo que solo debe estar en manos de Dios.

El capuchón se me bajó de golpe. Contrariado, me esforcé en subir la piel de nuevo. Necesitas lubricar las rugosas yemas de tus dedos, y así engañar al gusano, hacer que continúe su ascenso entre las secoyas, superando el nudo de la rodilla, de Dayana, rozando ya, la suavidad, del tronco.

El predicador se abre paso, rojo de ira tras sus barbas.

—¡Con sus cuellos e impúdicos pechos todavía cubiertos por la sangre de sus crímenes, se alzaron sobre los altares, creyéndose diosas, aliadas del mismísimo Lucifer! ¡Despertaron la cólera del único Dios, que desató el apocalipsis sobre nuestras míseras cabezas!

Los hombres, simios irresponsables y pecadores, sí, fuimos castigados por permitir que semejante horror llegase a suceder. Te lo susurran las beatas en los bancos de atrás, los chicos musulmanes en los recreativos, el rabino leyendo la Tora, los muslos de Dayana animando la escalada de tu insecto palo, que ya alcanza la frondosa copa. Entonces ella cierra sus carnes, envolviendo todo tu cuerpo en oleadas de calor, tragándote.

El chirrido de los muelles alcanzó la cadencia de no retorno, y mordí la almohada para apagar cualquier gemido delator. Entonces oyes un chasquido entre las literas, y recuerdas que yaces destapado. Horrorizado, temí haber despertado a alguno de mis compadres, o que fuese el sargento de ronda, con su linterna. Me cubrí como pude, pataleando con los pies para subir la manta, mientras agarraba la cabeza de la serpiente, aun convertida en la vara de Moisés ante el faraón. Apretar hasta hacerme daño no impidió que lo inevitable reventase en mi puño. La serpiente se debatió hasta soltar todo el veneno, y quedó fláccida, reducida a mísero gusano de nuevo.

Esperas quieto, recuperando los sentidos, el control sobre tus articulaciones. El espasmo de la carne es más fuerte que tú, y sientes que, por un instante, te has desvanecido entre las ramas.

Mujeres locas destruyendo el mundo… Es lo que siempre has escuchado desde niña: pagan justos por pecadoras, es lo que te hace sentirte culpable.

—Qué asco, por Dios —murmuré.

—¡Cerdo! —Chilló la tía de Dayana, por encima del cuello abotonado de su vestido.

—Al paredón —Me sentenció el señor Santino, presidiendo un consejo de administración. Las siluetas de los ejecutivos de la Compañía me miraron, sombrías, mientras mi figurita corría sobre la mesa.

Así que nosotros, los hombres, pobres desgraciados, permitimos a las mujeres provocar el Armagedón, besar el culo del demonio, y jugar a ser Dios… Sabes qué todo eso no pueden ser más que embustes e historias exageradas. Los mapas aún pintan a los EE.UU. como una burbuja civilizada entre vacíos por re-explorar, señalando con monstruos deformes las regiones donde el Mal es fuerte, y eso excita la imaginación.

Vulcanismo desatado, mares de ceniza, océanos muertos, llanos estériles, tormentas acidas, cráteres en lugar de ciudades, Europa convertida en un páramo de ruinas habitado por un puñado de Neo Tribus salvajes, un nuevo continente creciendo como una costra infecta… ¿Qué te voy a contar? La tierra habitable es un milagro rodeado de sombras, pero, querida, el triste estado del mundo en que nos ha tocado vivir se debe a mil razones antes que a la improbable segunda venida de Cristo, por más que el calendario de tu biblia Adventista post-APOC insista en que corre el año 188 del Milenio de Dios. El fin de los tiempos no lo trajo el Anticristo, ni los súcubos de los comic de mi infancia. Todo eso son cuentos, embustes…

Sin embargo, pese a la recuperada moda del racionalismo dieciochesco, son embustes que no puedes dejar de escuchar, que sabes que no pueden ser ciertos, hasta que empiezan a enloquecerte.

Por eso, querida esposa, no puedo volver a casa, y doy gracias porque no hayamos tenido hijos. Puedes declararme desaparecido si quieres: aquel hombre con el que te casaste ha dejado de existir.

Espero que la cruda franqueza sobre mi persona, y todo lo que pienso contarte, te haga más fácil olvidarme, y te sirva para convencer a otro marido de que no fuiste repudiada. Eres la esposa perfecta: aun joven, fértil y agraciada, con las cualidades precisas. Estoy convencido que no tardaran en proponerte matrimonio de nuevo. Encontraras a alguien, sí, alguien que te alivie el espanto que vas a descubrir. Debes ser feliz, mientras puedas.

***

Dayana tenía muy claro qué esos cuentos de horror le venían muy bien a las políticas de Naciones Unidas para recuperar la población del mundo.

—Es una excusa para mantener a las mujeres atadas a la pata de la cama criando como conejas para espiar sus culpas —decía, sacándose el cigarrito de la boca, y mirando atrás de reojo, por si volvía nuestra carabina. Se ajustó las gafas de sol con un dedo, doblando la boca sarcástica—. La manzana de Eva sonaba demasiado abstracto para que la gente se lo tragase, hacía falta modernizar el mito: ingenieras informáticas tomando el control de los misiles nucleares gracias la ineptitud del presidente de Estados Unidos, y matando a ocho mil millones de personas en el proceso… Suena mucho más contundente. ¿A que sí?

Yo me reía y la llamaba comunista. Dayana respondía sonriéndo bajo su poblada ceja, fingiendo un ofendido mohín, antes de responder con alguna hiriente ironía sobre su señor padre. Puede que su situación económico-política la indujera a mirar con simpatía el racionalismo caribeño, tal como ella misma lo llamaba, pero el brillo de sus ojos oscuros no podía disimular el insano deseo de saber si aquellas historias sobre locas perversas eran ciertas.

Sion, capital espiritual de los EE.UU. reconstruidos de norte américa, estaba muy lejos del corazón de África, y también de nuestras tristes posibilidades económicas. Ningún hombre civilizado había remontado el Nilo desde el año 0, pero, tal como me explicaba Dayana, los viajes morbosos siempre han sido algo muy femenino.

—Al menos desde la época en que el patriarcado obligaba a las niñas a trasladarse con su dote y muñecas a la casa del viejo con el que su familia las había casado… No, espera, soldadito, esa es otra de esas bellas costumbres recuperadas por el bien de la humanidad.

Me soltaba semejantes perlas a medio paseo en una tarde soleada, así que no me quedaba otra que replicar, ronroneando.

—Comunista.

—Hipócrita —me sentenció, tras una breve calada, y pisó el cigarrito con su botín.

—Roja de colegio de monjas.

—Hombrecito —me definió, y se dobló en una carcajada.

—¿Sabes que esa curiosidad tuya es lo que llevó a las mujeres a la soberbia?

—¿Ah, sí? ¿No te gustaría que me volviera loca y me arrancase este acorazado que llevo encima?

La imagen de su carne canela brotando entre el metal desgarrado por sus fuertes brazos me dejo mudo.

La mire en toda su altura. Lo cierto es que las sólidas faldas del vestido, su complexión, y la forma de ponerse el sombrero entre las ondas oscuras del peinado, le daban un aire a buque de guerra.

La había conocido en misa, pero sus contradicciones político religiosas no podían importarme menos. Lo único que me importaba en ese instante de nuestra relación era su cuello desnudo, palpitando cerca, y sus impúdicos pechos, luchando por abrirse paso bajo el armazón del corpiño, decorado con el logo de Radio Atávica, y dos versos de una antigua canción. “Los dulces sueños están hechos de esto. ¿Quién soy yo para discutirlo?”

Cuando alcanzamos el umbráculo se sacó con soltura las finas gafas de sol, posó sus ojos sobre mí, y enseguida noté una erección. En estos tiempos todo resulta fuera de época, pero hay cosas que nunca pasaran de moda, como la obsesión de un chico sano de veinte años por el sexo. Soñar cómo de oscuros serían sus pezones mientras oía alguna disertación suya sobre las bondades del traer el feminismo caribeño a Estados Unidos, o algo así, era lo que mantenía vivo nuestro frágil proyecto de compromiso.

Paseábamos por los polvorientos jardines del Arca de la Alianza. Dejamos atrás los graderíos del auditorio al aire libre y doblamos la esquina del perímetro ocupado por la sede de Naciones Unidas. Frente al Templo había una reproducción del arca en mármol, cubierta por dos ángeles protectores de acero. Custodiaban los trece mandamientos de la Nueva Ley de Dios.

—El patriarcado triunfante, soldadito… —murmuró, como temiendo ser oída, y aceleró el paso, hasta internarnos en la sombría arboleda.

Incluso sin saber lo que me esperaba, un hombre sensato la habría dejado por imposible el primer día, nada más oír de sus labios la palabra “feminismo”, y más teniendo en cuenta mi mísera posición social, y todas las barreras que se interponían entre nosotros.

Dayana superó un murete de un saltito, escuché el estertor risueño de su respiración muy cerca.

Ladeé el paso, para hacer sitio en mis pantalones, cuidando que no advirtiera la razón del gesto, con una punzada de remordimiento. Oh, Dios, es terrible ser joven: no podía pensar en otra cosa, y en lo mucho que se ofendería si supiera que me importaba más verla desnuda que todas sus ideas juntas.

Llegando a la salida me sentí mareado, y oí gritos.

A cierta distancia, en mitad la larga acera a la que daba la puerta principal, se removía en espasmos una mujer loca. Chillaba aferrada a las verjas del bonito parque infantil. Dentro las madres jugaban alegres con sus hijos, ignorando sus avisos entre risas distraídas. Fruncí el ceño. ¿Desde cuándo había un parque infantil en esa esquina? ¿Allí no debería estar el Café del Salón de Juegos? Los ecos de las maquinas árcade retumbaron en el aire.

Fingiendo pasear distraída, Dayana se apretó lo bastante contra mí como para hacerme oler su aliento, y palpar el rubor de sus mejillas al hacerme una insoportable caída de ojos a un palmo de la cara. Sentí como me frotaba sus faldas guarnicionadas con crinolinas a un palmo de la ingle. El carraspeo de viejo fumador de la carabina la obligó a apartarse, pero el ansia en sus labios dejaba todo claro entre nosotros.

Ella lo deseaba.

Su mejor ironía era que mi falta de respeto, era lo que más la respetaba.

—¿Estás seguro, hombrecito? —retumbó su voz. Me encogí hasta el abismo de los insectos, mientras su inmenso cuerpo desnudo se elevaba sobre mi pobre persona, rematado en un sol de cabellos negros. Mi ropa no estaba, solo mi escandalosa erección— ¡Lo sabía, es que lo sabía! —Atronó— ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡No soy tu objeto maternal!

Quise gritar que no era verdad, pero la voz no salía de mi cuerpo de madera.

— ¡Tú me violaste! —Rugió Dayana.

Aullé con todas mis fuerzas: no, no era verdad…

—¡No es verdad! —Mi garganta se rasgó como una cerilla al prenderse.

—¡Eso lo dicen todos! —me sentenció retumbante.

Los hongos atómicos se alzaron cegadores, carbonizando los jardines, los edificios de Naciones Unidas, el Arca en su Templo, vaporizando los cuerpos de madres y niños, reduciendo a la loca a un esqueleto desencajado aullando de horror. Las copas de las secoyas estallaron en explosiones de NAPALM, mi cabeza entró en ignición. Caí abrasado, convertido en un ascua más del infierno.

Mientras, por encima del mar de hojas, el fuego nuclear desatado por las mujeres reducía el planeta a cenizas.

—Yo soy Dayana, la destructora de mundos, y tú… ¡Tú, eres, un…!

Los toboganes y columpios ardían entre las llamas del Juicio Final. La onda expansiva los arrancó de sus tornillos, lanzándolos dentro del vagón, desvaneciéndose.

“¡Eres, un, un…!” Policía Anti Vicio de la ACDC, la viejo-nueva versión la antigua de DEA, qué se despierta mojado en su departamento del Expreso Inter Americano, soñando contigo…

Parpadeé, reubicándome. Mi petate seguía sobre las barras de aluminio, ya habían pasado doscientos años desde el Juicio Final, y viajaba rodeado de asientos vacíos. A mi lado, en la bolsa abierta, seguían mis ovillos de lana y agujas de tricotar. Dejar un espacio de seguridad alrededor de semejantes rarezas es una reacción natural entre la gente…

Sinopsis

El Soldadito regresa a San Francisco donde el padre de Dayana le encarga encontrar a su hija desaparecida. Allí recuerda su fracasado noviazgo en Sion, cuando Dayana vivía sometida a su padre, que la encerró en un psiquiátrico de niña. Se reencontraron años después, cuando ella se escapó de casa para cumplir todos sus sueños: ser emprendedora, revolucionaria re-feminista, exploradora de desiertos mutantes, buscadora de Neo Tribus de mujeres locas y viajera espacial. Siendo ya agente de la ACDC no tardó en descubrir que era adicta a la cocaína. Su padre asegura que en realidad la internó por psicótica megalómana suicida.

El Soldadito sigue su pista de fracasos y desengaños de Dayana, su único logro fue encontrar la Neo Tribu de «mujeres locas» que soñaba encontrar, conocida como La Red. Con sus exploradoras viajó hasta el nuevo continente de Mu, dónde su ejemplo la convenció de que la voluntad de una mujer lo puede todo, creyéndose la versión femenina del superhombre de Nietzsche. Al volver es prostituida por el narco para pagar sus deudas. Sin embargo consigue reunir su grupito salvaje de amigas, se libera, tomando el poder organizando una matanza entre las ruinas de Cabo Cañaveral y huye a Europa con ayuda de La Red, seguida de cerca por el Soldadito…

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