La fotografía, como ves, no es de gran calidad; pero los rostros son perfectamente identificables.

El que está sentado a mi derecha es Agustin de Foxá. No estaba entrado en carnes todavía; pero tenía cara de estarlo en breve. Por aquel entonces ya sonreía con la sonrisa de los hombres satisfechos. Era un tipo de apariencia retozona, acolchado en el exterior y duro e inflexible en su esencia más íntima. Algodón envolviendo una piedra. No era nada aconsejable darle una patada.

El siguiente es Jacinto Miquelarena. Jacinto era un hombre-toro, una mole de virilidad y potencia, un machote (mal) embutido en cheviot. Era grande y bastante torpe de movimientos, como si el corpachón que calzaba le viniese grande a los gestos, que tendían a ser relamidos o… que hubieran querido serlo.. Tenía cara de boxeador retirado a tiempo. La mirada, como ves, era limpia, con un trasfondo de difusa melancolía.

También Mourlane Michelena, éste de aquí, era grande; pero sabía articular mucho mejor los movimientos, a los que sabía conferir la elegancia y la pompa de un vate palaciego.

A su lado, Eugenio Montes. Todo lo contrario: insípido, gris, neutro, liviano, «el hombre sin atributos», le llamaba don Ernesto. No producía emociones, y lo más probable es que él no las tuviera y se limitara a interpretarlas, aunque siempre con escasa verosimilitud. Eso se veía muy bien en sus escritos militantes: una beligerancia de pega, un pretendido ardor que se diluía en adjetivos tan altisonantes como hueros. Su entusiasmo carecía de esqueleto; pero, eso sí, había mucho estruendo, mucho resplandor en sus textos.

Éste es Dionisio Ridruejo. Era un chaval delgado, tímido, con pinta de estudiante aplicado y cumplidor. Asistía a las tertulias en calidad de oyente, y su actitud era esa, la de un pasante de notaría, sumiso y mandadero, que anota cada frase que va oyendo a sus superiores para analizarla y madurarla a solas, en su casa. Tenía cara de buena persona, ojos inteligentes y asustados, y en la boca una sonrisa presta a ofrecerse a quien la pidiera. Toma, es tuya.

El que está a mi izquierda es José María Alfaro. Ahí lo tienes, con la prepotencia algo dubitativa de los que todavía no están muy seguros de sí mismos. Tenía unos treinta años por entonces, pero parecía viejo, o puede que quisiera ser ya el viejo que iba a ser, el que esperaba ser, solemne y patriarcal, moralmente robusto, intelectualmente insuperable. Así se conducía en las tertulias, con pose senatorial y reconcentrada.

Y por último, y de pie, Rafael Sánchez Mazas. El más denostado de todos y el más culto, el mejor prosista con mucho y, sin duda, el más inteligente. Él y Dionisio eran los únicos que me prestaban atención y me trataban con deferencia; aunque tampoco en exceso. Rafael, como puedes ver, tenía cara de pájaro, de halcón a punto de lanzarse hacia su presa. Pero era pura apariencia. Era tan cobarde como bondadoso. Jamás haría daño a nadie, de la misma forma que huiría despavorido al menor indicio de que alguien se lo fuera a hacer a él. Los hechos posteriores corroboraron punto por punto lo que digo.

La foto está tomada en la Ballena Alegre por Luis Antonio Mendiluce, el fotógrafo preferido del Jefe. Nos la hizo una media hora antes de que asistiéramos a la…. ¿he de llamarla Epifanía?

Debo aclarar antes de nada que La Ballena Alegre era una cripta oscura y elegante en la que no tenían cabida las mujeres. Así como en las tertulias del piso de arriba no era extraño encontrarse con alguna chica (por lo general desgreñada y de aspecto más o menos masculino) tomándose un Cinzano con sifón o un té con leche, en cuanto uno bajaba los once escalones que conducían a la cueva donde nos reuníamos nosotros, la probabilidad de encontrarse con un espécimen del género femenino era sencillamente nula. La Ballena Alegre era un androceo blindado a sus incursiones, un templo de la virilidad que, a la manera de los fumaderos musulmanes, resultaba infranqueable para el elemento mujeril.

Por eso, cuando aquella tarde la vimos aparecer, nos quedamos mudos, petrificados, incapaces de ponerle un gesto digno al desconcierto o una postura distinguida a la sorpresa, y mucho menos una palabra a la incredulidad.

Primero había sido el ruido, el toc-toc-toc de unos tacones percutiendo sobre la madera de los escalones. Ese sonido perfectamente puntuado era un heraldo inequívoco de lo que se avecinaba. Fue muy curioso advertir como el silencio se iba materializando entre nosotros a medida que el toc-toc se hacía más cercano. Era como el bastón del maestresala golpeando el suelo ante la llegada inminente del monarca; sólo que en este caso era la propia reina quien anunciaba su llegada.

Se quedó plantada a pocos centímetros del último peldaño, envuelta en el claroscuro de la sala, dibujando una sonrisa que fluctuaba entre la altanería y el desenfado. Su figura era majestuosa; pero sus facciones mostraban un trasfondo de…, no sé, ¿picardía infantil? No encuentro los términos adecuados.

En cualquier caso y por encima de cualquier otra consideración, era deslumbrante. Y más en medio de ese silencio de tumba que ella misma, quizá sin proponérselo, había creado. Fueron unos segundos interminables, o al menos así es como yo los recuerdo.

Los ocho nos habíamos quedado mirándola y ella, cómo no, era muy consciente de la admiración que despertaba. Se llevó la mano a la boca, y pude ver, por entre el humo enroscado, primero una boquilla de carey y luego unos delicadísimos dedos, dedos largos y blancos, exquisitos, dedos de princesa escandinava en los que relucía una esmeralda engastada en platino.

El impacto había sido instantáneo. Aquella mujer había anulado nuestra capacidad de reflexión y raciocinio.. Ninguno de los ocho miraba otra cosa. Nadie movía un músculo. Nadie decía nada. El mundo de las palabras, ese en el que con tanta comodidad y desparpajo nos movíamos todos, porque era en definitiva nuestro hábitat natural y nuestro más preciado tesoro, se había quedado desierto, inhabitado. Habían huido los adjetivos y los nombres, pero también se habían ido las preposiciones y los artículos y hasta las mismas interjecciones, las únicas con las que, quizá, podríamos haber balbuceado algo en esos momentos.

Dejó que el humo fuera saliendo de su boca muy poco a poco, y así, velada por ese tul, inició los primeros pasos hacia nuestra mesa, donde a esas alturas ya sólo había ocho convidados de piedra.

La vimos avanzar con el escalofrío con el que se asiste al acercamiento de una divinidad olímpica reencarnada y actualizada: una Afrodita vestida por Coco Chanel. Aquella mujer no andaba, conquistaba el espacio, lo dejaba a sus espaldas reducido a cenizas. Sus pasos —lentos, augustos—eran una trenza de elegancia y firmeza, de femineidad y potencia. Se paró a un metro de lugar que ocupábamos y dijo:

—Perdonen, caballeros, la que sin duda habrán de considerar una imperdonable intromisión; pero me gustaría ver al señor Primo de Rivera, o, si lo prefieren, a su camarada José Antonio. Me han dicho que se le puede encontrar aquí cada tarde ¿Saben si tardará mucho en llegar?

Era una voz más bien grave, pero aterciopelada, una voz que evocaba madurez y tibieza, una voz, tengo que decirlo, irremediablemente sensual. La idea de que me encontraba no en la tertulia de La Ballena Alegre sino en medio de un sueño era cada vez más acusada. Aquello que estaba viendo no podía ser real, no podía formar parte del libro en el que se escribía la vida cotidiana de cada día, con sus inevitables miserias, con su fealdad, su asimetría, su zafia ordinariez. Esto era una página de blancura sobrenatural que se había desgajado de la prosa soez con la que se escribía la novelucha de nuestras vidas.

—-No creo que tarde —-dijo Mourlane levantándose y acercándole una silla con ademanes de chambelán—-. Siéntese con nosotros si es tan amable.

Nadie parecía acordarse del primer mandamiento de nuestro círculo, aquel que proscribía a las mujeres y las inhabilitaba como integrantes, activas o pasivas, de la tertulia. El férreo precepto se había disuelto como un azucarillo.

—-Gracias, caballero —-dijo la diosa haciendo de la silla un trono.

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Los hechos posteriores me dieron la razón. Desde aquella tarde, Leonor se hizo omnipresente. Nos la encontrábamos en todos los sitios, en cenas, en fiestas privadas, en los actos políticos relevantes, en el Casablanca lo mismo que en el Savoy, tanto en el Ritz como en el Club de Campo. Jamás la habíamos visto antes en ninguno de esos sitios (y de haber estado, no habría pasado desapercibida) y de pronto estaba siempre en todos. Era José Antonio quien invariablemente se acercaba a ella, que sólo tenía que esperar unos minutos para que otro “fortuito” encuentro tuviera lugar de nuevo. No hubo ninguno de nosotros que no se percatara de aquello; nadie que no se desazonara ante la evidencia manifiesta: que el Jefe estaba, si no enamorado, sí al menos encaprichado con esa mujer que por lo demás cada día nos parecía más radiante, más excepcional, más inalcanzable. Yo creo que quien más o quien menos había albergado, ya fuese por unos segundos, la fantasía de trabar algún tipo de relación personal y exclusiva con ella. Todos, desde los más jóvenes, como Marqueríe o Ridruejo, hasta el tozudo Mourlane Michelena. Creo que de alguna manera podríamos hablar, por muy extraño y estrambótico que parezca, de algo así como un enamoramiento colectivo. Tanto los que estábamos el famoso día de la presentación en la Ballena, como el resto de los centuriones intelectuales de José Antonio nos vimos atrapados en ese embudo y sufrimos un muy parecido efecto de succión, Todos, de una forma u otra, sentíamos la misma sensación vertiginosa al verla. Me consta que hasta un tipo tan pétreo y asexuado como Ledesma Ramos sentía en su presencia cosquilleos que ni había sentido nunca ni jamás llegaría a sentir más tarde. Leonor inducía en nosotros, y creo que sin excepción, una suerte de temblor espiritual, por llamarlo de alguna manera; aunque el temblor, tengo que aclararlo, no era sólo de esa índole.

Y es que Leonor era de verdad especial. Una mujer que, aun semejando a un ángel, irradiaba una fuerza misteriosa y oscura, algo que, de manera difusa pero incontestable, la situaba en algún lugar muy cercano a lo diabólico. Giménez Caballero la llamaba, a la manera rilkeana, “el ángel terrible”. Ernest fue quien más se acercó a su esencia, quizá porque, de todos nosotros, era quien menos había sucumbido a su embrujo y por tanto podía discernir cosas que el resto no podíamos ni siquiera barruntar. ¿Cómo íbamos a hacerlo si lo único que llegábamos a ver de ella era, como decía Rafael, su deslumbre? Éramos ciegos.

Mientras tanto, Leonor se hizo contertulia habitual de la Ballena Alegre. Qué oradora tan brillante era esa mujer. Y qué bien recitaba, la condenada. Recuerdo la tarde en que nos habló de Proust y nos recitó de memoria pasajes larguísimos de En busca del tiempo perdido en el original francés. Lo hacía con una voz tibia de mezzosoprano, esparciendo una sonoridad que nos encandilaba y nos mecía y nos dejaba varados en mitad de un sueño que era a la vez tranquilo y excitante, sedoso y ardiente. Ninguno de nosotros abrió la boca, ninguno se atrevió a emitir un juicio negativo sobre un autor al que siempre habíamos detestado y ridiculizado en voz alta. Leonor lograba enmudecernos y apaciguarnos con su música, con su dicción ondulante, con esos ojos soñadores, que, al recitar, se extraviaban y parecían entrar en un remanso de sosegada nostalgia. «¿No se sabe algún otro párrafo más?, porque la verdad es que suena muy bien», le dijo José María Alfaro como recién salido de una sesión de hipnosis, la boca flácida, los ojos centelleando por detrás de las gafas, minúsculos como agujas y así de penetrantes. José Antonio guardaba silencio. Se limitaba a escrutarla con el gesto de un niño embrujado mientras sacaba un sobre del bolsillo y lo abría con lentitud sin dejar de mirarla con ojos, eso me pareció, llorosos.

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¿Qué sienten ante mí?, ¿qué imágenes superponen a la mía cuando me ven aparecer? ¿Cómo elaboran las estrategias para disimular (o para tratar de hacerlo) el deseo que despierto en cada uno de ellos? Y, sobre todo, ¿cómo se convencen a sí mismos de de que tal cosa no les está sucediendo, ni podrá sucederles jamás? El único que no finge en ese aspecto es Ansúrez, una especie de lugarteniente oscuro que acompaña a José Antonio siempre, y siempre en segundo plano, como un paje, un ayuda de cámara serio y austero, atento al más mínimo deseo de su jefe. Viste de civil; pero no hace falta ser un lince para saber que es un militar, un militar vocacional, un hombre que si no hubiera sido eso, se habría desvanecido en la nada. El comandante Ansúrez (aunque nadie le llama nunca comandante por razones obvias) lleva siempre unos trajes impolutos y elegantísimos —más elegantes que los de su patrón, sin duda—, pero los lleva de tal forma que en su cuerpo parecen uniformes. Es más alto que José Antonio y, para mi gusto, mucho, muchísimo más guapo y apuesto que el jefe al que venera desde una actitud de auténtico vasallaje. Hay mucha dureza en ese hombre; pero, no sé por qué, intuyo que se trata de una dureza forzada, o, por lo menos, alargada más allá de sus límites naturales. Al principio supuse que sería alemán, centroeuropeo, puede que nórdico. Pero no, me han dicho que es castellano de pura cepa, a pesar de esos ojos verdes y del pelo no del todo rubio, pero casi, de un castaño muy claro, peinado siempre hacia atrás y fijado con brillantina. Al margen de eso,, hay algo…, no sé, algo que me resulta familiar en ese rostro, un toque de cercanía que no logro discernir. No habla nunca. Parece de piedra, una estatua gigantesca tallada en mármol pero con ciertos atributos humanos, deliciosamente humanos. Cuanto más lo observo, más me gusta la escultura en que se resuelve su silencio mineral. Las miradas que él me dirige son directas y concisas, afiladas como dientes de pantera; pero aún así, limpias. No hay obscenidad alguna en sus ojos cuando me miran con deseo. Hay sólo eso, deseo. Es un predador elegante, no un ave carroñera. Me comería. Lo sé. Lo está diciendo desde la más absoluta inmovilidad, pero a gritos. Hay momentos en que parece a punto de romper su parálisis para saltar y atraparme con manos y boca ávidas, y luego devorarme a dentelladas con fiereza y sensibilidad, si es que tal cosa es posible (y creo que sí).

Con él, con José Antonio, todo es mucho más ambiguo. Nunca sé con certeza si me mira a mí o mira a una entelequia, si mira a un objeto de deseo o se abisma en las oscuras simas del Amor Eterno. Le he visto dirigirme miradas de colegial enamorado; pero también miradas viscosas, turbias, enlutadas. Le he visto mirarme con devota admiración y, casi al instante, ponerse a enfocarme con una especie de desprecio arrogante, casi de repugnancia. O de miedo. A veces duda, vacila, vuelve la vista para no encontrarse con mi rostro. Sobre todo en la cripta. Mi presencia en ese conciliábulo varonil es una profanación. El hasta ahora hermético círculo intelectual falangista se ha visto de pronto contaminado por el efluvio pecaminoso del erotismo y la vanidad femeninas. Sospecho que se enfada consigo mismo por no tener el valor suficiente para echarme de allí con una orden seca y puede que hiriente. No, no hay riesgo ninguno de que acabe enamorándome de él como tanto temía (y seguro que teme) mi añorado Mauricio. Lo que está muy claro es que, cuando conocemos de cerca a una persona, las ideas preconcebidas se derrumban o, al menos, se cuartean. José Antonio no es un ángel; pero tampoco es el monstruo que imaginaba. Es un ser humano. Con todas sus mezquindades y miserias, con todos sus inesperados deslumbres. Por eso cada vez tengo más dudas. ¿Me atreveré a dar el paso?

Esta mañana me ha hecho llegar una invitación para cenar en el Club de Campo, a solas. Con la invitación, un ramo de clavelinas envueltas en crepé y con un papelito enrollado al tallo. La letra es casi ilegible de tan diminuta. «Para Leonor, el sueño de un sueño. J.A.»

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SINOPSIS

¿Quién es la deslumbrante mujer que aparece una tarde en la conocida tertulia de la camarilla intelectual falangista en la Ballena Alegre? ¿Hasta qué punto su presencia cambiará la relación entre sus miembros y la de estos con su líder? ¿Caerá José Antonio Primo de Rivera bajo su hechizo? ¿Logrará la hermosa y enigmática Leonor de Velasco culminar su propósito último? Pero sobre todo, ¿cuál es ese propósito y de qué medios se servirá para llevarlo a cabo?

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