CUANDO ESE VOLCÁN QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO ENTRA EN ERUPCIÓNborrador

CUANDO ESE VOLCÁN QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO ENTRA EN ERUPCIÓNborrador

Capítulo 1

Rafael había puesto el despertador minutos antes de las siete de la mañana. Encendió la radio. Poco después oía:

«Radio Nacional de España. Informativos.

»Heathrow ha anunciado para hoy, 21 de mayo, según Europa Press «que se ignora cuándo la nube de cenizas perderá densidad y dejará de ser una amenaza para las aeronaves», pero la `Organización Europea de Seguridad Aérea (Eurocontrol) ha señalado que continuará afectando al tráfico aéreo al menos hasta mañana por la tarde´.

»Diecinueve países tienen cerrado su espacio aéreo total o parcialmente. Entre ellos, Reino Unido. Eurocontrol calcula que se cancelarán aproximadamente 17.000 vuelos en todo el continente. En España 1.146 vuelos con origen o destino han sido cancelados.

Quiso poner en conocimiento de su mujer la noticia con toda rapidez. Sandra cogió el teléfono:

—Hola, cariño. ¿Pasa algo? —preguntó con inquietud al comprobar el número que llamaba.

—No, Nada. Veo que no te has enterado…

—¿De qué?

—Heathrow está cerrado.

—Ah, ya —respiró.

—Escucha: Radio Nacional acaba de informar que Heathrow permanecerá cerrado hasta mañana por la tarde. Estás en el hotel, supongo.

—Claro.

—Llama a recepción y diles que prorroguen tu reserva para hoy y mañana.

—Mi reserva está anulada, dejé anoche pagada mi factura, tengo el equipaje hecho y voy a salir ahora mismo para el aeropuerto. La frase la pronunció con tal rotundidad, en tal tono, que no cabía el más mínimo margen de duda en cuanto a su decisión.

—Sandra, no vas a poder salir de allí. Heathrow está cerrado hasta mañana por la tarde. Tómatelo con calma. Hazme caso… —intentó aún su marido.

—Lo siento, Rafael. Estoy al tanto de todas esas noticias. Esa es la razón por la que me he levantado tan temprano. Quiero estar en Heathrow cuanto antes. No estoy dispuesta a pasarme aquí todo el fin de semana. Habrá más gente allí que quiera volver a Madrid cuanto antes. No sé, a lo mejorFrancia está abierto, o lo abren; podríamos coger un tren, un taxi hasta Paris… Voy a intentarlo. ¿Estás bien? ¿Y los niños?

—Estamos todos perfectamente. No te preocupes por nosotros. Haz lo que creas que tienes que hacer. Tómatelo con calma si no puedes venir.

—De acuerdo. Lo haré. No puedo entretenerme más. Quiero estar lo antes que pueda en el aeropuerto. Un beso. Da uno muy fuerte a los niños. Adiós, amor.

—Adiós, cariño. No sé cómo tendré el quirófano esta mañana. Espero poder seguir en contacto contigo. En cualquier caso me las arreglaré para estarlo.

—De acuerdo. Un beso. Adiós.

Sandra llegó a Heathrow en uno de esos maravillosos taxis ingleses, que le habían pedido desde el hotel. Se bajó precipitadamente al tiempo que le decía al taxista que no apagara el taxímetro, pues tenía que buscar un carro con el que transportar el equipaje. Cuando volvió, el taxista lo tenía apagado. «Así que quieres una propina». Sacó un billete del que sobraban unos cuantos peniques. Luego le dio otro más de 5 libras. El taxista bajó entonces del coche y le ayudó a poner el equipaje en el carro.

Heathrow estaba cerrado, tal como le había dicho su marido y había venido comentando con el taxista. Lo sabía; pero al comprobar allí la realidad, se puso más nerviosa de lo que estaba. Ni un solo vuelo despegaría para ninguna parte del mundo. Daba igual si esosaeropuertos estaban o no afectados. España no lo estaba. Pero lo estaba el Reino Unido a quien, entre otros muchos países de Europa el volcán Eyjafjalla, en Islandia, estaba originando serios problemas económicos. Y el viento no parecía tomar otra dirección. Hacia Groenlandia, por ejemplo, adonde la nube no llegaría o lo haría sin actividad.

«Qué poco podía hacer el hombre todavía —iba pensando Sandra mientras empujaba el carro hacia el mostrador de facturación, cada vez con más nervios ante la impotencia que empezaba a sentir— frente a todos estos fenómenos de la Naturaleza».

Cuando llegó al mostrador de Iberia, pese a ser demasiado pronto —faltaban aún cuatro horas para la salida de su cancelado vuelo— había ya un matrimonio y tres caballeros. Uno de estos hablaba con la empleada de facturación, que en absoluto iba a facturar, pero ese era su puesto, ese su horario de trabajo, y allí estaba dispuesta a oír cuanto quisieran decirle: mejor a hacer oídos sordos, ya que, ni de nada era culpable ni lo era Iberia, ni nadie le había pasado instrucción alguna. Estaba porque tenía que estar. Y cuanto sabía era que ningún vuelo iba a entrar ni a salir de Heathrow. Entre ellos, los que la pudieran corresponder por Iberia.

Pero uno de los caballeros se había enzarzado con ella.

—Le ruego comprenda, señor, que no soy la persona indicada para que Iberia me facilite la información que me pide.

—Intento decirle, señorita, que la maldita nube viene en esta dirección porque para aquí la empuja el viento; que hoy hay suficiente ciencia meteorológica como para saber cuándo el viento va a cambiar de dirección; que Iberia, por lo tanto, tiene que tener conocimiento de cuándo va a producirse ese hecho y que yo, como usuario de la línea, tengo derecho a estar informado.

—Y yo estoy intentando decirle, caballero, desde el primer momento, que no sé nada sobre el particular y que no está entre mis competencias conocerlo.

—Le ruego me comprenda, señorita: entiendo que usted no sepa nada sobre este asunto. Por eso le estoy pidiendo desde hace ya unos minutos, que me dé el teléfono de la persona de Iberia, en Londres o en Madrid, con quien pueda hablar para que me facilite esa información, o me diga con quién puedo hablar aquí.

—Lo siento, señor. No dispongo de los datos que me solicita.

Cogió un papel para notas, escribió en él dos números de teléfono y se lo entregó diciendo:

—Aquí tiene usted los números de atención al cliente: de Londres y de Madrid. Es todo cuanto puedo facilitarle.

Sandra había llegado a tiempo para oír el rifirrafe. Ni que decir tiene que, en lugar de guardar su puesto en la cola, quienes allí estaban, se fueron arremolinando alrededor del viajero y, por descontado, en contra de la pobre empleada.

El caballero que había mantenido la acalorada charla, cogió el papel con los números de teléfono, en la seguridad de que para nada iban a servirle. Se dirigió hacia el resto —había llegado entre tanto otro matrimonio—. Su cabreo era monumental. Comprensible: pero hasta cierto punto, inútil.

—¿Qué opinan ustedes? —preguntó.

Dentro del acaloramiento aún lo hizo con una sonrisa, aunque de frustración. Pero sonrisa al fin y al cabo.

Hicieron un corro. Se presentaron. Todos iban a Madrid. Uno de los matrimonios, el que llegó en primer lugar, de paso hacia Vigo.

El móvil de Sandra sonó dentro de un gran bolso de viaje. Le había metido allí sin duda por las prisas después de la llamada de su marido, y él era, seguro, quien volvía a llamarle. «Luego dicen que las mujeres somos pesadas». Colocó rápidamente el bolso en lo más alto del carro, lo abrió y, en su precipitación por coger a tiempo la llamada, el bolso se fue al suelo desparramándose casi todo su contenido; entre otras muchas cosas, una bolsa de papel con la marca de «Harrods» salió despedida como si la hubieran puesto un cohete. En ella había ido metiendo toda la ropa menuda sucia. De su interior saltaron unos cuantos pañuelos, dos pares de medias hechas un rebujo, tres bragas y otros tantos sujetadores. Se lanzó a por la bolsa con la rapidez de un rayo; pero unos segundos tarde, pese a todo, porque, si bien llegó pronto a esta, vio cómo uno de los caballeros, Marcos, a quien por cierto había echado un par de miradas a hurtadillas,le entregaba sus braguitas, sujetando estas, con suma delicadeza, entre sus dedos índice y pulgar de la mano derecha en tanto que, con los ojos muy abiertos y los hombros encogidos exageradamente, parecía pedirle disculpas por la ayuda. Con la izquierda, le entregaba el bolso en el que, damas y caballeros fueron metiendo cuanto se había caído, excepto los sujetadores que, de manera inexplicable, seguían en el suelo.

Sandra miró a Marcos con esa especie de sonrisa bobalicona que le sale a uno en esos momentos en los que querrías que te tragase la tierra, mientras le alargaba la bolsa de «Harrods» para que las metiera «de una puñetera vez». Estaba roja como untomate. Marcos metió al fin las braguitas en la bolsa. Luego, se agachó una vez más para recoger y entregarle los sostenes.

El móvil, que había rodado entre otros muchos trastos, siguió sonando más allá de que Sandra lo metiera en un bolsillo de su chaqueta tras de serle entregado por uno de los componentes del recién establecido grupo. Cuando, después de unos segundos volvió a dar la llamada, Sandra la atendió. Era su marido.

—No puedo hablar en este momento. Ahora te llamo. Y colgó con un gesto de rabia mal disimulado.

—Y bien —dijo Manuel Sampietro, el que mantuviera la trifulca con la empleada de Iberia, tratando de explicarles el proyecto que quería poner en marcha, pero con la intención, a la vez,de terminar con el aprieto en el que el pequeño incidente había sumido a Sandra—. Creo que tenemos todos el mismo problema. De equipaje y de estancia, sin duda. En los alrededores del aeropuerto hay unos cuantos hoteles. Como muchos van a pensar como estoy seguro lo estamos haciendo nosotros, propongo que localicemos uno lo antes posible. Me parece que cuanto más cerca estemos de aquí, mejor. Nunca se sabe lo que puede ocurrir, y menos con el tiempo. Os ruego me digáis si os parece bien. Naturalmente que cada uno puede hacer lo que le parezca más oportuno.

—¿Sabe alguien si París está abierto?

Fue Sandra la que preguntó, algo más tranquilizada después de la intervención de Sampietro, pero pretendiendo sobre todo dar la sensación de una seguridad que estaba muy lejos de tener.

—Está cerrado —contestaron casi al unísono el matrimonio de Vigo—. Tenemos un hijo en París. Le llamamos esta mañana y nos lo confirmó —añadió la señora.

—Hubiera podido ser una buena salida, sí, señora —dijo Sampietro dirigiéndose a Sandra con una sonrisa— Pero ya se ve que estamos condenados a quedarnos aquí, por lo que, si me lo permiten, querría insistir en mi idea.

Idea que a todos leshabía parecido estupenda, y que a ninguno se les había ocurrido, pensando, acaso, más en el problema que en cómo solucionarlo. Todos estuvieron de acuerdo y le agradecieron su iniciativa.

—Entonces, mientras lo gestiono, creo sería mejor que os sentarais en aquella cafetería, ahora que todavía hay sitio. Allí me incorporaré cuando lo tenga todo solucionado. Supongo que cuento con plenos poderes de cada uno de vosotros —dijo mucho más en broma que en serio.

Todos asintieron entre sonrisas.

Sampietro era sin duda un hombre acostumbrado a tomar decisiones. Debería rondar los sesenta. Alguno menos. Tenía una voz grave, casi de bajo. Era alto, de fuerte complexión, pelo canoso y un moreno curtido por el sol. Sus facciones eran duras. Tenía un gusto exquisito para vestir.

Afortunadamente su rápida intervención había quebrado la tragedia de Sandra. Claro que cada uno habría echado su sonrisita; pero estuvo oportuno y Sandra se lo agradeció profundamente en su interior.

Mientras se dirigían a la cafetería, Sandra se retrasó un poco, a propósito, para llamar a su marido.

—Hola, cariño. Perdona que no te atendiera, pero estábamos discutiendo con la empleada de Iberia en el momento en que llamaste.

Estaba claro que no estaba dispuesta a decirle que mientras sonaba su llamada un tiarrón de más de uno noventa, con unos músculos de impresión, ondeaba al viento sus braguitas.

—Si discutíais —razonó— quiere decirse que no está nada claro vuestro regreso.

—Exacto, querido. Estamos tratando un pequeño grupo del mismo vuelo de encontrar alojamiento en un hotel próximo al aeropuerto. Hemos decidido quedarnos cerca de aquí, por si acaso. Pero las probabilidades no parece que sean demasiadas.

—Me parece una buena idea. Creo que es mejor que volver a Londres. Te veo más resignada y me alegro.

—Qué remedio. Mal de muchos… y no sabes la cantidad de muchos que somos aquí. Heathrow se está llenando por momentos. Esto se está convirtiendo en una marabunta.

—¿ ?

—¿Qué? ¿Qué?

—¿ ?

—¿Cómo?

—No oigo nada. Hay un ruido infernal. No te preocupes. Estoy bien. Te iré llamando. Un beso. Dales otro muy fuerte a los niños. Os quiero.

SINOPSIS

Sandra, como cientos de pasajeros de todo el mundo, había quedado atrapada en Heathrow. El aeropuerto de Londres afectado por las cenizas del volcán Eyjafjalla, en Islandia, tuvo que ser cerrado ante la amenaza que la densidad de las cenizas suponía para las aeronaves. Pese a las recomendaciones de su marido de que no abandonara el hotel, Sandra había decidido estar en el aeropuerto lo más pronto posible, En el mostrador de facturación de Iberia conoce a un grupo de españoles, a Marcos entre ellos, con quien, tras una copiosa cena, en la que corrió el champán, se despertó desnuda y horrorizada en la habitación de Marcos. Trata de evitarle, de echar la culpa a los efluvios del alcohol, pero siente a la vez que algo ha explosionado en su interior. Ya en Madrid, ante su insistencia, o no tanta, acude a una cita. Su lucha por seguirle siendo fiel a su marido y la atracción por Marcos, provocará momentos intensos, terribles dudas de las que hubo momentos que ni entendía ni sabía cómo salir de todo aquello.

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