PRELUDIO:
Al bajarse del 207 después de estacionarlo en la cochera de la consultora, Agustino se descubrió reflejado en el parabrisas del Corsa que tenía junto a él. Componiéndose el nudo de la corbata, se dijo que estaba pasando por su mejor momento: la suya era la imagen propia del ejecutivo exitoso. El viento frío que venía de la calle le revolvió el pelo, y él se imaginó montado en una Harley, ganador mil por mil. Acababan de nombrarlo Project Manager, y por fin tenía vía libre para coordinar el desarrollo del mejor software que pudiera concebirse.
Y, con ese primer proyecto, le habían asignado a tres programadores y un tester bajo su mando. Así empezaban todos los líderes, con la asignación de cuatro imbéciles a quienes ellos podrían usar como mejor les pareciera. Pero él les demostraría a sus pares quién era el mejor. Con veintiséis años, sabía que había alcanzado una cima. Y veía mucho más cercana la siguiente: convertirse en Chief Delivery Manager de las oficinas en Buenos Aires. Que se preparen los más antiguos: Agustino Wiesenmayer se venía con todo.
Ya adentro del ascensor, inspiró profundo, hizo sonar su cuello en un movimiento brusco y crujió los dedos como si estuviera por entrar al dōjō a entrenar con su maestro de aikidō.
Las puertas del ascensor se abrieron en el piso 7º, y la recepcionista lo saludó con esa sonrisa deslumbrante.
Agustino estaba pasando ya la primera “isla”, y al advertir de reojo al colorado Emanuel, y a otro programador cuyo nombre no podía recordar, algo le dijo que desandara sus pasos. El instinto de cazador no le había fallado: sus víctimas preferidas estaban en otra, culo con culo leyendo en pantalla una colorida publicación ―seguramente alguno de esos absurdos cómics de Chinolandia― en pleno horario laboral.
Entró sigiloso. Aquellos estaban tan embobados con su dichoso anime, mangá o como se llame, que ni lo advirtieron. A dos manos y desde atrás los agarró del cogote, y les susurró:
—¿Otra vez con estos dibujitos chinos, en lugar de estar analizando líneas de código? ¿Cuántas veces debo repetírselos?
—Dale, Agus, no empieces —dijo con escandalosa confianza Emanuel tocándose la panza y enfocándolo mejor con sus anteojos culo de botella―. Sabés que cumplimos con todas las tareas a tiempo, y esto son sólo unos minutos. Hoy es miércoles, y salió un nuevo número de Naruto y…
Agustino puso los ojos en blanco y acompañó el gesto con una sonrisa irónica. El colorado le seguía explicando algo que no le interesaba en lo más mínimo.
El gordo siempre se le retobaba mal. El otro, un negro de melena a lo Valderrama, se mantenía ajeno ante cualquier discusión, por mínima que fuese. Un cagón, en definitiva. Agustino los detestaba a los dos, y por una razón muy simple: eran nerds, y él odiaba a los nerds. Pero la madre de Agustino Wiesenmayer no había criado a un hijo estúpido: la carta blanca que él tenía para tratarlos poco mejor que a esclavos, paradójicamente lo mesuraba. Si estuvieran en el bachillerato, las cosas les irían pésimamente a ese par de pelotudos.
—Okey —les dijo a regañadientes, rozándose con las yemas de los dedos las orejas puntiagudas; de lobo, como le gustaba pensarlas—, pero me terminan rápido esa mierda.
Y con esas palabras se marchó. Siguió hasta el fondo del pasillo para entrar en la pecera, aquella auténtica casamata separada de la oficina: desde sus paredes de vidrio, nada se le escapaba al flamante Project Manager.
Saludó con su mejor sonrisa a las chicas de Recursos Humanos y a las de Administración, sin hacer distinciones entre las zorras y los bagres. Una oficina es un perfecto ecosistema de depredadores y presas ―o sos víctima, o sos victimario― , así que él las mantenía esperanzadas a todas, dispuestas a cumplirle cualquier tipo de favor a cambio de inmunidad. Un buen cazador, como él, sabía que había presas más difíciles que otras. Yésica, por ejemplo, que ahora lo miraba desde su escritorio, por encima del borde de la taza. Yésica: una morocha de ojos verdes, con salvajes curvas. Yésica. Dueña de una histeria que potenciaba la insania de Wiesenmayer a niveles estroboscópicos. Pero el cazador no se convertiría en presa. En absoluto. Salvo, claro, que eso le proporcionara placer.
Ya sentado en su reluciente sillón, Agustino acomodó en el frente del escritorio el identificador plateado, con sus letras de bronce resaltando en significativo relieve:
Agustino I. Wiesenmayer
Project Manager
Se sentó y abrió su laptop.
—Propaganda, propaganda ―decía revisando su correo electrónico―, un nuevo seguidor en twitter, cupones, un nuevo comentario en facebook, mamá, más propaganda…
Mamá.
Retrocedió una fila y abrió el mail de su madre, a ver en qué andaba ahora. Eufórica, con grandes titulares y letras repetidas le anunciaba que acababan de invitarla a oootro fin de semana medieval. Se la imaginó conmovida ―siempre levitando, planeando por encima de todo―. El Encuentro élfico-y-no-sé-qué-mierda se iba a desarrollar en Tucumán, y estaba ilusionada también porque podría armar el stand de esos arbolitos berreta que hacía con su padre. Aún Wiesenmayer fils no entendía cómo Wiesenmayer père seguía con esa pavada, siendo un psicólogo recibido con honores.
Ella también le copió en el correo el link al evento online y le pidió —¡cuándo no!— si podés cuidarme la casa, Isil, esta misma noche, así de paso le das de comer a los perros. Y también el bueno de “Isil” debía pegarles un vistazo a las gallinas. Y cepillar a los caballos. Faltaba que le pidiera que cosechara las verduras de la huerta. Ah, sí, también se lo pidió: “No te olvides de la cosecha, amor mío”.
En suma, la lista de tareas no tenía fin. Pero era mejor que esa pichona de Galadriel escribiera tanto, así por lo menos no usaba ese tiempo en garabatear ―a mano, y con lápices hechos de tronquitos― sus absurdas “noverlas”, como a él le gustaba llamarlas. Historias plagadas de ogros y duendes y hadas y vampiros y unicornios y arco iris echando brillos hacia los cuatro puntos cardinales, tan infantil como siempre.
Dejó para después la lectura del resto de los mensajes, no podía llegar tarde al meeting con el Director.
Después de la reunión ―en la que organizó magistralmente junto al Director toda la semana de trabajo, y según su propia conveniencia―, Wiesenmayer recordó que debía almorzar con Rodrigo, otro manager recién ordenado. Ordenado, vaya palabra. A veces se imaginaba a sí mismo y a sus pares como si fueran los Caballeros de los Tiempos Modernos. Rodrigo Iraola Pereyra era un auténtico par. Uno de los pocos colegas con los que Agustino se llevaba bien. Un cómplice, en suma.
Lo encontró vestido con su look náutico, típico de los rugbiers, charlando con Yésica al lado de la fotocopiadora. Agustino se lo llevó del hombro, sin siquiera mirar ―estrategias de caza― a la de Administración: su futura presa.
Durante la comida con el otro tránsfuga en La Cava, sobre San Martín, la conversación giró como siempre en los temas que a los dos los apasionaban: la nueva tapa de Playboy, la plata que hacía Messi, las zorras del Bailando.
Cuando Wiesenmayer salió del restaurant, seguido de Rodrigo y con la panza llena como para clavarse la más perezosa de las siestas, una rareza del clima le llamó la atención: el viento se había convertido en remolinos helados. Las colillas de cigarrillos y los papeles de la calle, las bolsas de plástico y las hojas muertas giraban en torbellinos polvorientos. Debieron entrecerrar los ojos, subirse las solapas.
Y Agustino miró hacia arriba: el cielo se había oscurecido en un presagio de tormenta. Volvieron a la oficina insultando al viento, y al clima por haberlo traído.
Casi las siete, hora de irse.
Agustino vio a través de la ventana el diluvio desencadenado. Buscó rápido a Rodrigo, y lo descubrió conversando ―otra vez― con Yésica: el pobre cazaba, pero sin la escopeta con que cazaba él.
Decidió ir hacia ellos, territorial.
―¿Vamos, Rodri? ―dijo―. Hoy vine con el Peugeot. Te acerco.
―Ah, sí ―Rodrigo se mostró molesto ante la interrupción. Yésica no parecía disgustada por el corte de clima. Mejor para ella―. Dale, anda yendo si querés. Yo ya bajo.
―Sí, claro, señor mío. ¿No quiere que lo espere con el paraguas en la puerta, también?
Un rubor broncudo se le marcó en las mejillas a Rodrigo, pero no le respondió. La otra mosquita muerta sonrió apenas, apoyándose atrevida en una columna, al lado de la impresora.
―Dale, Rodri ―siguió diciendo él―, ¿qué tenés que hacer taaan importante?
Rodrigo señaló con las cejas a la zorra de Yésica, que ahora los escuchaba inspeccionando el perfecto esmalte de sus garras de pantera comehombres. Agustino se hizo el pelotudo. La impresora escupió unas cuantas hojas, y se atascó con un zumbido molesto.
―Anda tranquilo, Rodri ―dijo Yésica, y se puso a buscar una resma en la mesa de abajo. Afuera, el agua caía a torrentes bíblicos―. Yo junto mis cosas y me voy a casa. Puede que no me moje.
Si serás zorra, se dijo Wiesenmayer.
―¿Ves? ―Codeó a Rodrigo―. Ella ya se va también.
En silencio, Rodrigo masticaba la desilusión: otra vez Wiesenmayer sacaba chapa de macho alfa, y con todo éxito.
―Nosotros te llevamos, Yess ―dijo el pobre, en una última tentativa.
―Ah, bueno ―dijo Agustino―. Preguntale también a las de Recursos Humanos, si querés. Total el 207 no es tuyo.
―No, chicos, está bien ―dijo Yésica, fingiendo con la mirada una ofensa gravísima―. Yo me voy en cole, no se preocupen. Bah, como si se hubieran preocupado.
―¿Pero cómo? ―preguntó Agustino, sabiéndose ganador, y se le encendieron los ojos en el escote de la turrita―. ¿No te busca siempre tu novio?
―No tengo novio, nene.
Confirmado, pensó Wiesenmayer: soy un crack. Ignorando la rencorosa mirada de su amigo, dijo:
―¿Y qué estamos esperando, para irnos? ―Se volvió hacia Rodrigo―. ¿Vos también venís? Te bajás primero y todo.
―Y bueh, dale.
Salieron en el deslumbrante 207 hacia la avenida Córdoba. Las ramas y la basura que plagaban tanto el pavimento como las veredas eran barridas por las ráfagas de viento y agua. Al volante, Wiesenmayer esquivaba en zigzag a esos conductores tan pelotudamente cuidadosos. Cagones, bah. El Peugeot temblaba, mecido en un río de máquinas lentas.
Cruzaron la 9 de Julio, y la onda verde entre los semáforos no duró mucho: en el tercero tuvieron que detenerse.
—Rodri… —susurró Agustino, señalando a una tetona con una remera blanca empapada, que cruzaba la calle. Rodrigo dijo:
―¡Mirá eso!
Y Yésica, desde atrás, se asomó entre los asientos delanteros.
—¿A quién están mirando ustedes, babosos?
—A nadie —dijo Agustino―. No seas celosa.
Ella le sonrió al espejo, negando y mordiéndose los labios. Él le guiñó un ojo.
Cazador y presa, presa y cazadora.
El celular de Agustino cortó el clima, llamaba la vieja: volvía a sonar esa marchita de mierda del malo de La guerra de las galaxias, que ella le metía a cualquier device. Vio la hora en la pantalla: siete y siete. El semáforo se puso en verde, y Agustino atendió y aceleró a la vez. La calzada ya era un vado.
Un jacarandá se inclinaba a pocos metros del 207, y el filo del viento se intensificó en torbellino, le partió el tronco, y el árbol se derrumbó en medio de la avenida, y…
―¡Cuidado! ―le gritaron al mismo tiempo Rodrigo y Yésica a Agustino, que aún agarraba el celular.
―¡Uy, pero la put…! ―Y Wiesenmayer volanteó con una sola mano, y se encontró con una moto cruzando en rojo. Y volvió a volantear y alcanzó a esquivar a ese idiota, y su auto patinó avanzando de costado y en vertical y giró y giró en medio de la nada…, y un colectivo se disparó en su dirección. Y Agustino nunca llegó a frenar.
Ya no llovía.
Un chirrido latía en la cabeza de Wiesenmayer, se le clavaba en las sienes silenciando al mundo.
Sí, oía gritos. Pero lejanos, ausentes.
—Carajo… ¿El celular dónde quedó? —dijo Agustino. O lo pensó, no estaba seguro.
Miró a su costado, en un trance confuso: Rodrigo atravesaba el parabrisas con la cabeza. Su amigo no se movía. Y Yésica… ¿Dónde estaba Yésica?
Wiesenmayer salió arrastrándose por la ventanilla, los brazos y la panza raspándose con jirones metálicos y esquirlas de vidrio. Se arrodilló y buscó el origen de aquellos gritos ―¿de auxilio?― que provenían de todas partes.
Sintió el pelo húmedo, y al ponerse la mano en la cabeza palpó un líquido pegajoso.
―Qué roja ―dijo al verla, y se la limpió en la camisa.
Quiso levantarse, pero un mareo lo hizo volver al pavimento. Cayó sobre un charco de la tormenta, y sintió el culo mojado. La vista se le nubló en una mancha carmesí: la cabeza le sangraba. Y se descubrió rodeado de muertos, desconocidos atravesados por restos de fierros y ventanillas.
Gente que no volvería a su casa.
Pero a Agustino Wiesenmayer no le importaba. Sólo él importaba, y estaba bastante entero, gracias a…
Detuvo su pensamiento. Volvía la costumbre, había estado a punto de pensar en… No, aquello no era sólo una costumbre: las viejas estructuras mentales luchaban por sobrevivir en su mente. Clichés y mandatos que él derrotaba día a día en un trabajo que a veces se le antojaba monótono y fuera de todo sentido y de toda lógica.
Veía siluetas borrosas correr gritando alarmadas entre los cuerpos. Pensó en pedirles ayuda, pero se contuvo: que no fueran espectros reclamando su alma.
Walkirias.
Psicopompos.
Basta de pensar estupideces, se dijo.
El chirrido no cesaba, intensificaba el dolor, y Wiesenmayer se encontró deseando aquel absurdo de que el tiempo volviera para atrás. Querría haber imaginado ―sólo imaginado― al motociclista, que ahora yacía en la vereda de enfrente, sin cabeza. Pero no lo había imaginado. Y no veía la cabeza perdida. Sólo el tronco.
Épico, se dijo. Una batalla épica y legendaria, con cadáveres desmembrados y todo.
Las sirenas, no las walkirias, se acercaban. Iban al ritmo del dolor y el torbellino que le horadaba la cabeza.
Pero nunca se enteró de si eran de ambulancias o de bomberos o de patrulleros. Le hubiera gustado saber que eran de ambulancias.
No lo supo, porque la inconsciencia lo envolvió en su oscuridad.
***
Blanca y mortuoria, la bruma cubre todo a mi alrededor. No siento que respiro. No me importa. Siempre imaginé la muerte como algo… distinto a esto. A esta nada.
Acá no hay nada de nada.
¿Cómo era aquel lugar común? Antes de morir, la vida te pasa una película con tus recuerdos, o… la vida es una película de recuerdos o… Bueno, algo así. Pero no, ni siquiera en eso se molestaron. ¿Se molestaron quiénes?
Un momento, ¿qué es aquello? Ese punto lejano. Parece algo… que no se parece a nada.
Pienso en aquel punto y caigo en un túnel resbaladizo que me lleva a…
Me lleva a…
No, sigo cayendo…
Y sigo en caída…
…Y el blanco es la nada, y lo es todo.
Y un destello. Y un recuerdo.
SINOPSIS
Agustino I. Wiesenmayer, un oficinista sin escrúpulos y superficial, se encuentra en su mejor momento: orgullosamente ascendido a Project Manager en una consultora de software.
Pero ese día termina de la peor forma posible: sufre un accidente en su auto que lo deja en coma. Tras revivir recuerdos de su infancia que creía olvidados, despierta en un extraño hospital, ubicado en los bordes de Oniria, el mundo de los sueños. Todavía confundido, el joven ejecutivo recibe una misión como Caminasueños:
“Deberás llevar el Pergamino de la Perdición a los aposentos de Hipnos, Soberano Absoluto de Oniria.”
El primer problema de esto es que deberá cumplir la misión para salir del coma y despertar de verdad. El segundo problema, y un tanto más grave, es que Agustino no se imagina que dicha misión implica una amenaza directa contra el dios Hipnos, ni que éste hará todo lo posible para detenerlo… al menos, entre siesta y siesta.
Agustino cruzará mundos absurdos y conocerá seres extraños —y a la vez familiares— que lo ayudarán en su travesía, al punto tal de enfrentarse a sus propias creencias y verdades actuales.
¿Aceptará Agustino sus errores del pasado? ¿O se quedará tan perdido de sí mismo que jamás saldrá del coma?
OPINIONES Y COMENTARIOS