Rey Padilla

Diez y diez de la noche. Por la rendija de mis húmedos parpados se cuela un haz de luz amarilla, todo lo demás era rojo, quizá fue la primera amalgama de colores que vi y la última que vea. Adelaida Pérez González un seis de diciembre de 1972 sintió aquel cólico punzo penetrante vaticinio de mi alumbramiento. La clínica Santa Ana de Caracas en la parroquia San José fue frío testigo de mi primer reclamo a la vida, donde tantos testigos fríos me verán llorando en lo sucesivo. Rey Antonio Padilla Pérez me nombraron, Rey Padilla; tal como el célebre pintor de las cajetillas de fósforos que para aquellos años todo prestigioso fumador ostentaba, encendiendo sus cigarrillos con vistoso galanteo al paso de las damas, pavoneando su colorido pack de Rey Padilla con algún Ford modelo T pintado a mano. Fui el tercero de los hijos del matrimonio Padilla Pérez, pues ya perturbaban la paz hogareña Adelinda y Mariela de 6 y 5 años respectivamente. Nací en el umbral de la llamada Venezuela saudita, respaldada por la eventual nacionalización de los hidrocarburos y el hierro, uno de esos momentos de loca bonanza que de tiempo en tiempo el excremento del diablo le regalaba al país, sí, en un país rico pero en una casa pobre, nido de querellas familiares por el favoritismo que mi abuela dispensaba hacia nosotros; los desamparados de la camada.

Mi padre tuvo cierta formación castrense y fue guarda espaldas del fallecido ex presidente Rómulo Betancourt. Para el momento de mi nacimiento se desempeñaba como mesonero en un restaurante de Sabana Grande, llamado: Tropical Room, en sus tiempos libres sacaba algo de dinero extra haciéndolas de pintor. Y ¿cómo de ser guardas espaldas presidencial pasó a ser simple mesonero? Pues bien, su afición al boxeo, un trago de más unido a palabras de más, una falsa baranda y un imbécil sorteado al boleo decidieron su destino y el mío. Una típica pelea de bar se convirtió en tragedia cuando mi papá haciendo gala de boxeador amateur acomodó una ornamentada combinación de puños rematada con gancho a la mandíbula sobre un incauto borracho que al apoyarse en la roída baranda del balconcillo del local fue a dar con todo y comulgatorio cinco pisos más abajo, fundiendo sesos con pavimento.

Eran momentos de paranoia antibolchebique en Venezuela, sorteábamos aquellos años 60 coleteados por el triunfo de la revolución cubana, la crisis de los misiles, la guerra fría -en todas sus manifestaciones- y la proliferación del comunismo a escala global con los llamados movimientos de liberación nacional. Betancourt se tomó seriamente su papel -asignado por the Alliance for Progress– en el exterminio de los incipientes cuadros guerrilleros enmontados en el país.

Todo el mundo era sospechoso de conspiración contra el estado, y vaya que mi joven viejo para el momento lo fue, pues como efectivo del círculo de seguridad del presidente se convirtió en un contenedor de información confidencial susceptible a caer en manos del enemigo. Mientras esperaba condena, o pronta libertad, compartió celda con varios reos e imprudentemente, frustrado por lo dilatado de su proceso -pasados varios días sin obtener respuestas- emitió fuertes críticas contra el ejecutivo, develando hasta la preferencia sexual del presidente, pues según lo mentado por mi viejo: don Rómulo Betancourt era tremendo maricón con traje y banda, revelación que en aquellos años de pelo en pecho y chimú en los riñones –en poder de los comunistas- habría sido una formidable arma propagandística, quizás más potente que el artefacto explosivo que en aquel aciago 24 de de junio de 1960 en el paseo los próceres quemaría las –supuestamente incólumes- manos, parte del rostro y afectarían la vista del ojo derecho -aparte de dejarle un atorrante pitido en ambos oídos por varias horas- al señor presidente.

Acto seguido: fue enviado en calidad de preso político a la penitenciaría de máxima seguridad de la Isla del Burro, más por ventilar importantes asuntos personales del presidente ante el menguado auditorio carcelario que por camarón. Al parecer un agente de contrainsurgencia del gobierno se encontraba infiltrado en la pequeña celda de la comisaría donde mi joven padre presa del despecho dio rienda suelta a la ponzoñosa sinhueso.

La Isla del Burro es la ínsula más grande del micro archipiélago del Lago de Valencia o de los Tacariguas de unos 2,47 kilómetros cuadrados. Cuenca endorreica que para entonces era aprovechada por su potencial hídrico y turístico y que hoy se proyecta como el sumidero de inmundicias del centro del país.

En sus inmediaciones funcionaba un penal de máxima seguridad, ideado por la analfabeta e incisivamente maquiavélica mente del dictador Juan Vicente Gómez para aislar principalmente a sus enemigos políticos o a cualquier indiscreto que pasado de tragos injuriara al gobierno a vox populi. Después de la muerte de Gómez en 1935, la prisión de la isla del burro al igual que la famosa Rotunda de Caracas fueron clausuradas. Pero para la mala o buena leche de mi padre el gobierno de Betancourt la rehabilitó renombrándola como su antigua colega caraqueña “la Rotunda” utilizada con el mismo propósito. Sin embargo a pesar del aislamiento mi joven progenitor convivió rodeado de personas que no eran precisamente criminales y muchos de ellos saltarían la talanquera ideológica bonificados por la política de amnistía del presidente Rafael Caldera, otros pocos en un futuro que parecía inaccesible llegarían a convertirse en verdaderos criminales al tener acceso al poder político y al ansiado erario público a partir de 1999 tras el fenecimiento del bipartidismo y la victoria de Hugo Chávez, pero esa es otra trágica historia.

Mi madre junto con su hermano Rubén y alguno que otro integrante de la familia pertenecieron a una célula marxista de guerrilla urbana, ­-conozco sus seudónimos pero no los revelaré para evitar escozor de tumbas- tío Rubén cayó en manos del gobierno y fue a parar a la Rotunda lacustre, haciendo amistad en poco tiempo con mi futuro padre. Adelaida frecuentemente visitaba a su hermano Rubén, derrochando belleza ante las agudas miradas de los reclusos. Apoyado en los barrotes de la celda un Padilla descamisado, buenmozo, rubio, de cuerpo atlético, alardeaba de su potente juventud, seguramente cigarrillo en boca mientras transitaba por el pasillo mi hermosa madre. Allí en esa mística y tenebrosa locación compartieron por primera vez miradas, que posteriormente se convertirían en besos, caricias, y como suele suceder: en muchachos.

El viejo padilla -no sé si de forma certera- siempre nos relataba sus anécdotas y aventuras, y aun recuerdo la relacionada con la manera en la cual logró conseguir su libertad, nos contaba que para consumir ocio los guardias de la prisión organizaban cada cierto tiempo una carrera entre reos alrededor de la isla, ofreciendo como premiación al esforzado ganador una exuberante prostituta y la mismísima libertad.

Aquella justa olímpica era todo un acontecimiento, debido a la estimulante presea en juego, y las gabarras se congestionaban de excitados curiosos provenientes de los poblados aledaños, que ya tenían churupos y enceres empeñados a favor de uno u otro recluso, sin contar a familiares, amigos, y enamoradas que se rasgaban las vestiduras aupando a su atleta penitenciario favorito. Los reos se preparaban durante el año y la carrera no estaba exenta de trampas y descogotados a orilla de ruta. Mi joven viejo figuraba como uno de los favoritos de la edición, por su complexión física y por no ser comunista, cosa que agradaba visiblemente a los guardias, de los cuales no pocos llegaron a relacionarse amablemente con él durante sus casi dos años de reclusión.

Lo cierto es que tras fingir lesión, faltando pocos metros para el final, Padilla descargó un infernal pique, estimulado por el vitoreo, las detonaciones al aire de los guardias de la prisión y por supuesto; el angelical recuerdo de Adelaida -estableciendo parciales suicidas como se diría en la jerga hípica- poniéndose de primero, sacando varios cuerpos de distancia al pelotón, que se desgreñaba tras sus largas zancadas, y al son de la concurrencia eufórica con un ¡Padilla, Padilla! Esgrimido a todo gañote, logró, exhalando hasta el último aliento, atarugado con su propio corazón, cruzar como ganador la meta. Y así de una forma digamos épica consiguió la libertad mi viejo. Aunque hasta sus últimos días denunció con amargura que jamás conoció el paradero de su cortesana.

La madre de mi papá -no creo que sea apropiado decirle abuela- se llamaba Ninfa, era criada domestica en una hacienda de Barinitas, en los llanos occidentales de Venezuela, propiedad de un tal Raúl Matos, como era ordinario en aquellos tiempos de la Venezuela que de a poco dejaba de ser rural, con sus vastos latifundios semi feudales, de señores herederos de una vetusta filiación a la dictadura gomecista y una peonada depaupera, enfeudada y atada permanentemente a la tierra -esa a la que se le pagaba con una reducida cantidad de fichas únicamente canjeables en la pulpería propiedad del mismo hacendado, quien cobraba los fiaos con trabajo- el patrón podía hacer lo que quisiera dentro de sus dominios y algunos abarcaban pueblos y caseríos completos. Ninfa como su nombre advierte era una linda y seductora muchacha y Raúl Matos amparado en su abusiva autoridad no dejaba flor viva en su señorío, más temprano que tarde, Ninfa esperaría a un bastardo, de los cuales seguramente trajo al mundo varios. Ese bastardo –estigmatizado de por vida- resultó ser mi papá. Bien sea por maldad, por ocultarlo de la señora o por usos corrientes de la época, el niño Padilla fue entregado a la peonada y vivió sus primeros años en las cuadras de los caballos, criado y adiestrado en los oficios de la dura faena llanera, sobrevivió en condiciones infrahumanas, sufrió el hambre -los peones comían hasta tierra- y enfrentó al paludismo venciéndolo.

El viejo Padilla poco me habló de su vida en la hacienda de los Matos. Recuerdo que me decía que lo amarraban con un mecate a la cintura y lo arrojaban a los ríos crecidos para salvar al ganado, su vida era menos valiosa que la de la vacada y jamás fue reconocido por su padre. Un día ese muchacho raquítico y congestionado de parásitos decidió escapar del infierno –o mudarse de infierno- aventurándose a la capital junto con otros compañeros, en ese éxodo campesino propio de la época de transición que se vivía, me la juego pa’ Caracas decía: “¡no aguanto más a este viejo de mierda!”.

En Caracas fueron albergados en la casa de un fulano de tal, tío de otro fulano de tal fugado con él, su intención era entregarse al servicio militar para dejar de ser un pendejo, y quizá algún día volver a Barinitas con jinetas al hombro y peinilla en mano a machacar a esa peonada que lo humillaba y sometía a diario por estar pegado al espinazo, y darle también garrote al coño e’ madre del viejo Matos, esas legitimas ilusiones albergaba mi piojoso y alpargatuo padre.

Pero como siempre pasa; no hay nada más difícil de concretar que las aspiraciones de un pendejo. Se presentó en cuarteles militares y policiales buscando enrolarse pero era tal su desprolijo estado, aspecto campesino y quijotesco biotipo que entre carcajadas -y más de un pescozón- fue expulsado de los recintos más rápido que lo que dura un peo en un chinchorro. Sin querer queriendo a mi pobre padre le tocó vivir “La vida del buscón” no purgada de sátira por supuesto.

Acostumbrado a las ásperas jornadas llaneras, y abrumado a su vez por la dinámica aun más salvaje de la ciudad, pronto, seguido por su sombra –el hambre- y la presión del tío del fulano, decidió probar suerte en el negocio más antiguo del planeta, no, no se metió a puta, sino que alquiló su fuerza de trabajo decentemente y esta vez no le pagaban con fichas.

Caleteando en el mercado popular, y teniendo acceso primerizo al dinero, no mucho pero suficiente para comer y pagarse un mugriento cuartucho, Padilla comenzó a ganar peso y mucha más fuerza. Sumido en su interés por apalear al viejo Matos y a su peonada decidió iniciarse en la práctica del boxeo.

Meses después quizá en el transcurso de un par de años, descargando camiones, practicando box y desde luego tomando varios ciclos de desparasitante, mi padre ya facturaba varias victorias pugilísticas de botiquín por la vía del cloroformo, fraguándose una respetable reputación en los bajos fondos suburbanos, y por cierto también dejó atrás aquellos amoríos equinos de su adolescencia pampera, porque esas yeguas, mulas y burras salvadas de las corrientes fluviales no se iban a ir con la cabuya en la pata, un coito raquítico era lo mínimo que podía cobrarse para su descargo el pobre Padilla.

En la carrera hacia el pendejismo que irremediablemente todos corremos, unos con más empuje que otros, existe una ruta directa y sin atajos para obtener el máximo galardón, esa ruta es creer; sí, creer. Creer que puedes o creer que no puedes. Nos hacemos menos pendejos conquistando la convicción de que para distanciarnos del pendejismo debemos dejar las divagaciones mentales arrojándonos sin miramientos al abismo de la acción, con la mente en blanco, desterrando las dudas.

A fuerza de golpe y finta Padilla comenzó a hacer y haciendo concretó un perfil propio y decoroso para ser admitido en las fuerzas armadas, de tal manera pasó a formar parte de la Guardia Nacional, casi analfabeta pero con una fuerza inspirada en la vendetta, pronto mi padre sería considerado uno de los aspirantes más sobresalientes. Con la mente en blanco, maquinalmente, sobrellevaba su pesado día a día, pesado aunque mucho más cómodo que aquellas largas y estériles jornadas llaneras, llevaban guamazos en el cuartel pero por lo menos no tenían que comer tierra, cuando me refiero a la geofagia no lo hago a manera de broma, en los llanos venezolanos cuando despuntaba el hambre, una vieja costumbre africana germinaba para acallar alaridos estomacales, los peones llaneros azolados por la mezquindad del señor se veían obligados a preparar arepas de barro. Un poco de manteca, una pizca de sal, alguno que otro insecto y sol eran los aditivos predilectos para sazonar la mísera mezcla que no tardaba en inflamar los estómagos y dar una ficticia sensación de llenura que finalizaba casi seguramente con la posesión de los macilentos cuerpos por parte de alguna variedad de calentura tropical. Los que conocemos el hambre sabemos que se sufre menos muriendo de tercianas con el estómago lleno.

El ruin atol mañanero era un deleite para mi viejo, ni hablar de aquello que llamaban comida e’ perro en el cuartel, una mezcla pegajosa de carne molida con arroz y papas. Cuando el capitán estaba alegre seguramente por sumar una nueva cadetera a su rebosada lista, hacían espaguetis a la boloñesa a veces tan malos que los compañeros vertían su porción en el plato de mi papá – un buen soldado no sólo debe poseer un buen corazón, sino que también debe contar con un buen estómago, quizá esto último sea lo determinante- quien la recibía complacido, la textura mazacotuda de la despreciable pasta era el cielo después de una vida mordiendo el polvo literalmente.

El claustro cuartelario no hacia mella en su ánimo, después de todo se parecía a aquella vida llanera, esa de la inmensidad del encierro, de infinitas pampas, de briosos bestias para cabalgar pero de duras cadenas y ¡qué mierdas! En el cuartel había comida, rangos que escalar y un equipo de boxeo, aparte le pagaban y salía de vez en cuando -cuando el capitán estaba de humor- a gastarse el salario en mujeres y caña, tenia relucientes botas, no alpargatas, y un uniforme que cuidaba celosamente, es más: hasta fumaba ¡el grancarajo! Pronto tendría acceso a la peinilla y la Smith and Wesson, e imaginaba placenteramente las mil maneras de cobrase la afronta de haber nacido del viejo Matos. Entre ceja y ceja estaba Barinitas, Barinitas lo despertaba y lo acostaba.

Sinopsis

Rey Padilla, tal como su padre, acostumbraba a cebar nuestras reuniones de amigos, trago de ron en mano con las anécdotas de su aparatosa existencia, que nos hacían pasar prontamente de las carcajadas al llanto. La diáspora poblacional que sufre actualmente Venezuela, diseminó a ese grupo de amigos por diversos lugares del mundo, limitando nuestros encuentros a comunicaciones telefónicas, en medio de ellas, recordando aquellas largas y formidables tertulias etílicas, con lagrimas porfiadas prontas a brotar, decidimos él y yo proyectar la perpetuación de dichas andanzas. De manera que haciendo una especie de ejercicio de historia oral a través de notas de voz transmitidas desde la la isla de Mallorca lugar donde hoy reside Rey, comencé a darle sentido narrativo y literario a la información por él transmitida. Bocados de Arena es una cooproducción literaria, en la cual participo como vehículo destartalado piloteado por un alma ciega en la ruta hacia la nada.

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