Godofredo nunca se había lavado la ropa. Tampoco sabía fregar, ni siquiera poner un simple lavavajillas. Los científicos, que han facilitado las vidas de millones de personas con invenciones maravillosas, no contaban con la inutilidad principesca.

Godofredo era guapo, guapo a rabiar, guapo que te mueres, guapo por las mañanas, sin ojeras, sin legañas, con el pelo en su sitio, guapo de noche, sin heridas, sin pelusa de bigote, con la sonrisa habitual; tenía una existencia apacible en su belleza, guapo en el espejo, en la bañera, vestido con sus mejores galas o desnudo al nacer. Era tan guapo que hasta se le perdonaban los labios fruncidos con satisfacción y las cejas alzadas ligeramente con altanería. Casi ni se notaba lo mucho que pestañeaba. Era ligeramente amanerado, y el noventa por ciento de los chismorreos sobre Godofredo trataban de buscarle un sentido profundo a ese detalle.

Sin embargo, el chismorreo no era el tipo de conversación que más mencionaba a Godofredo, y eso que salía en todas las revistas de moda. Donde más se pronunciaba su nombre, un nombre del linaje familiar, un nombre regio o casi, era en las esquinas oscuras, en los armarios de escobas, en las tabernas abarrotadas, en los callejones sin salida. Esos intercambios no eran amigables y tiernos, llenos de un amor por lo simple y un cariño por lo tonto, curiosos por las preferencias amorosas de un joven que se ahuecaba las plumas. Todos ellos urdían complot tras complot, en los cuales su toma de poder chocaba con el terrible obstáculo de tener que dañar al pobre príncipe Godofredo.

El heredero gozaba del privilegio de los niños y las mujeres en las catástrofes cotidianas, que aún en su época se mantenía pese al feminismo creciente. No tanto la voluntad de preservar la especie, salvar las futuras generaciones humanoides, permitir que la vida siga… sino el lado más criticado de la galantería, el no querer dañar a los débiles. Godofredo representaba la contradicción misma de la selección natural. La criatura no se podía defender, así que no había que matarla. Con algo de mala suerte se reproduciría y la especie empeoraría más aún.

Godofredo podría entonces haberse jactado de ser el que mantenía a su padre en el trono, pero no se sabe a ciencia cierta si se enteraba de algo de lo que pasaba en la corte.

Sin embargo, los nobles que quieren destituir al rey no suelen tener una paciencia infinita. Aunque no tenían la inteligencia de poner a Godofredo en el poder y llevarle de aquí para allá como una marioneta, eran lo suficientemente listos como para pedir ayuda. Y resultó que había vuelto de sus estudios en la Sorbona de París el hijo de uno de ellos. Éste tenía la virtud de haberse leído de cabo a rabo todos los libros de filosofía política que le pasaron por las manos. Sus profesores le habían enseñado a no tener escrúpulos y «ce n’est pas un petit roitelet qui va freiner mon ascension au pouvoir«. Es decir, que tenía claras sus ambiciones y Godofredo no iba a impedírselo, hablando en cristiano. Así pues, contrató a un par de sicarios extranjeros para que no estuviesen cegados por lo bobalicón del pequeño visigodo… Por suerte, o por desgracia, alguien debió de enterarse antes.

Por suerte, porque me da la ocasión de contar algo en esta mañana nublada y lluviosa, sin luz y sin esperanza. Por suerte, porque así pudieron los sicarios tener trabajo, y pagado, para rato. Por suerte para todos los habitantes del reino que veneraban al guapo de Godofredo.

Por desgracia porque el mundo se habría portado mejor con un Godofredo menos. Porque le dio la brasa a base de bien a la chica con la que se encontrará después. Por desgracia para Fulgencio, el estudiante de filosofía de la Sorbona, que se tiró muchos años reinando con una horma en su bota de rey, sentado incómodo en el trono del padre de Godofredo, con contracturas en la espalda que ni su fisioterapeuta era capaz de deshacer.

A base de susurros de boca a oreja y de gente corriendo por los pasillos del palacio, abriendo pasadizos secretos iluminados con luces de neón, los criados y nobles encandilados por la hermosura narcisista de Godofredo consiguieron sacarlo de allí y llevarlo a una casucha de pescadores al borde del Erbo donde debería haber vivido feliz. No obstante, Godofredo nunca se había lavado la ropa, y acercarse a las turbulentas aguas ruidosas del caudaloso río supuso tal problema que se peleó con él la gorda propietaria de la cabañita. Ni le iba ni le venía quién fuera ni cuán rechoncho estuviera el pobre Godofredo, y sus labios fruncidos y sus cejas alzadas ligeramente le ponían tan de los nervios que acabó echándolo de casa. Le dio unos chelines y un trozo de pan con chorizo, le enseñó el camino que llevaba a la ciudad y le dio la espalda, dejándolo solo frente a la dificultad de cortar pan rancio y chorizo duro con inexistente cubertería de plata.

Godofredo fue lo suficientemente avispado como para andar hasta la ciudad (que lo era más de nombre que de aspecto, ya que no había un solo rascacielos) pero no fue capaz ni de cortar el chorizo con los dientes. Tiró el pan al agua (ni se lo comió blando, ni bebió del río) y el chorizo al camino, donde un perroflauta lo recogió, lo lavó y se dio un buen festín.


Calpurnia frotaba una mancha de salsa de tomate de su camisa. El muy idiota de Rodrigo le había vuelto a escupir mientras hablaba, con los gordos labios llenos de espaguetis boloñesa. Al parecer, Calpurnia lo había leído en algún lugar, los italianos no hacían salsas boloñesa con tomate. Podría decírselo a Rodrigo, para borrarle esa expresión que rezumaba satisfacción de su carota hinchada y roja. Cuando comía, Rodrigo, que ya era feo de por sí, no podía mantener los ojos abiertos. La piel de los mofletes se le subía hasta los ojos. Era ridículo.

Por alguna razón que no conseguía aclarar, Calpurnia seguía comiendo los jueves con Rodrigo en El Enjambre. Seguían manchándosele las camisas de salsa de tomate, y ella seguía poniéndole ojitos a la chica de la casa sobre el río para que la dejase pasar a usar su jabón. No tenía chelines suficientes para una lavadora a la semana, sobre todo por una camisa, por muy camisa sedosa y hermosa que fuere.

Calpurnia tenía estilo y clase, era elegante cuando había que serlo y tenía un punto de chocante cuando no había en la costa romanos a los que impresionar. Llamaba la atención. Cuando se lavaba las manchas de tomate, sin embargo, procuraba pasar desapercibida.

Una perturbación en el Erbo casi le hizo soltar el jabón Lagarto. Un trozo de pan iba a la deriva, directo hacia un centenar de rocas puntiagudas. Por algún impulso estúpido, Calpurnia se lanzó a por el trozo de pan y se mojó hasta la cintura. El escalofrío al entrar en el agua le sentó de maravilla. Alcanzó el trozo de pan y se dio cuenta de que era blanco. Extraño manjar desechado, ¿quién podía ser tan idiota? Estuvo tentada de soltarlo de nuevo en el río, pero al mirar al agua vio una tal cantidad de peces dispuestos a devorar el manjar que acababa de pescar que decidió tomarse un postre. No estaba tan mal, después de todo, poder comer y beber de un mordisco.

Se puso su camisa limpia, se metió entera en el agua, para estar empapada por igual, y salió del río por la orilla a las afueras de la ciudad, donde un pequeño espacio de hierba acogedor la esperaba para una buena siesta al sol, el tiempo de secarse.

No hacía mucho tiempo que dormía, a juzgar por el húmedo tacto de sus ropajes, cuando la despertaron unas pisadas ruidosas por el camino del bosque. No se movió un milímetro, por eso de jugar a los espías, y esperó a ver quién era tan poco sigiloso. Calpurnia le otorgó el papel del sicario malvado, puñal en mano, listo para ensartar la garganta del bueno dormido… o para verse sorprendido por los movimientos ágiles, rápidos e imprevistos del bueno alerta: los malos siempre pierden. Los pasos se le acercaron y se pararon frente a su cuerpo. Lista para saltar al cuello de su agresor, que en su cabeza llevaba pasamontañas y tenía la piel quemada y el pelo muy claro, Calpurnia abrió los ojos. Y se encontró frente a frente con el chico más guapo que había visto jamás.

Qué pena que no fuese un malvado sicario. La ensoñación desapareció de su cabeza.

–Buena dama, tenga la bondad de ayudar a este pobre caballero. Me encuentro desamparado y extraviado, me han abandonado, me ve aquí confundido y como descarriado…

El cable de sonido del cerebro de Calpurnia se desconectó. No sólo estaba demasiado obnubilada por la belleza de semejante espécimen, sino que no entendía ni jota de lo que le decía la aparición. Eso le restó puntos de belleza, así como sus labios fruncidos. Calpurnia se incorporó lentamente, mientras el desconocido hablaba en verso, sin quitarle los ojos de encima. ¡Qué guapo era!, daba gusto mirar.

Intentó colar un par de palabras en la retahíla poética del guapísimo desconocido, pero él parecía ensimismado en su lirismo. Calpurnia se preguntó si le estaba declarando su amor, si la estaba recriminando por dormir en la hierba, o si estaba loco.

–¿Podrá usted entonces ayudarme? –concluyó.

Ella sonrió por hacer algo. Era una sonrisa suspiro, un poco tensa en los bordes, con una forma demasiado horizontal, como si las comisuras de la boca se metiesen hacia dentro por sus mejillas. La hizo a la vez que echaba una buena medida de aire por la nariz, que se le abrían un poco los ojos y se le fruncía el ceño; la parte exterior de las cejas se le alzó en contrapartida. El resultado final era una mueca de compasión e incomprensión. Por lo menos había entendido sus últimas palabras.

Estaba por responder cuando oyó un crujido en el bosque. Se giró, alerta, y vio la punta sable de una bayoneta. Cogió la mano de la belleza andante y tiró de su propietario mientras se tiraba al río. La bala silbó en el aire, pero nadie la oyó porque se le adelantó el chapoteo de dos cuerpos al romper la nítida y lisa superficie del Erbo tranquilo.

Bajo el río, Calpurnia guió al joven unos metros, buceando, siguiendo la corriente. Unos tirones en su mano le hicieron darse cuenta de que el otro se estaba ahogando. Nadie le había enseñado que bajo el agua no se respira.

Maldiciendo a todos los dioses habidos y por haber, Calpurnia tiró del chico hasta la superficie, pero no oyó la característica bocanada de aire que suele aspirarse en cuanto se deshace la unidad imperturbable del agua al emerger. Ni siquiera malgastó sus fuerzas en mirarlo. La ropa que llevaba pesaba mucho y tenía que concentrarse en llegar a la orilla con el peso muerto en los brazos. Para salir, agarró el cuello de la camisa del chico y se izó con el codo derecho contra la hierba embarrada. Ya se había ensuciado otra vez. También se llenó la rodilla derecha de barro y hierbajos, hasta se clavó un cardo en algún punto de la pantorrilla. Pegó un alarido; probablemente fuese una palabra malsonante, pero no se entendió nada.

No silbó ninguna bala cerca de ella, pero no se paró a esperar. Igual querían matar al chico mientras lo sacaba. Igual observaban a ver si el agua del Erbo que tenía en los pulmones acababa con él. Calpurnia no les dejaría ni presenciarlo. Arrastró el pesado cuerpo mucho más de lo que habría necesitado (qué bien huele, madre mía), hasta el camino de tierra y más allá, donde había un campo de cereales. Aplastó las plantas sin madurar tumbando al joven y empezó a bombearle el torso. No hizo falta mucho, ni siquiera se le rompió una costilla. Empezó a vomitar agua y a toser sin parar. Calpurnia le dejó unos segundos, el tiempo de mirar a los árboles del otro lado del Erbo. La distancia era muy larga hasta para un tirador con ojos de águila y ballesta con precisión milimétrica, pero igual tenía más de un arma. El chico estaba sentándose trabajosamente cuando Calpurnia tiró de él para hacerle correr campo a través, a trompicones.

Por lo menos no se quejó. Se le daba bien seguir indicaciones, aun estando en mal estado después de haberse dado un empacho de Erbo. Siguieron corriendo hasta que llegaron a otra zona de bosque, y en éste, hasta que encontraron un tronco caído en el que se sentaron. Calpurnia le dio el visto bueno, demasiada luz para ser un refugio de bandidos. Esperó hasta calmar su respiración, lo que le tomó más tiempo que al chico guapo. Frunció el ceño:

–¿Quién eres? –lo decía más por si era alguna criatura sobrenatural de los bosques, incapaz de nadar, pero con una resistencia física envidiable. Hermoso como ningún otro ser humano y menos avispado que un niño recién nacido.

–Godofredo, para serviros.

El ceño de Calpurnia siguió fruncido.

–¿Godofredo? –le incitó, a ver si le daba más indicios, con tonillo de “¿se supone que tengo que entenderlo sin más?”.

–Godofredo –asintió el epónimo, confirmando la pronunciación.

Calpurnia casi casi se rió, porque aquello parecía surrealismo. Tendría que mencionar el problema:

–¿Por qué han intentado matarte? –preguntó. Mejor no andarse con chiquitas, al fin y al cabo, era lo que había ocurrido.

–Lo ignoro. Sin embargo, tras mis lecturas cuantiosas he comprendido que los atentados suelen ocurrir. Ya me había hecho a la idea.

Calpurnia volvió a quedarse muda. No se esperaba nada por el estilo. Tendría que haber una deuda sin saldar, una venganza por cometer, un odio infundado del que huir… ¿Los atentados suelen ocurrir? Le daba la impresión de que Godofredo estaba dando por hecho muchas cosas que ella no tenía nada claras. Por ejemplo, quién era.

–¿Vives pensando que pueden intentar matarte porque… porque a veces ocurre? –un medidor de incredulidad habría marcado números muy altos frente a las palabras de Calpurnia.

Godofredo sonrió con resignación. Era una sonrisa encantadora.

–Entiendo que ya es la segunda vez y por eso Bipo me mandó fuera del castillo, ¿verdad?

Realmente el chico estaba esperando que ella entendiese todo el asunto. Realmente él creía que ella podía comprenderle con la poca información que le daba. Era evidente que no era una broma. Era increíble que no fuese una broma.

–¿Bipo?

–Mi mayordomo. Mi ayo fue su tío.

Debería haber preguntado lo del castillo, no lo pensó a tiempo. Asintió con la cabeza y un sonido vocal indefinido. Godofredo volvió a sonreír. Parecía contento. Por alguna extraña razón, la calidez de su sonrisa le daban ganas de imitarle.

La razón retomó rápidamente el control.

–Entonces, ¿es la segunda vez? ¿Qué pasó en la primera? ¿Sabes quién…?

–No tengo absolutamente ninguna certeza, lo deduzco porque Bipo parecía muy preocupado, y porque en general no suelo tener que esconderme. Todo el mundo sabe quién soy.

Aquella interrogación no estaba dando resultado. Faltaban ingredientes. Quizás si ella le daba un ejemplo de cómo hacerlo (yo soy Calpurnia, estoy viviendo en la ciudad, pero vengo del otro lado de la sierra, del valle de las Piedras. Mi padre tiene dominios allí. Me estaba echando la siesta cuando llegaste. No me esperaba que pudiese correr un peligro mortal por eso)…

–La verdad es que no te había visto nunca antes.

Esperaba poder llegar a algo más con aquello.

Godofredo no se sorprendió como podía haberse sorprendido alguien que acababa de afirmar “todo el mundo sabe quién soy”. Sonrió de nuevo de forma paternal. Podía apodarle Sonrisas. Apunte: sonrisas preciosas.

–Es natural que nunca me hayáis visto, Calpurnia. No todos los que saben quién soy me han visto, no puedo aparecer en cada evento público, ni hacer eventos públicos por cada aldea, sería agotador. Me encantaría poder afirmar que mi pueblo me conoce, que yo conozco a mi pueblo, pero es imposible. Eso dice siempre mi padre, con algo de tristeza en la voz y cansancio en los ojos. Al verlo me doy cuenta de lo difícil que es gobernar.

La comprensión le corrió por las venas hasta todas las extremidades en forma de escalofrío. Había dicho castillo. Había dicho gobernar. Había dicho evento público. También había dicho “mi padre”. Todo el mundo sabía quién era. El hijo y único heredero del rey Recaredo III también se llamaba Godofredo, recordó habérselo oído a Lucio hablando con alguien.

La joven se maldijo por no haberse dado cuenta antes. A esas alturas tendría que ser más veloz de mente.

–Godofredo –susurró. El aludido, cómo no, sonrió.

Qué guapo era.


RESUMEN

Godofredo es hermoso. Es perfecto. El significado de su nombre lo pone, desde antes incluso de nacer, por encima de nosotros pobres mortales. Es un príncipe, ¿cómo no? Su padre es un rey muy querido, su futuro está trazado. Los antiguos dioses cuidan de él, aunque su familia acabe de convertirse al catolicismo.

A Calpurnia no le interesa la belleza divina. Se está preparando para algo grande, algo que le dé una dirección a su vida, como los antiguos héroes. No podrá luchar contra su destino, deberá seguirlo hasta en sus más nimios detalles, y será recordada. Con algo de suerte, el mundo durará lo suficiente como para que le dediquen una o dos biografías, tres o cuatro obras de teatro, cinco o seis millones de poemas, aunque no quiere sonar ambiciosa.

Su destino la está buscando y tiene que estar alerta. Y quizás el desastroso (pero hermoso, admitámoslo) príncipe desamparado que acaba de aparecer, huyendo de un primo malvado que acaba de matar a su padre y hacerse con el poder en su reino, la necesita a ella para recuperar su trono.

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