Jueves 6 de octubre 19:45
El estado de la batería del móvil hacía imposible seguir jugando, el café de la maquina me había revuelto el estómago, y la silla de plástico estaba mutando a potro de torturas. Por supuesto, peor lo estaría pasando Montserrat, mientras un laparoscopio y unas pinzas hurgaban en sus intestinos, y sufriendo, principalmente, porque la apendicitis aguda le hubiese afectado cuando estábamos solos y trabajando, lo que nos había obligado a dejar el trabajo a medias, para correr al hospital más cercano.
Alcé la vista y me vi reflejado, una vez más, en una de las cristaleras de la sala de espera: Pelo corto y negro con algunas canas, y constitución normal con una incipiente barriga. No estaba mal, aunque seguro que, debido a las circunstancias, aparentaba más de los 35 años que tenía y no ofrecía la imagen ideal de un inspector del cuerpo de Mossos d’Esquadra.
Me estaba planteando si valía la pena una rápida excursión al quiosco más cercano que, en estricto cumplimiento de la ley de Murphy, provocaría en ese intervalo la aparición de la pareja o los padres de Montserrat, o cualquier otra persona afín a la enferma, que me haría sentir indigno de la sencilla tarea de esperar las novedades del médico, cuando un impulso del nervio óptico, despertó mi córtex cerebral. Evidentemente, el sujeto malinterpretó mi mirada, puesto que fue a sentarse justamente a mi lado.
Como policía, me he enfrentado más de una vez a bandas de punks, y lo que menos me imaginaba es que uno de ellos viniera a charlar conmigo, y además, que lo hiciera el que parecía más llamativo de todos los de Barcelona. La cresta verde y azul fluorescente, la chaqueta tejana destripada, los pantalones con una pernera de cada color, los numerosos piercings y las imprescindibles botas militares, aparecían sal-picadas, o directamente cubiertas de una abundante cantidad de sangre que parecía haber salido de su cráneo, adornado por un largo tajo zurcido con numerosas suturas.
–¿Chana no? –dijo mirándose a sí mismo y levantando una ceja–. ¡Voy a matar a ese hijo de perra! ¡Con un hacha, pavo! ¡Nos quería matar con un hacha! ¡A la Koki casi le arranca el brazo! –levantaba bastante la voz, ignorando mis intentos para que recordara dónde nos encontrábamos.
–Vale, ahora cálmate y…
–¡Y diciendo que dábamos mala imagen, noshajodioelpeazocabrón! ¿Y un hijoputa dando hachazos no da mala imagen?
–Pues… sí –yo estaba más preocupado de intentar parar la conversación, que de responder coherentemente–. ¿Has tenido suerte, no? –en pocos segundos, habíamos conseguido atraer la atención de toda la sala que, con mayor o menor disimulo, aguzaba el oído.
–¿Pero qué dices, suerte? ¡Que me he apartado a tiempo! – del sobre que tenía entre las piernas, sacó un TAC craneal que mostró orgullosamente–. Mira, mira, este soy yo –dijo con una sonrisa idiota entre un coro de exclamaciones ahogadas de la audiencia–. Tengo un cacho hueso dentro de la cabeza.
–¿¡Y no te lo sacan!? –lo que mostraba el TAC, era una considerable astilla de hueso, que había penetrado unos cen-tímetros en el cerebro.
–No quieren. Se ve que la anestesia y el jako se montan unos pollos muy tochos dentro del cuerpo.
–Le están cosiendo el brazo. Me he tenido que salir porque me daba la risa.
Murmullos reprobatorios de los cuatro puntos cardinales. –¡Hombre! Reírse en un momento así… –¡Es que no paraba de chillar! –Claro, por el dolor…
–¡No se entera de na, va puestísima! Es que le gusta pincharse en ese brazo –y la imita poniendo voz de falsete–: ¡Cortadme el otro si queréis, cabrones, pero éste me hace falta!
De nuevo un ¡oh!, generalizado.
–¡Coño! –no suelo decir tacos, pero la situación me desbordaba.
–Y yo, venga a decirle: Koki, que te pinchas con el otro. Y ella: que no, que me pincho en este. Y yo: sí, pero con la otra mano. Y ella: sí, pero en este brazo. Y yo: sí, pero con la otra mano. Y ella: ¡no me toques más los cojones! El brazo que me hace falta es éste. Y yo: sí, pero te pinchas con la otra mano, y la mano está cogida al brazo. Y allí se ha quedao con la boca abierta, y yo venga a descojonarme, y los putos médicos me han echado.
–Bueno… normal… supongo.
–Voy a salir a pillar algo.
–¿No quieres que te quiten el trozo de hueso del cerebro?
–¡Eh! Que voy a pillar para los dos, la Koki va a salir con un mono, uf, se pone insoportable.
–Acompañantes de Montserrat Casals, acompañantes de Montserrat Casals, pasen a reanimación…
–Mejor quédate aquí, y le explicas todo esto a la policía –le dije cogiéndole del brazo para impedir que se levantara–. Ya sé que no te gustamos, pero mira, yo soy Mosso y no muerdo. Y al del hacha, mejor lo encerramos, ¿no? –me marché, dejándolo con la boca abierta, y en la puerta me crucé con una pareja de agentes de uniforme que me miraron sorprendidos.
–¡Inspector, no esperábamos encontrarle aquí! ¿Usted dirige la investigación?
–No, es casual. El testigo que buscáis está aquí dentro y me ha explicado lo ocurrido. Es toxicómano, pero es un buen tío.
–¿Entonces?
–Enviad dos patrullas a su casa, que detengan a un perturbado que tiene un hacha… Y la historia del brazo de la Koki no es necesario que figure en el informe, pero vale la pena que os la explique.
Martes 1 de noviembre 17:13
Con la alta médica desde principios de semana, conducía Montserrat. Desde que soy inspector, casi nunca conduzco. Por supuesto, nadie me lo impide, pero no es práctico, porque si no estoy dando instrucciones a los que viajan conmigo, o comunicándome a través del móvil, aprovecho para ordenar las ideas.
Eso no significa que no lo eche de menos. No hay, para mí, subida de adrenalina comparable a la de cruzar la ciudad en hora punta con los prioritarios encendidos, sobre todo en Barcelona, donde los conductores se desviven para dejar pasar a los vehículos de emergencia.
Aunque tardamos menos de cinco minutos en llegar, fuimos los últimos, como no podía ser de otra manera dados los cien metros escasos entre el lugar de los hechos y la comisaría de plaza España.
No podíamos saberlo, pero el Modernismo, representado en la mariposa de hormigón que corona la casa Fajol, y nuestro desconcierto ante los hechos, sería el pan de cada día durante aquel mes de noviembre.
Una unidad del SEM atendía a una de las víctimas, una chica con un ojo morado que no dejaba de llorar y señalar un cochecito vacío y volcado en el suelo.
Mientras los técnicos buscaban indicios y los agentes interrogaban a los testigos, pude obtener una primera declaración de la chica, antes de que la evacuaran al hospital Clínic.
Se llamaba Pilar Chapaprieta, y era la niñera de un niño de dos años. Como cada día, empujaba su carrito, cuando dos hombres con barba, gafas de pasta y camisa de cuadros los atacaron. Todo sucedió en menos de treinta segundos, y los asaltantes no dijeron ni media palabra. Se bajaron de un coche que se había parado a su lado, la aturdieron de un puñetazo, cogieron al niño y la bolsa que colgaba del cochecito, y huyeron.
–¿Guillem Hortalà?
–Soy yo.
–Soy el inspector Arturo Ferriz. Lamento comunicarle que su hijo ha sido secuestrado.
–¿Qué hijo?
–Pues… su hijo de dos años –en ese momento me daba cuenta de que no le había preguntado a Pilar el nombre del niño, pero me había parecido entender que era hijo único.
–¡Ah! Sí, claro. Mi hijo. ¿Y qué dice que le pasa?
–Lo han secuestrado.
–Llamen a la niñera, debe ser cosa de ella. Se llama Pilar no sé qué. ¿Debería tener su teléfono? Sí, seguramente debo tener su teléfono por algún lado.
–Pilar está en el hospital Clínic, señor. Le han quitado al niño mientras iban por la calle.
–Ya decía yo que no podía confiar en ella. ¿Eso significa que lo han secuestrado? Sí, probablemente sea un secuestro. ¿Han llamado a la policía?
–Sí, señor. Soy el inspector Arturo Ferriz, del cuerpo de Mossos d’Esquadra.
–Claro, claro. ¿Qué tengo que hacer?
–¿Está en casa, ahora mismo?
–¿Que si estoy en casa? Sí, ahora estoy en casa.
–No se mueva, llegamos en cinco minutos.
El tercer miembro de mi equipo, el sargento Marc Baixeras, durante el trayecto a casa del señor Hortalà, nos fue leyendo su entrada en la enciclopedia digital, básicamente nutrida de la prensa rosa, que contaba con todo lujo de detalles la historia de amor entre el último representante de una larga estirpe de arquitectos, y la única heredera de un imperio industrial en decadencia, Daphne Brodat, que se habían conocido de adolescentes hace treinta años, y después de una fastuosa boda y de esperar un tiempo prudencial, habían iniciado un largo y doloroso vía crucis de médicos, tratamientos y clínicas, hasta que Daphne consiguió su sueño de quedarse embarazada. La felicidad les duró poco, ya que dos meses antes de la fecha prevista para el parto, un desprendimiento de placenta, mientras dormía, le provocó una hemorragia tan grave que cuando llegó al hospital, los médicos solo pudieron salvar al bebé.
Empecé la entrevista explicándole otra vez lo que había ocurrido, sabiendo que me esperaban miles de preguntas sobre el niño y el secuestro, que yo no podría responder.
–La foto de su hijo está en todas las unidades de tráfico y policías locales, hablaremos con los informadores que tratan con los criminales, investigaremos a los padres de los compañeros de la guardería de su hijo, al servicio doméstico, los com-pañeros de trabajo, vecinos. Usted tiene unos cuantos enemigos, eso también nos va a llevar un tiempo.
–Los modernistas anónimos –su tono expresaba una pizca de desesperación y un gran cansancio–. ¿De vez en cuando qué recibo? De vez en cuando recibo amenazas de muerte.
–Tengo entendido que tiene usted un… ¿club oficial de enemigos?
–Cosas de las redes sociales. Ahora mismo hay más de trescientas personas apuntadas a una página que se llama “Yo también odio a Guillem Hortalà”. La semana que viene aparecerá un nuevo libro, con noventa y cuatro sitios nuevos, y seguramente el número de enemigos crecerá. Claro que también tengo millones de fans en todo el mundo, ¿y qué pasará cuando salga el nuevo libro? Seguramente, cuando salga el nuevo libro, serán más.
–Necesito una copia del libro ahora mismo, empezaremos a buscar por ahí.
–Solo hay siete personas, con usted ocho, que sepan que he estado trabajando en ese libro. Tomo todas las precauciones – parecía mucho más preocupado por sus libros, que por su hijo.
Yo no tenía ninguna intención de explicarle cómo de ingenua me parecía aquella frase, pero algo debió ver en mi cara, porque se dejó caer en una silla, con un llanto que parecía salir de muy adentro. Me senté a su lado y le cogí la mano.
–No se culpe, no ha hecho nada malo
–Es culpa mía, todo es culpa mía –parecía haber entendido, de repente, que su hijo estaba en peligro.
–Nos vamos a dejar la piel para encontrar a su hijo–. Ya estaba pensando en la primera persona a quién pediría ayuda para afrontar ese caso: El inspector Fabra, el compañero con quien menos me apetecía hablar.
Jueves 3 de noviembre 19:00
En la escuela de policía de Catalunya, cuando los instructores mencionaban su nombre, los aspirantes soñaban con alcanzar su gloria, todos querían ser como él, y cuando aparecía para dar una clase magistral, se apiñaban alrededor suyo como si fuese una estrella de rock.
Me veía obligado a recurrir a él, porque la división de menores no pagaba confidentes. Dicho así, no faltaba quien pensaba en elevadas razones morales o en el triunfo de la ciencia criminalística, pero la realidad era muy prosaica: no había. De puertas afuera, la comunidad criminal jamás ha visto con buenos ojos los abusos a menores, así que no podíamos confiar en confites de los que sacar información. Los compañeros de delincuencia organizada, en cambio, sí que tenían un buen stock. Pero, por supuesto, los tratos con esa división pasaban, ineludiblemente, por el inspector Fabra.
En todos los rincones de Catalunya, especialmente en las comarcas más placidas, se podían encontrar Mossos que habían olvidado el nombre del Conseller de Interior o el director general de la policía, simples cargos políticos con poca o nula vinculación con el día a día. Lo que no se podía encontrar en la policía catalana era alguien que no conociese el nombre del inspector Fabra.
Un sinfín de leyendas amplificaban su mito, como si la realidad no fuera suficientemente impresionante. Después de ganar una medalla de plata en atletismo en los juegos olímpicos de Barcelona 92, y dos de oro en Atlanta 96, había dejado el deporte profesional, para integrarse en las reducidas filas de la futura policía autonómica catalana.
Las virtudes aprendidas en el gimnasio le fueron muy útiles al vestir el uniforme: escaló por méritos propios hasta el grado actual y muchos aseguraban que la próxima silla de intendente vacante llevaría su nombre.
Sus estadísticas de confesiones, criminales atrapados y casos cerrados, no los igualaba nadie, y pese a estar a punto de cumplir cincuenta, seguía siendo imbatible en la galería de tiro, el tatami y, por descontado, la pista de atletismo.
Él se mantenía extremadamente serio, y jamás entraba, ni dejaba entrar, en el terreno personal, hecho que los aspirantes solían atribuir a su extrema profesionalidad, así que, cuando un nuevo –o no tan nuevo– agente se encontraba con él por primera vez, la conversación iba por derroteros muy parecidos a estos:
–¡Inspector Fabra, es un honor conocerle! –pulso acelerado, mejillas sonrosadas.
–¿Ah sí? ¿Y por qué? –mirada desapasionada desde sus
1,95 metros.
–Porque… ¡porque quiero ser como usted! –seguro que ahora me sonríe.
–¿Dices que piensas en mí? –frente con arrugas crecientes.
–¡Sí! ¡Todos los días!–. Ya está, le he tocado la fibra, ahora le invitaré a un café y…
–¿Y te tocas? –mirada entomológica por encima de las gafas.
–¿Cómo? ¿Qué ha pasado? Ah, vale, es broma –je, je.
–¿Te ríes de mí? ¿Conoces la comisión de disciplina? – músculos en tensión, puños cerrados con fuerza.
–¿Eh?, ¡No! Pero… si… yo… –sudor frio, esfínteres aflojándose peligrosamente.
–¡Sal de mi vista! ¡Vete a regular el tráfico en un cruce de mierda! –Salida de escena con furiosos pasos.
–¡Sí, señor! ¡Lo siento, señor!–. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo la he podido cagar así?
Después de encerrarse en un lavabo a llorar, o irse a casa con una baja de tres días, y tras un tiempo más o menos largo, el pobre novato o novata descubría que aquello no era por él, que el inspector Fabra tenía el instinto socializador de una hiena, y que había sido el enésimo a pasar por una experiencia similar, cuando no peor.
En general, nadie se molestaba en avisar a los aspirantes a Mossos, entre otras cosas, porque los pocos que sobrevivían con integridad a la experiencia, eran invitados por el propio Fabra a formar parte de su equipo.
En mi caso, como todos los que habíamos entrado en el cuerpo de Mossos como oficiales, recibí una charla informal con consejos que me facilitarían las relaciones con él.
–Soy el inspector Ferriz, ahora le mandaré un mail –había ensayado diversas fórmulas, hasta encontrar la que me parecía más fría y breve. No me sirvió de nada, su respuesta sonó como un latigazo.
–En el futuro, absténgase de avisarme. Lo envía y punto. Esa fue nuestra primera conversación, y con diferencia, la más larga durante muchos años.
Sin embargo, era capaz de escuchar con paciencia a una anciana, o a un niño, e incluso sabía ser comprensivo con los delincuentes. Las malas lenguas aseguraban que detestaba a todos los policías, y corrían muchas teorías al respecto.
Le envié el informe del caso, y en treinta segundos me llegó la respuesta automática de su buzón: No vuelva a contactar conmigo por este tema si no es para añadir información relevante, es exactamente lo que haré yo.
Por este lado, podíamos estar tranquilos: si en los clanes o asociaciones de delincuentes aparecía una mínima partícula de información relevante sobre el caso, el equipo del inspector Fabra la encontraría y nos la haría llegar diligentemente, aun-que, si resultaba ser relevante, Fabra no dudaría en pasar por encima de mí para alzarse públicamente con el éxito del caso. Mientras, tendríamos que hacer un esfuerzo para no preguntar, insinuar, o ni tan siquiera levantar las cejas, cuando nos cruzasemos con algún miembro de su equipo, y especialmente con él, si no queríamos desatar su ira.
Tampoco se podía descartar que el secuestro fuese obra de profesionales extranjeros contratados para este trabajo, la Guardia Civil y la Policía Nacional ya trabajaban en ello.
Por supuesto, mi equipo y yo no nos quedamos de brazos cruzados. Siguiendo las notas de Guillem, recorrimos centenares de kilómetros de urbanizaciones y hablamos con decenas de jardineros, vigilantes privados, repartidores de supermercados y, sobre todo, con propietarios de casas con tiempo libre y ganas de embellecerlas –o eso creían ellos– con veleidades modernistas, una docena de los cuales, con y sin antecedentes penales, estrenaban la creciente y poco esperanzadora, lista de sospechosos, gente a la que había que investigar, pero que no parecían capaces de recorrer la enorme distancia que va, del matón de discoteca, al sicario organizado, frío y profesional como los que llevaron a cabo el secuestro. Marc, basándose solo en su olfato de sabueso, incluso aseguraba que podía señalar al causante de que Guillem se encontrase, el pasado verano, con las cuatro ruedas del coche pinchadas, en uno de sus safaris fotográficos.
Este era solo uno de los tres frentes abiertos, para mí, el menos prometedor. De hecho, no creía que los modernistas anónimos estuviesen detrás del secuestro.
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