Las huellas de Anselmo

Las huellas de Anselmo

Silvia De Vivar

26/03/2018

Ahí estaba Anselmo…, y sus cuatro jinetes entre las telarañas que colgaban del techo por arriba, y la grasienta y lustrosa mesa por debajo de sus codos. La seca paja amarillenta mostraba el paso del tiempo: polvo, pequeños insectos muertos y también algunos vivos. Allí, entre esos pendientes permanentes, su mirada no distinguía lo que alguna vez fueron verdes juncos llenos de vida, seres minúsculos, componentes de las últimas escalas de valoración zoológica en la mente de los humanos, quizás no del universo. Ahora seca y rígida la paja atada, rejuntada y asegurada con cordeles espiralados y mugrientos seguramente en más de una ocasión, le daba el marco nostálgico, trágico y cruel a los ojos vidriosos de Anselmo; y demasiado quietos mirando el vacío y escuchando solamente un canto metálico, lejano, de máquinas que endulzaban y entibiaban el vino que atravesaba su garganta de tanto en tanto.
– Dentro de un rato vamos a cerrar don Anselmo.
Quejumbrosos pequeños ruiditos agudísimo acudían a sus oídos. Él levantaba la vista y preguntaba:– ¿Quién llama?, 98uB7 ¡Ya le contesto hombre, ya le contesto…! El viejo bar “Corned beef” había tenido techo fuerte de prolijas y fuertes bovedillas en otro tiempo, pero, “¡era tan gringo! don Anselmo, ¿vio?,que se lo saqué en un arranque de furia una tarde, le clavé muchos agujeros para no arrepentirme, luego tomé una hachita que siempre estaba tirada atrás del esqueleto de la fábrica y le di, le di y le di hasta que la furia se fue transformando en caliente sudor y lágrimas, que de una vez iban saliendo como al romperse un embalse, mire…Todo junto, todo. Como las ilusiones cuando me hecharon, todas juntas,¿Sabe cuántas veces le puse nombres distintos al bar y nadie le llamaba por él, sino por el de la lata esa»
– Disculpe…, Don Anselmo, ya cerramos. Perdone…, dígame, ¿Usted está llorando?
– ¿Llorando yo? No, mijo, es que como pestañeo poco se me secan los ojos y se me ponen colorados y después para que se mojen los aprieto un poco, los refriego y parece que he llorado. No se aflija, no me pasa nada, ya me voy.
– Usted debe haber nacido acá o por acá…
Anselmo miró fijo al mozo, al dueño del bar, con el entrecejo fruncido al máximo.
Antonio cargaba con muchos menos de años que él, pero les pesaba un pasado que compartían sólo un poco. Lo miró con los ojos solamente, pero antes clavó en el piso un recuerdo y se le aflojaron los hombros, se le curvó la espalda como si su columna ya no lo pudiera tener erguido por hoy.
– Si, en el campo, por la colonia y era ¡tan tímido de chico que me pasé toda mi infancia sin hablar, casi!; y después me animé…,así nomás…, y cuando la conocí a ella, bueno, hablaba hasta por los codos (la tendría que haber matado antes de que se fuera, ¿vio?) No, no me llamen ahora, son las 10 de la noche, déjense de joder, si las nubes van y después vienen, y las verbenas no entienden de lluvias ni nada. Ellas quieren vivir, ¡que le vienen con sudestadas, vientos del norte, del sur!, ¡qué sé yo!…¿No le parece? Los gurises ni fu ni fa. Mijo el doctor ¡Vale, vale! y mija la doctora en Buenos Aires, pero…, eso…, así como le digo, ni fu ni fa. Y los sobrinos eran como hjios…
Anselmo se levantó bruscamente chocando su rodilla con la mesa enclenque de tablas de quebracho que habían estado allí por un 30, 40 o 50 años y que se mecían en un piso de ladrillos que nunca se terminó de hacer: cayó un vaso y se volcó el vino. Sin atender lo sucedido salió trastabillando, arrastrando sus zapatos acordonados, viejos y lustrados un millón de veces, que sólo él usaba en el pueblo, tomó un palo del patio y dio golpes en el aire como combatiendo un ejército. Lo tiró y salió cabizbajo y calmado repitiendo un camino muchas veces andado, un camino que a veces lo llevaba sin esfuerzo y otras veces, mejor aun, lo llevaba en andas, sin sentirlo, a veces de ida y a veces de vuelta. Un camino conocido, pisoteado, soñado en sueños bellos y en pesadillas, en sueños en estado de vigilia y en ensoñaciones a medio andar, parado frente a un escritorio con su patrón: un aparatito que no sonaba casi nunca, trayendo novedades de sus otros patrones invisibles del país invisible, del misterioso método de puntitos que se transformaban en letras y las letras en palabras y las palabras en mensajes y los mensajes en preguntas, pero casi siempre eran órdenes que cumplir. ¡Cuánto se alegraba cuando llegaban los puntitos! Sería porque le hacía olvidar el dolor de los pies por estar tanto tiempo parado, aunque moviéndose como le dijo el médico, ¡por qué, caramba, ella no le dijo y le insistió un poco más que se moviera! ¡Chambón! No entendió el mensaje de ella y eso que no estaba en puntitos, dos pasos para atrás, dos para adelante, dos para atrás…, hasta que la pinotéa quedó así y 70 años más tarde la guía de turismo la mostraría al visitante de turno del museo de la fábrica como unos surcos huelleados que estuvo bajo los zapatos de cordones, donde ni muchos ni pocos vehículos pasaron, solamente Anselmo (– Mi bisabuelo trabajó en este lugar, ahí frente al telégrafo ¿ven esa huella?…, 30 años…) En este caso no, no fueron muchos ni pocos, solamente él, que iba dos pasos para atrás, dos para adelante, dos para atrás, dos para adelante, como le dijo el médico.

Anselmo era ¡tan feliz! Tenía trabajo seguro, el dinero alcanzaba y a veces no sabía mucho que hacer con él; no lo decía porque era consciente de que sonaba mal. Cuando aquel día de cobro se dio cuenta de que aún tenía el sobre del mes anterior sin abrir se le ocurrió no decirle nada a Beatriz y esconder ese sobre. Ella llevaba los cálculos de lo que gastaban, pero no era muy buena para las matemáticas y menos para las operaciones en el aire. Si se diera cuenta le diría en todo caso que no lo recordaba – pensó –
Su trabajo desde que comenzó era el mismo. Tuvo suerte porque a la gente que no tenía la primaria completa no le daban trabajos de oficina, pasaban a la planta de faena o peor aún era designado en los corrales de animales donde el trabajo era arriar las vacas al larguísimo corredor que a medida que avanzaba se iba estrechando más y más hasta terminar en embudo. Allí los animales, uno detrás del otro, como sabiendo de su destino fatal e inminente, se negaban a seguir y mugían, intentaban volver y al no poder se semi-encimaban con el que lo precedía. Luego recibían el marronazo que les daba muerte o al menos perdían el conocimiento. Inmediatamente eran trasladados para desangrarlos y para comenzar la carnicería propiamente dicha. Anselmo había pedido a su Dios que no le tocara en suerte los corrales, aquel día. También podría haber sido asignado a la cocina, que no estaba tan mal, pero se pasaba gran calor en verano y se enteró que todos los que cumplían sus tareas allí estaba obesos. Los que trabajaban en ese sector no recibían carne como plus, sino comida hecha. El día de la entrevista lo habían hecho leer y escribir. Transpiraba y se quedaba serio cuando lo recordaba. Los nervios lo habían traicionado un poco, pero aun así, todo lo que se le había dictado lo hizo correctamente y sin errores. Si, la suerte había estado de su lado aquel día. Y Dios ahí con él. De los que ingresaron, sólo dos de ochenta y tres pasaron al Sector Administración. Anselmo recordaba mucho ésto todos los días y agradecía al Dios que le llamaba “ Mi Dios”. Tiempo para pensar y recordar el momento en que le cambió la vida le sobraba. ¡Miren si le sobraba! Su trabajo consistía en tomar las tarjetas de entrada y salida, pasar los datos a unas planillas que luego de terminada las entregaba siempre a su jefe, que era precisamente el que un rato antes se las había encomendado. Después, siempre parado en el mismo lugar en su puesto de trabajo y delante del telégrafo, cumplia el resto de las doce horas que debía estar en la fábrica “Liebigs” de un lugar de la provincia de Entre Ríos que luego fue ”Pueblo Liebigs”. Entonces todo giraba alrededor del “Frigorífico Anglo”. Unos 5.000 empleados trabajaban en dos turno. Por la noche sólo por cuatro horas la fábrica dormitaba, bajaba su temperatura, disminuían los ruidos, se apagaban parcialmente las luces. Con un mínimo de obreros en la cocina se seguían haciendo tareas de disección, corte, cocción y molido de la carne para la fabricación y almacenamiento de sus derivados. También trabajaba el personal de limpieza y la de mantenimiento que en ausencia de los operarios mantenía las máquinas en estado, las limpiaban, aceitaban, probaban y ocasionalmente reparaban. Argentinos la mayoría y extranjeros en menor proporción se instalaban en derredor del monstruo fabril que febril deliraba haciendo sonar campanas, humear chimeneas, rugir motores, bombear agua del río sobre el cual estaba enclavada, no por casualidad, sino porque allí se instaló la primera planta potabilizadora de agua automática de América.
La bestia desde el amanecer despertaba atropellando y entorpeciendo las ideas. Si al entrar Anselmo pensaba en algo que lo traía del pacífico camino lleno de flores silvestres, del lapso confuso de la transición del sueño a la vigilia al irse integrando a la vorágine de personas, aquellos quedaban truncos. Como rieles que de distintas vías van convergiendo hacia una sola vía madre, postergaba los pensamientos y hasta las ideas; después de todo esa gran vía madre estaba hecha del flujo de cada de esas otras cargas que se fundían en un destino común, arrogante, con su grandiosa organización, su rostro extraño e intimidante, sus belfos temblorosos, sus bufidos que hacían estremecer, vapores y humos eternamente saliendo de su interior al cielo en espirales blanquecinos y negros que hacía templar al espíritu de los que mansamente comenzaban a ingresar a su cuerpo. Así también subyugaba con sus sorpresas para los argentinos y todo aquel que se acercaba y no fuera venido con la empresa. Entre la duda y el tímido elogio la gente que la conocía hablaba de ella tratando de no opinar. Una vacilación detenía siempre el relato y como si se hubiesen puesto de acuerdo se guardaban la crítica, la dejaban andar en el aire a los oído de los que no la conocían de cerca. Aquello que no se decía parecía nacer del estado de estupefacción ante algo muy desconocido. Nadie se permitía sacar una conclusión de algo que lo tenía involucrando. La idea de que lo criticable ya no era tan ajeno, la ausencia de pilares que podían ser puntos de apoyo para la comparación, la escases de puntos de referencia ( algunos estaban, pero borroneados, enmendados y suprimidos por nuevas formas, nuevos hábitos, nuevos modelos) dejaba mudos a los que intentaban hacer una síntesis, relatar lo sucedido, hacer una crítica o un elogio. La cultura, el imaginario social, el lugar geográfico, la holgura económica con la desaparición de sus principales problemas, la aparición de otros sofrenaban las lenguas de los opinadores. Nada era nítido y si algo se perfilaba no servía para el análisis. La vorágine del comienzo fue como el mismísimo de una guerra con sus diferencia benéficas, pero con el efecto del estallido. El pueblo tenía una historia por supuesto que parecía haber quedado como la mitología del lugar, como algo irreal, que nadie quería o no podía recordar, como si esa historia fuera tan lejana y hasta un poquito vergonzante, con miles de años, como si hablar de ello lo convirtiera en un secreto revelado a un extranjero que no comprendería nunca lo ocurrido, como si al hacerlo estuvieran obligados a hablar de fantasmas, aparecidos, hombres de cuatro patas, mujeres vedes con cola y niños de cabeza descomunal. Nadie hablaba de lo que era la historia familiar o social de “antes de a Liebig” Ella antes de la venida de la fábrica había tenido una problemática y un ritmo propio. Esos problemas eran principalmente la carencia de trabajo, rutas malas, acceso difícil a una ruta de ripio y glosa, falta de escuelas, dispersión del pueblo, que de por sí era geográficamente disperso, que no se unía en una causa común dado el origen múltiple racial y de las corrientes inmigratorias que no ligaba más que a los paisanos con los iguales. La fábrica se construyó velozmente y desde el día que aparecieron los ingenieros y agrimensores con sus teodolitos, brújula, niveles a gota de agua, péndulos, plomadas, nimbos segando yuyos para poder hacer su trabajo hasta que publicaron los avisos para tomar empleados sólo pasaron cinco meses. Casi en forma paralela se construyó una nueva escuela, una plaza y caminos de ripio hacia los cuatro puntos cardinales. Una ruta de asfalto que terminaba en un muelle y otra que terminaba en el centro de lo que después sería el Pueblo Liebig” se terminó antes de inaugurar la fábrica. El impacto se reflejaba en el pueblo, pero aquel que entraba a la construcción fabril era subyugado por el vértigo del monstruo. Ninguna descripción suplía la experiencia de estar allí. El ruido de las máquinas aturdía, pero enseguida todo estertor junto se alejaba y ese aire ocupado dejaba ya entrar el significado por otro sentido: al aroma de las resinas de las maderas crujientes de la entrada lo suplía un olor a aceite, a fuel-oíl, a acaroína, a jabón y más adentro era remplazado por ese otro olor más penetrante de las carnes crudas, sangre y grasa que impregnaba las narices. Al fondo la cocina emanaba olores dominando todos los demás olores, el de la carne cocida; y despertaba al olfato y al gusto que comenzaba a exigir segregación a las glándulas salivales.


A Anselmo los primeros días de las jornadas de trabajo le produjo gran felicidad y excitación al punto de que no podía dormir hasta entrada la noche o se despertaba sobresaltado, no solamente por haberse propuesto ser un buen empleado, sino por los miedos irracionales y los proyectos que a cada paso se le ocurrían.
Apenas entraba a la Anglo se sumaba al espontaneo alineado y direccionado rumbo, que como hormigas al hormiguero y sin que ninguna madre-insecto lo dirija, entraba, doblaba una y otra vez al laberinto que sólo los empleados de la factoría conocían. La marea interminable de hombres por un lado y mujeres por otro marcando su entrada, ensimismados en lo suyo y simulando (o teniendo) prisa iba desapareciendo como escurriéndose dentro de sumideros, dentro de médanos absorbidos por arena seca, ávida de agua escurrida, de humanos mecanizados en sus gestos, uniformados en sus modales. Allí marcaban su entrada. Los empleados de la administración vestían saco y corbata, los operarios del sector de máquinas con ambos kaki, los de a cocina vestían cualquier ropa porque una vez adentro se vestían de blanco. De allí Anselmo se dirigía a su puesto que era detrás de un gran mueble de madera de quebracho hecho en forma semicircular y encerrando así a sus oficinistas dentro de esa media luna por delante de la cual debían forzosamente pasar todos los operarios, matarifes, maquinistas, cocineros, y obreros para múltiples tareas.

Sinopsis

El Bar “de la Fábrica” alojaba muchos fantasmas, los de Anselmo, los de Antonio ¡y los de tantos, ¡tantos otros!. Una casa con forma de galpón del viejo ferrocarril aledaño a la «Estación Liebig» había sido en el siglo pasado un importante lugar de acopio y oficinas de la primera fábrica, que un alemán primero y unos audaces ingleses después arriesgaron a construir “detrás de los mares”, una gigantesca construcción para montar una fábrica, la primera del mundo para poner en practica la lata de carne envasada y derivados, en tiempos en que apenas se sabía el origen de la descomposición de la carne y fermentación por las bacterias y se desconocía aún los secretos del envasado al vacío. Fue llamada “La cocina del mundo”, ya que en la segunda guerra mundial la Liebig llegó enviar sopas envasadas, cocinadas y con envases descartables a los soldados en las trincheras. La conmoción que la fabrica provocó en esa zona de Entre Ríos, que era apenas un caserío y que pasó a llamarse Pueblo Liebig como hasta hoy, es relatada a través de las historias de Anselmo y Beatriz.

La novela cuenta a través de la voz de una guía de turismo, que hasta hoy en día recorre la fábrica, mostrando con fervor su historia , sus mitos, la política de la era industrial y su personal involucramiento por ser bisnieta de un trabajador, Anselmo, quien maravillado de pertenecer a patrones ingleses de tan importante empresa vivió, como muchos, una época de esplendor y su faceta personal se mezclan con las de Antonio, un hombre menor que él, despedido por el achicamiento que anuncia, la decadencia de la fábrica. El amor de Anselmo a sus hijos y sus sobrinos criados por él no es retribuida en su vejez y él usa la mesa del bar para llorar su suerte y mezclar la nostalgia del camino a la fábrica con el alcohol y la historia en espejo de Antonio.
Una segunda parte está incrustada entre párrafos mediante los diálogos de los hijos de Beatriz y el hermano de Anselmo, ya adolescentes, en su transcurrir va develando la otra parte de lo que Anselmo no cuenta en el bar, sino solo, por algunas palabras sueltas, actitudes o frases claves. Los diálogos van descubriendo la historia de sus padres detrás de las cortinas de sus extraños comportamientos. El bar reúne los fantasmas que solo despiertan en ese lugar semi abandonado sin siquiera un cartel que diga “bar”, sólo una gran lata de Corned Beef en la fachada anuncia sus secretos escondidos.

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