-EL AFAMADO CAFÉ DROUANT DE PARÍS-

-EL AFAMADO CAFÉ DROUANT DE PARÍS-

“Un comerciante alsaciano inauguró este local en 1880 en el barrio de la Ópera. Tenía como clientes habituales a dos célebres ―Auguste―, el pintor Renoir y el escultor Rodin. En 1903, en él se reunía con regularidad un prestigioso comité de lectura que se convirtió más tarde en el jurado del premio Goncourt,― por el nombre de sus impulsores, dos hermanos miembros de la intelectualidad parisina―. El lugar de reunión sigue siendo el mismo desde entonces, y el premio se decide en noviembre tras un largo debate y una buena comida.”

“Cielo gris parisino que amenaza…

a agua de lluvia en las vidrieras,

cálido ambiente tertuliano,

campanilleo de cucharillas…

y olores que se mezclan…

a té y limón de literatos,

que confluyen en versos.


Época romántica y rítmica…

en que el arte era un libro,

escenificación de líneas…

con actor entre bambalinas…

y un vuelo al imaginativo…

mundo del café Drouant.”

En una de las más populosas calles de París, del barrio de la Ópera, se encuentra haciendo esquina el legendario Café Drouant, un emblemático lugar para las letras, en el corazón central de Francia.

De entre sus mesas y sillas de forja, cada tarde emergen grandes personalidades de la cultura; entre pintores, poetas, dramaturgos. Y posiciones sociales bien distinguidas como aristócratas, políticos, y famosos de la época. Si vas a tomar un café o té, procura que tu agenda te avise con antelación, pues es casi imposible acudir a él sin previa reserva debido a lo reconocido del lugar.

En las terrazas y bajo los toldos, puede verse las más variopintas paletas de colores de la moda parisina. Las señoras visten toda clase de texturas y estampados propios de 1880, con amplios ropajes acabados en bordados, pasamanería o volantes, y cerrados en un asfixiante corsé que las estiliza como a cisnes. Sobre sus cabezas, con peinados recogidos y muy elaborados, llevan pequeños sombreros que pierden protagonismo ante las espigadas plumas de aves que sobresalen.

Por entre las mesas, atendiendo a las personas sentadas en las terrazas, están los camareros debidamente ataviados con delantal largo blanco, en contraste con su esmoquin negro, dando un aspecto distinguido al local con sus luengos bigotes. Muchos para tomar nota a los clientes, tienen que levantar un poco la voz, para sobresalir del bullicio de personas que transitan por estas avenidas tan céntricas.

En el interior del café, están representados en sus paredes algunos bocetos debidamente enmarcados de los artistas más significativos de la pintura de éste siglo: Renoir, Manet, Cézanne, Van Gogh… y otros tantos que en momentos concretos,― y debido a las excentricidad del artista―, intercambiaron alguna improvisada obra suya con Dominique el encargado, por saborear un buen café calentito.

Cierto día en que un grupo de jóvenes un tanto revolucionarios comenzaron a concentrarse en torno a la ―Rue de la Michodiére―, comenzaron a proferir gritos contra la patria y a favor de la libertad y la república…; los jóvenes estaban muy excitados en aquella improvisada concentración que había agitado un tal Jean-François Barraud, un joven anarquista natural de Burdeos que vino a París obligado por su familia a estudiar medicina y que acabó siendo un bohemio buscavida. Ante los silbatos de los gendarmes, ―que venían cerrándoles el paso a ambos lados de la calle―, provocaron en la concentración una inesperada estampida hacia la Rue Gaillon, destrozando todo a su paso e impidiendo el paso de carruajes por la avenida. La gente que estaba tomando café en la terraza del Drouant, ―que era en su mayoría gente acomodada y de las élites más selectas de Francia―, tuvieron que ser atendidas por médicos, pues la multitud había pasado literalmente por encima de ellos, tirándolos al suelo y desplazando mesas y sillas por doquier.

A pesar de algún incidente ocasional, durante ese periodo en París, no hubo grandes disturbios que enrarecieran el ambiente de calma cotidiana que se respiraba en esta gran urbe.

Recuerdo un torrencial 22 de febrero en que llovía con mucha insistencia sobre el cielo de París; el aguacero se mantuvo prácticamente durante todo el día. Esa tarde se reunía como de costumbre el círculo de literatos en el salón del café para la lectura de algunas poesías de un nuevo miembro gallego afincado temporalmente en París, y que había solicitado previamente a los miembros de la Directiva del Club, poder disponer de una breve exposición a modo de recital poético para darse a conocer a la sociedad literaria Francesa. Con tan sólo 14 años de edad, era ya un sobrio aficionado a la poesía. Recuerdo esa instantánea tan inusual…; en medio del salón del café, rodeado de la créme de grandes personalidades de la cultura y sociedad, un selecto grupo de señores solemnemente vestidos conforme a la época, con elegantes y sofisticados trajes de chaqué oscuros y pañoletas y pajaritas abrochando sus blancas camisas. Proliferaba en un selecto ambiente de invitados, barbas debidamente cuidadas y bigotes endebles y alargados con monóculos y gafas redondas con la que repasaban de soslayo sus libros, y la atenta mirada a su copa de licor.

Estaba prevista la llegada del Sr. D. Ramón María del Valle-Inclán para las cuatro de la tarde, para aprovechar al máximo la luz del día, aunque aquél nefasto día, el sol era el gran ausente, dejando todo el protagonismo a un escenario de nubes negras.

Ante la demora de su llegada, ―y dejando impaciente al circulo de intelectuales―, se improvisaron las lecturas de un poemario llamado: “Modes de Silence” sugerido por el Sr. Gauthier Bonnaire, un afamado poeta de la campiña Francesa que supo labrarse un nombre y una gran reputación en toda Francia por unas publicaciones que la editorial Le Phare Des Lettres le había publicado, encumbrándolo a las más altas posiciones de la literatura poética de éste siglo.

Mientras el Sr.Gauthier recitaba, ―con cierto tono elevado de figurante en su corral de comedias―, el grupo de caballeros de su alrededor escuchaban atentos y aprobando con el balanceo de su cabeza, la delicadeza de tales versos. El Sr. Gauthier era un hombre un tanto rechoncho y ceñido de un traje de porte aristócrata, al que le apretaba el chaleco del traje de tal manera, que no se sabía bien si el sonrojado de su cara era debido al rubor escénico o más bien el haberse embutido en ésos ropajes de tallas inferiores casi con calzador ; el pobre hombre no se libraría de las críticas del grupo de señores allí congregados, que no sólo juzgarían su estilo poético, sino que además considerarían bochornoso que un caballero de la alta sociedad Francesa, no dispusiera de un particular sastre que hiciera a medida su armario.

Cuando le quedaba por entonar el último de sus versos,― y los “cafés” de la sala ya pedían ser repuestos―, aparece por en medio de los caballeros un niño de catorce años empapado por la lluvia; a lo que uno de los camareros,― percatado de la intromisión del crío―, alerto con un gesto de cabeza al encargado del café Drouant, el Sr. Dominique, quién con recurrente disimulo, paso por medio de las mesas e invitó gentilmente al polizón de su sala a que saliese, colocándole la mano sobre su hombro y llamándole a la entrada del local.

El joven, ―que creyó ser reconocido―, expresó sus disculpas antes de la inminente reprimenda del encargado, diciendo:

―¡Le pido disculpas si he manchado el suelo del café de agua, pero tengo el Hostal justo a dos manzanas de aquí y se me olvidó haber traído un paraguas―, dijo el chico con aire compungido―.

El encargado del café, pacientemente a la espera de las explicaciones del joven,― y con el ceño fruncido―, le dice a continuación para enmendar lo ocurrido y que no volviese a entrar en la sala a pedir dinero:

―¡Anda! .., pasa a la cocina con la Sra. Annabelle y dile que te prepare un chocolate calentito; … ―¡Ah! .., dile que vas de parte del Sr. Dominique, es que es un poco cascarrabias,―dijo al chico con tono bromista para congraciar con aquél desdichado huérfano―.

Al poco de acabar su recital el Sr. Gauthier, se levanta el Presidente Honorario de Escritores, el Sr. Claude muy enojado por la tardanza del Señor Valle-Inclán y le susurra al encargado del Café:

―¡Pero bueno esto es indecoroso e impropio de un futuro miembro de éste prestigioso círculo!,―a lo que el Sr. Dominique afirmaba cabizbajo con cierta sumisión a tan insigne letrado―. Y dice de nuevo el cabreado Sr. Claude:

―¿Acaso no tiene Usted su tarjeta para llamar al Hotel donde se hospeda el chico?

―le responde confuso el Sr. Dominique―, que ahora no entendía nada:

―¿Chico, Sr. Claude? …, ¿ De qué chico habla?

―¿Quién va a ser? …, ¡Mon Dieu!…, ¿avez-vous perdu votre esprit? ,―¡por Dios! …, ¿ha perdido usted el juicio? ―, dijo el Sr. Claude con tono ofuscado:

―¡De quién voy a hablar si no es del joven Valle-Inclán!

Al oír la palabra joven se le mudó el gesto al encargado del café, pues ha reconocido el error de confundir al poeta con un pobrecillo indigente y al punto reacciona rápidamente diciendo:

―¡Déjelo en mis manos, Sr. Claude; trataré de resolverlo inmediatamente!

Y corriendo hacia la cocina, ―con la esperanza de que el joven no se hubiera marchado tras ingerir el calentito chocolate―, o la impaciente Sra. Annabelle no lo hubiera puesto ya de “patitas en la calle” para que no invadiera su espacio,― ya que la cocina no es muy grande y las proporciones de la Sra. Annabelle sí lo eran―; pero gracias a Dios no; ahí seguía sentado a la mesa de la cocina, ensayando sus escritos con la cocinera, ―que con los brazos cruzados―, sonreía graciosamente sin dar crédito de como unos versos tan prodigiosos y bien trazados, pudieran salir de la cabecita de un joven de tan corta edad.

El recital de Ramón, quedó interrumpido por la intromisión del Sr. Dominique, quién abordó al chico presentando abochornado sus excusas, ante la atenta mirada de enfado de la cocinera, que tomaba nota de aquella torpeza para recriminar en futuras cruzadas. El joven Ramón, ―aceptadas las disculpas―, le dice entre risas al Sr. Dominique:

―No se preocupe, Usted ha salvado mi reputación de una buena mojada como la que traía de la calle y ha permitido que junto a estos fogones de la cocina, pudiera secarme y poder estar decentemente, como el acto requiere; además, he podido ensayar con ésta gentil señora que ha prestado sus oídos a estos renglones escritos casi a la ligera.

Aquella tarde, en la que el agua no se mostraba compasiva, el círculo de literatos de París pudo degustar de la boca del mismo autor Valle-Inclán, una serie de versos “improvisados”,―así fueron titulados―, que el propio Ramón había escrito en el transcurso del viaje desde Santiago de Compostela hasta la capital Francesa y que habían pasado a ser parte del legado más primigenio del artista.

Además de alguien de la talla de Ramón María del Valle-Inclán,― que alcanzaría su máxima expresión artística en el proceso de su madurez―; por el prestigioso Drouant pasaron muchas otras personalidades de diversa índole y corrientes artísticas.

Otra singularidad, que dotó al Drouant de gran interés social, ―además del que ya le aportaban las tertulias literarias―, sería la presencia cada vez más numerosa de clientes famosos del espectáculo como el teatro y posteriormente a partir del 1900, el cine mudo,― cada vez más en continuo auge y expansión―, desde su implantación por los ya conocidos entonces hermanos Lumiére. Recordemos que nos encontramos en una de las Rue del barrio de la Ópera, zona estratégica y centro neurálgico donde se dan cita toda clase de espectáculos parisinos y siendo referente para un público incluso extranjero.

En muchas ocasiones, las actrices de moda de la época; alcanzaban a través de los rudos medios locales por entonces, como la prensa, radio y la cartelería de las calles tal repercusión mediática que tenían que ser auxiliadas por los camareros del café ante el acoso al que se veían sometidas por la masa de admiradores que solicitaban un autógrafo. Tal era el caso de la Señorita Marie Studholme, una cantante de comedia musical nacida en Inglaterra y que solía residir por etapas en París por motivos laborales.

Cuentan los cronistas que la afamada muchacha, era muy buena clienta del Drouant y que solía pasar sus ratos de ocio de los entreactos del espectáculo, para desestresarse tal vez de la copiosa mirada de miles de personas. Había días en que tenían que escoltarla algunos de los funcionarios del teatro o su propio representante artístico ante los caballeros; que de algún modo deseaban pretenderla, enviándole flores, bombones e incluso tarjetas personales que algún botones de Hotel le hacía llegar. Hay constancia de que algún aristócrata ha perdido completamente la cabeza; incluso desterrando a su propia esposa, confinándola a algunos de sus castillos en el extranjero para estar mas libres en su esperanzado cortejo.

En otra ocasión, se citaron el célebre Aureliano Pertile, uno de los mejores tenores del siglo XX, que se encontraba de gira por Europa estrenando la Obra “Nerón” de Boito y que esa semana debutaba en el Teatro del Châtelet, con la Soprano lírica que compartía la obra, la Señorita Elisabeth Grümmer, una hermosa mujer de origen Alemán y que residía, ―debido a su carrera de canto en Francia desde hacía años.

En alguna ocasión que otra se especuló con el romance que ambos mantenían en secreto, como bien lo reflejaba la prensa, donde se les vio de forma un tanto cariñosa en el interior del café, cogiendo sus manos discretamente, ante la escucha de un recital de poesía.

París fue cambiando en el trascurso y sucesiones de la historia; lo que quedó perdurable en el tiempo, ―como si de una impronta imagen quedara quieta e inamovible―, sería el legendario Café Drouant, que siguió congregando como una madre-musa Minerva de las artes a las siguientes generaciones de literatos vanguardistas e intelectuales escritores.

Hubo un considerable y honorífico político que llegó a ser gobernador de la ciudad de París, el Sr. Antoine Lasserre, quién promulgó una serie de decretos en la salvaguarda del patrimonio artístico y arquitectónico de la ciudad y en contra de la normativa establecida de reestructurar la ciudad en su planeamiento urbanístico. Tales acciones fueron diseñadas tiempo atrás en que la ciudad de París, tras la desolación de edificios medio derruidos que quedaron en la prolongada batalla de Leipzig, cuando el Zar Alejandro I de Rusia, ―aprovechando la ausencia de las tropas Napoleónicas que se hallaban en Moscú―, desoló la capital Francesa durante 400 años.

Gracias a la gallardía de éste insigne gobernador, el edificio donde se albergaba el Café Drouant, se libró de un inminente derribo, pues los pisos de arriba del edificio conservaban tan sólo la gruesa fachada de sillares, estando algunos suelos y tejados de las viviendas dinamitados por los cañones de una contienda bélica sin precedentes en la historia de Francia.

Por cierto y por justicia he de decir,―transportando al paciente lector en el irreal viaje por el tiempo desde Napoleón, hasta las tertulias del 1900, y aterrizando en nuestros días―, que se sigue conservando en su café,― como antaño―, el torrefacto sabor cremoso que ha sido transmitido como mejor legado a los actuales propietarios; y es que, ¿Qué mejor amigo de un libro, aporta la compañía de una buena taza de café.., o viceversa?

-SINOPSIS-

La obra trata hacer una fiel disección durante las distintas épocas en la vida de un negocio hostelero que, más allá de su fascinación a una rentabilidad económica deseada,―y que sobradamente se constata que lo es―, nace un cierto interés de congregarse en Pro a la Cultura, y en concreto a la Literatura del Siglo XX.

Aunque hay muchos aspectos imaginarios en esta obra, se ha recogido de una manera fidedigna ciertos elementos referenciales y cronológicos, tanto de personajes históricos relacionados con la cultura, así como lugares geográficos existentes, tales como calles, avenidas,etc. Añadiendo estos componentes reales como claros indicadores de un escenario en blanco, como es el imaginativo; se intenta crear una composición estrictamente nítida de un Café Parisino que desde 1880 hasta nuestros días, siguen estando abiertas sus puertas.

En este breve recorrido histórico, se perciben en los renglones una sucesión de instantáneas como de otra época en blanco y negro, a una etapa cada vez más actual donde se fusionan los años, las décadas. El café que todos tenemos en la retina,―gracias al cine―, de una nostálgica etapa Colonial o Victoriana de cafeterías con grandes vidrieras de colores y mobiliario de forja, y esa composición ya la empezamos a sentir desde el prisma de esta lectura.

La línea que traza la narración es valerse a través de un café, como imaginativo aparato de medición para tomar el pulso a la sociedad parisina de un momento concreto. Posteriormente a futuros capítulos, se puede pretender abrir nuevos surcos que ahonden más en otros posibles personajes; como se recoge en un episodio narrativo de como Ramón María Valle-Inclán se da a conocer a la sociedad parisina con tal peculiar intromisión.

Se espera poder alcanzar los objetivos de exposición objetiva y de una crónica concreta que exprime una pseudorealidad social e histórica.

Un cordial saludo. Espero que hayan pasado un rato ameno en compañía de éste servidor y narrador que no ha tenido la dicha aún de conocer el famoso Café. Y espero que si algún día deciden perderse por las insondables calles de París, puedan hacer una paradita en el Drouant, ―que quién sabe―, entre sorbos del mejor café, a lo mejor tienen la suerte de asistir a una de las veteranas tertulias de la Literatura Francesa.

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