Las malas noticias primero

Las malas noticias primero

A tavern is a place where madness is sold by the bottle.

Jonathan Swift.


1

No podía mirar hacia otra parte. Era como si el peso de la tarde se hubiera instalado sobre mis hombros y no me permitiera levantar la vista del suelo. Me fijaba en los adoquines, en las colillas aplastadas, en el esqueleto de los polos que marcaban el verano y la llegada de los valencianos al pueblo. Observé mis zapatos, su lustrosa sobriedad acordonada. Mi abuelo estaría orgulloso. Solía decirnos que a un hombre se le conocía por su calzado. Luego sacaba decenas de cajas de zapatos, nos sentaba en el patio de la casa y anunciaba: “por cada par que limpiéis, os doy cinco duros”, haciendo que nos pusiéramos manos a la obra pensado en las chucherías que compraríamos en La Cobacha. En la mano: cepillo, betún, cepillo. Pero en la mente eran las pipas Kelia, los regalices de peseta, los kikos Churruca y los chicles Boomer de fresa ácida.

Eran otros tiempos. Era bonito ser un niño y recorrer las calles del pueblo con la seguridad de que el mundo era tuyo y, si aún no lo era, te estaba esperando para serlo algún día. Era la época de jugar a “la palmera” en la plaza, de empezar a sentir los primeros cosquilleos con el roce furtivo de alguna mano que te tocaba al son del “tú la llevas”. Era la edad de la primera bicicleta, la ropa de los domingos y aburrirte en los bares, esperando a que tus padres se cansaran de atiborrarte a refrescos y bolsas de patatas Matutano.

Pero aquella tarde nada de eso importaba. Mis ojos seguían sumergidos en las calles, ajenos al ajetreo, a los sollozos, a la gente mirándome con lástima, intentando adivinar qué pasaba por mi cabeza —por mi cabeza no pasaba nada.

Un extraño dolor se me había instalado en las entrañas. Me costaba mantenerme erguido, aguantar el paso. Fui consciente por primera vez de que estaba llorando. Las lágrimas caían en el suelo dejando tímidos redondeles de humedad, que tardaban instantes en secarse y desaparecer. Me hubiera gustado poder darme yo también a la fuga, escurriéndome entre los poros de ahora las escaleras de la iglesia, mientras las subía con sobriedad, sintiendo ese peso en mis hombros, que no era el del mundo, ni el de la tarde, sino el del ataúd que encerraba el cuerpo de la persona con la que había compartido una vida demasiado árida, demasiado compleja, demasiado errática. El del ataúd donde yacía mi hermano.

2

Fue rozando la medianoche cuando mi madre rompió a llorarle. “Mi niño, mi niño”, gritó con una intensidad desconocida, animal.

Segundos antes de morir mi hermano me había apretado la mano, como diciendo “ahí te quedas, tengo que irme”. Le miré incrédulo. No podía ser. Salí de la habitación como otras tantas veces lo había hecho: sin despedidas. Casi me extrañaba y me daba rabia ver a la gente llorar; no había motivos. Y con ese pensamiento me senté en el sofá, tranquilo, recibiendo a los que venían, que me abrazaban intentando consolarme, o quizás buscar consuelo en el abrazo. Pero yo no los entendía. Nadie parecía darse cuenta de que mi hermano no estaba muerto: había salido. Ya volvería. A qué tanto drama.

Pasó un rato. Horas. A saber. La casa se fue llenando de gente. Cuando volví a interesarme por lo que pasaba a mi alrededor sólo quedaba yo, con mis 27 años, rodeado de personas mayores arrebatadas por la pena. Me sentí fuera de lugar, como si me hubieran invitado al velatorio y no supiera dónde ponerme. Mis amigos estaban fuera de la ciudad y los de mi hermano se habían desvanecido.

Mi padre, sentado frente a mí, en un pequeño sillón, al otro lado de la mesa, tenía la mirada perdida y lloraba en silencio. Jamás le había visto llorar antes. Era extraño. Había crecido con la convicción de que los hombres —especialmente los padres— nunca lloran. Alguien le hablaba sin encontrar muy bien las palabras que decir y mi padre asentía con la cabeza sin escuchar siquiera qué le estaban diciendo. Pero ambos comprendían el lugar del otro. Yo seguía sin saber el mío. Ahí comenzó la asfixia.

Al principio sólo noté que la rigidez del pecho me obligaba a respirar con mayor profundidad, pero en seguida me di cuenta de que ni siquiera así me llegaba el aire. Asustado, busqué auxilio con la mirada, pero era en vano porque el salón de mi casa se había convertido en un escenario y sobre él sólo podía verse una coreografía de atenciones, idas y venidas, gestos almidonados y expresiones a media voz.

Poco a poco, como pude, me puse en pie y me escapé de allí sin decir nada. Me temblaban las rodillas y un dolor intenso me perforaba la cabeza de lado a lado. Crucé el recibidor apoyándome en la pared. Apenas podía respirar. Salí de la casa cerrando con cuidado para que nadie me viera salir. Boqueante, subí las escaleras, a gatas, hacia la azotea, en un intento desesperado de conseguir algo de aire.

3

Sentí náuseas al escuchar las palabras estériles del cura alabando las grandezas del más allá, de la vida que le esperaba a mi hermano, colmada de paz, arropada en el amor de Dios. Me dio asco escucharle hablar de resurrección, de comienzos, de felicidad. Me hubiera gustado marcharme, dejar aquella farsa y desaparecer. O subir al altar y partirle la cara.

Pensé en la azotea, la noche anterior. Cuando entré, sin apenas poder respirar, confundido, y me encontré a los amigos de mi hermano, sentados en el suelo, en pequeños grupos, fumando y charlando animadamente, recordando anécdotas. Parado en la puerta, sin saber qué hacer, los vi compartir la noche entre risas, sin importar demasiado que el cuerpo de mi hermano descansara vacío en el piso de abajo. En realidad, él estaba allí, con ellos, con su cigarro en la mano, sus ojos despiertos y su mueca pícara en la boca, yendo de unos a otros, comprobando que todos estuvieran bien. Al final se había salido con la suya. Al final sí que había conseguido hacer la fiesta de despedida que quería y que la enfermedad no le había permitido celebrar.

Acabado el funeral, me metieron en un coche y me llevaron al cementerio. No recuerdo quién. Tampoco cómo, al salir del coche, me quedé descolgado y comencé a deambular, sin ser muy consciente de dónde estaba. Miraba los nichos como si fueran baldosas en un cuarto de baño. No había nada evocador en aquella fotografía de mensajes esculpidos en lujosas láminas de mármol.

Un “tu familia te quiere” escrito con pintura negra sobre cemento llamó mi atención. Sin ornamentos ni mármoles ni bordes dorados. Sin flores para esconder la ausencia. Me arrodillé y toqué las letras con la punta de los dedos.

Alguien me cogió del hombro. Me habló con cariño, como se le habla a un loco o a alguien que se está muriendo. Quizás yo también estaba muerto. “Tienes que ir con tus padres”, me decía esa voz sin rostro. El sol me daba en los ojos y el peso, instalado ya para siempre en los hombros, me hacía andar cabizbajo. Nunca supe quién fue el que amablemente me condujo entre hileras de olvido y flora seca, hasta alcanzar al resto.

Llegué en el momento en el que empujaban el ataúd dentro de una agujero minúsculo, oscuro, eterno. Llegué justo a tiempo para despedirme de la madera que contenía el cuerpo de mi hermano. El mismo cuerpo que, metido en una caja, desaparecía en esos instantes tras la capa de cemento, que un trabajador del cementerio aplicaba con todo el respeto que se le puede dar al movimiento de un palaustre.

Decidí sentarme en el suelo. Desde allí observé a mi primo no encontrar consuelo, por mucho que se abrazaba a las paredes, a su mujer, a la familia, hasta a mí. Yo miraba desde lejos, esperando que el drama acabara para irme de allí, montarme en el coche con mi hermano e irnos a tomar unas cuantas de cervezas a La Noria. Pero nadie parecía entenderlo. Todos lloraban desesperadamente, con una punzante melancolía que me exasperaba. Verás la alegría que se van a llevar cuando se den cuenta de que está esperando fuera, en el coche, pensé. Y cansado de aquello, me levanté y me fui en su busca.

4

Me bebí los meses de verano intercalando las borracheras con los ataques de asfixia. El sol castigaba Andalucía con especial ahínco ese año.

Dejé de comer. También de dormir. Erraba por los bares, solo, sin importarme quién se sentara a mi lado, sin escuchar a los que me encontraba —que siempre sentían la necesidad de contar historias sobre mi hermano—. Vaciaba vasos como uno de esos personajes literarios, patéticos, que ahogan las penas en fondos etílicos.

Así llegué una tarde a Utopía. No había nadie. Sólo Miguel, el camarero. Me acogió dándome un beso y poniéndome un gintonic, que recibí con un largo trago. A los pocos minutos, se salió de la barra, se sentó junto a mí, me miró con impaciencia, comprobó nervioso el reloj, y me dijo:

—Hoy es la misa.

Asentí dándole un sorbo a la bebida. No podía interesarme menos.

Miguel era menudo y frenético. Tenía unas patillas alargadas que le caían cara abajo, como una cascada hirsuta, caneada por los años. Los ojos tristes, bolsas marcadas, grietas en la piel de curarla en playas, hervideros de guiris.

—Es en media hora —insistió ante mi silencio.

Habían pasado diez días desde la muerte de mi hermano y era tradición católica ofrecerle una misa a su alma. Al cuerpo se le había ofrecido el devorador paso del tiempo, que andaría ya rebañándole los huesos.

Le di otro sorbo a la copa, dejando que uno de los hielos se me metiera en la boca. Lo mastiqué ruidosamente.

Miguel seguía esperando a que dijera algo.

—¿Vas a ir? —preguntó al fin, inquieto.

Se estaba mordiendo la piel junto a las uñas de los dedos, esperando mi respuesta.

—Mi hermano ha sido siempre más de bares que de iglesias —contesté finalmente—. Yo me quedo aquí, que si vuelve tengo más posibilidades de encontrármelo.

La respuesta pareció tranquilizarle. Me sonrió, volvió detrás de la barra y me puso otro gintonic.

No creo que se diera cuenta de que no hablaba metafóricamente y que todavía esperaba que mi hermano apareciera en cualquier momento, acabando con todo aquel sinsentido. Esperaba que se presentara con su coche de segunda mano, tocara la bocina, me hiciera dejar lo que fuera que estuviera haciendo y me dijera: “Monta. Te voy a llevar a un sitio nuevo”, como había hecho tantas otras veces.

Pero los días se terminaban, las mañanas morían y el claxon de su coche nunca volvió a sonar, dejándome sumido en una espera interminable.

5

La ciudad me dolía. Me deprimían sus calles, que otrora tantas historias me habían inspirado. Detestaba las farolas encendidas en la madrugada, convidadas de piedra, testigos de besos de última hora y regresos curvilíneos de sábado noche. Me repugnaban las paredes de cal y lagartijas, de desconchones y pintadas con rotuladores Carioca —el arte grafitero del pueblo—. Aborrecía a la gente y su condescendencia templada, que me irritaba sobremanera. Me ahogaban los que me reconocían, los que me preguntaban cómo estaba, los que querían saber sin importarles lo más mínimo que yo no les quisiera contar nada. La ciudad me dolía. Y los días me daban la razón mientras se suicidaban saltando al vacío desde los almanaques, sabiendo que serían rescatados al acabar el año.

Sólo los ataques de asfixia se encargaban de devolverme a la humanidad que me envolvía, siendo el dolor a veces tan agudo, que necesitaba sentarme para no caer como un árbol vencido. Mis padres, que habían presenciado algún episodio que otro, intentaron llevarme al hospital en repetidas ocasiones, pero nunca lo consiguieron.

Y así fue pasando el verano. Llegó septiembre y con él las fiestas del pueblo, fecha que marcaba el final de mi tiempo de adoquines y revueltas. Con el nuevo curso volvería a Londres, donde vivía desde hacía algunos años. Pero eso sería cuando acabara la novena que se celebraba en honor a la patrona del pueblo. Primero, le ofrecería mis respetos y, para ello, no se me ocurría nada mejor que abusar de las noches de verbena, con premeditación y herejía.

Durante una de las últimas, sumergido en la multitud que se movía al ritmo de las canciones atemporales que tocaba la banda, en la plaza del pueblo, cerré los ojos para recordar mejores épocas. Otros bailes, otras melodías. Me acordé de mi hermano en las fiestas de San Isidro, siendo niños, montándonos en los coches locos, en el látigo, en el canguro. Saludándole desde los cielos, viéndole esperarme junto a la entrada del barco pirata, porque no se había atrevido a subir conmigo. Bailando con los mayores, que se movían con gestos ridículos y los vasos de tubo en la mano. Jugando a los videojuegos, sacando bolas, improvisando escondites, carreras y retos que acababan con alguna rodilla magullada por haber saltado desde demasiado alto, o con una mancha imposible de justificar. Nunca había echado tanto de menos la infancia.

Cuando volví a abrir los ojos apenas quedaba gente. Imaginé que se habrían ido marchando todos, poco a poco, dejándome allí solo, como a un loco, balanceándome con los ojos cerrados, borracho, perdiendo la noción de la noche.

No hice por buscar a nadie. Merodeé los alrededores hasta que me cansé de golpearme con las esquinas y me fui de vuelta a casa, despidiéndome del pueblo.

Ya era hora de regresar al pequeño piso que compartía en Wimbledon. Me vendría bien desintoxicarme, volver al trabajo, acabar los estudios y seguir mi vida por donde la había dejado. Miré el reloj. No era muy tarde. Al menos no demasiado como para que mi hermano se enfadara si lo despertaba. Lo imaginaba en casa o en algún bar, tomándose la penúltima. Lo llamé. Nadie contestó el teléfono. Me extrañó. Miré la pantalla del móvil. No vi el bordillo de la acera, tropecé y caí redondo sobre la calle desierta. Fue en ese instante que escuché una voz —física, real, humana, masculina, invisible—, decirme al oído:

—Tu hermano está muerto.

Y como despertando de un largo sueño, me di cuenta de que mi hermano se había ido y allí, con las sombras como testigos del dolor, lloré desconsoladamente hasta que la mañana me encontró, sentado en el portal de una casa cualquiera, acurrucado, aterido, aún sollozando, y consciente por primera vez de que había perdido a la persona más importante de mi vida.

Nunca más volvería a tener ataques de asfixia.

SIPNOSIS

Profundamente marcado por la reciente muerte de su hermano, Andrés se deja arrastrar por el azar y acaba aceptando una beca de trabajo, que le llevará hasta Etiopía. En su constante intento por autodestruirse, Andrés se arroja a una travesía suicida de drogas y alcohol que, lejos de hacerle desaparecer, le convertirá en la amenaza involuntaria de una red de tráfico infantil en el país, que pondrá a prueba su indiferencia.

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