EL CARRITO
Hacía frío, mucho frío y se estaba haciendo de noche. Había pasado el día un poco inquieta vagando sin encontrar un lugar adecuado para pararse un rato. Empezaba a ser la hora de recogerse y no había previsto dónde cobijarse. Ahora ya no le quedaba otro remedio que ir hacía el centro donde estaban todos los bancos de aquel maldito pueblo y hacer la peregrinación acostumbrada. Cada vez había menos viandantes por la calle, ya no merecía la pena seguir merodeando. Tenía un poco de pan y algo de embutido en una bolsa y pensó que aquello sería suficiente.
Empezó a caminar rápido por las calles empedradas donde el carrito, ya un poco maltrecho, martilleaba la piedras con un ruido ensordecedor. Cuanto más rápido iba, el escándalo era mayor, pero si iba despacio, el alboroto también era infernal y tenía tantas ganas de llegar a donde fuera que nada le importaba. Casi corría, como alma que lleva el diablo. Cuando llegó a la calle de los bancos, empezó a descartar puerta tras puerta: unas estaban ocupadas y otras cerradas con los cajeros fuera, en la calle. Por un momento pensó que aquella iba a ser su última noche, que se iba a quedar helada en cualquier esquina. Finalmente, en un callejón entre dos calles anchas, casi escondido, encontró lo que sería su hogar esa noche. La oficina aquella, en un oscuro rincón, apenas tenía luz. Le pareció bien, incluso mejor. Las oficinas de las calles principales, más grandes, más iluminadas, no eran sus preferidas: eran las que frecuentaba la gente y además a cualquier hora. Incluso durante la noche avanzada. Lo peor era cuando entraban los niñatos borrachos, que regresaban a casa beodos y frustrados de sus vidas insulsas, para importunar, insultar y muchas veces también golpear.
Pero aquella noche tuvo suerte, después de caminar y buscar tan tardíamente, encontró un lugar ideal. Tuvo que esforzase lo suyo para introducir su carrito porque había un escalón pronunciado que le costó salvar; y después, dentro apenas tenía espacio para tumbarse: el lugar era angosto y el carro ocupaba casi la mitad del espacio. Al final consiguió instalarse y tras engullir su parca comida, con un poco de vino que bebía directamente de una garrafa de plástico, se hizo un ovillo y cerró los ojos implorando que el olvido y el abandono la acogieran pronto; y así de esa manera dejar de sentir el dolor de sus piernas y de sus brazos entumecidos por el frío. Tuvo suerte: el sueño clemente acudió pronto a acompañarla.
Cuando amaneció un día soleado, Bruna ya hacía tiempo que se había despertado: todavía era noche cerrada, cuando una tosecita insistente le despertó. Abrió un ojo buscando al productor del carraspeo, pero su mirada tropezó con el carro que le impedía ver más allá. Con el estupor cargado de sueño, se incorporó algo, intentando averiguar dónde coño estaba. Le pasaba tantas veces en los últimos tiempos, bueno casi siempre: despertarse y no saber dónde. Tras unos segundos de duda, se dio cuenta de lo que pasaba: alguien intentaba entrar, pero el carro le impedía acceder a la oficina. Se levantó fatigosamente y, ya incorporada, vio a una mujer que esquivando su mirada se mantenía firme ante la puerta y empezaba a golpear monótonamente el marco con los nudillos. Llevaba un uniforme azul cielo y el pelo recogido en un moño estirado y su rostro no reflejaba nada, claro que sin verle los ojos poco se podía decir de su gesto.
Bruna se desperezó y recogió rápida los cartones, las mantas y los pocos trastos que sacó la noche anterior. Lo colocó todo de forma ordenada en el carro y luego con gran dificultad, se deslizó hacia la puerta, la abrió sujetándola como pudo con una pierna hasta que consiguió sacar el carro y bajarlo hasta la acera, después de forcejear un buen rato. Mientras la mujer se había apartado de la puerta, orientando su cuerpo hacía la calle iluminada, sin mirarla ni hacer ninguna mención por intentar ayudar. Lejos de eso, conforme Bruna conseguía ir sacando su carro y su cuerpo del pequeño espacio, la mujer aún se alejaba más arrugando la nariz, y esta vez sí, mirando de vez en cuano con gesto adusto. Bruna no se dio cuenta, estaba tan entregada a su empeño que tuvo la suerte de no verlo.
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Te contaré: todo había empezado a enrarecerse ya hacía un tiempo, cuando Perico, mi “marido”, perdió su trabajo. Los primeros días se lo tomó con relativa calma e incluso repartió curriculums por varias empresas de trasportes, que era a lo que se había ocupado en los últimos tiempos hasta que lo despidieron; pero cuando llevaba más o menos un mes, empezó a dejarse llevar por el desánimo y se encerró en casa y empezó a enfadarse por cualquier tontería. Cuando llegaba del trabajo al medio día, lo encontraba sentado en el sofá mirando ensimismado la televisión. Entraba al salón y le besaba en los labios a modo de saludo,él me miraba como extrañado y parecía despertarse de un sueño profundo. Nunca preparaba nada para comer, y eso que tenía todo el tiempo del mundo. Decía que no sabía cocinar y que con la bien que lo hacía yo, él no se sentía con ánimo para aprender y hacerlo, seguramente, mucho peor. O podía suceder, según él, que lo hiciera tan requetebién que me dejara en ridículo; muy a su pesar, claro está.
Todas aquellas sandeces las repetía invariablemente todos los días aunque yo llegara callada, sin quejarme, y empezara a trajinar en la cocina con los cacharros. Dejaba la televisión encendida soltando su perorata y se dirigía a la cocina para ver, cómo yo preparaba la comida. Estaba aburrido y amargado, se dedicaba a incordiarme, a darme prisas porque tenía mucha hambre y a decirme lindezas como que era una inútil.
La mayor parte de las veces me callaba, lo ignoraba y disponía todo en la mesa, a la vez que en el fuego daba vueltas a la carne que se freía en la sartén. Comía rápido y sin poder recoger ni descansar, aunque fueran cinco minutos, salía otra vez corriendo a trabajar. Por la tarde ya me ocuparía de fregar los cacharros, antes de acostarme, junto con los de la cena. Él se quedaba sentado en el sofá mirando embobado la pantalla que parpadeaba impertérrita.
Mi trabajo de limpiadora me ocupaba todos y cada uno de los días de la semana, pues desde que mi “marido” se quedó en el paro, había solicitado trabajar también los fines de semana. Al principio me dijeron que eso no podía ser, que tenía que librar algún día, que seguro que habría alguna ley que prohibiría trabajar sin descanso. Pero pasados unos días, me anunciaron que si quería, a partir del mes siguiente, podían ofrecerme trabajar los fines de semana, simulando un trabajo a turnos si en algún momento tenían una inspección; que ya me lo explicarían. Me pareció perfecto porque además, los fines de semana estaban mejor pagados. Total no hacía ningún tipo de vida social: nunca salíamos a cenar o a bailar, ni solos, ni con amigos. Perico se pasaba el fin de semana tirado en el sofá y yo me ocupaba de hacer comidas para la semana y el tiempo que me quedaba se lo dedicaba a mi pequeña, jugaba con ella y la sacaba al parque a pasear. A partir de aquel momento, como ya no me quedaba tiempo para mi niña, las comidas las resolvía sencillamente sin grandes pretensiones día a día. Perico, que no quería saber nada de faenas domésticas, ni de limpiezas, ni de comidas, sin embargo era un verdadero padrazo y la niña estaba encantada con él. Entre semana, ocupada en el colegio, pocas horas nos necesitaba; pero los fines de semana, Perico olvidaba su apática existencia para acompañar a la niña allá a donde ella quisiera o tuviera que ir.
Ya llevaba cinco meses trabajando todos y cada uno de los días transcurridos. Sólo me ausenté un día: cogí la gripe, llevaba cinco días en que la fiebre me rondaba y al acabar la jornada alcanzaba invariablemente los 38 grados, el sexto me rendí: la fiebre me subió hasta 39 y medio y no encontré fuerzas para seguir… Ese fue mi único descanso en cinco meses completos de días con sus horas llenas de trabajo. Tengo una actitud estoica ante la vida, casi plana, me es difícil entusiasmarme y de la misma manera es complicado quebrar mi ánimo. Apechugo con lo que toca y ya está. De qué sirve lamentarse…
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Eran las seis de la mañana de un frío día de enero. Empezaba la peregrinación, casi siempre era así: alguien exigía su derecho a usar el espacio que ella había tomado la noche anterior en préstamo y tenía que salir pitando. Se encontraba en la calle oscura, solitaria y silenciosa con su carrito roñoso y ruidoso y tenía que ir a algún lugar, darle algún propósito a su existencia. Los últimos días estaban siendo más duros si cabía. Las fiestas navideñas y las de comienzo de año habían sido una prueba difícil que la había dejado trastocada. Ciertamente, el que está solo en estas fechas, está doblemente solo porque todo se lo recuerda. Ya antes también se sentía sola, y esa sensación la incrementaba la navidad, pero por lo menos tenía cuatro paredes donde esconderse y no resultar tan patética.
Decidió encaminar sus pasos hasta la estación de autobues, donde ya había estado la madrugada del día anterior. Tenía algunas monedas para tomar un desayuno decente. Estaba cerca, menos mal. Lo del carro y el ruido a las seis de la madrugada, con las calles desiertas y dormidas, le estaba volviendo un poco loca. Pensó en dejarlo abandonado en cualquier rincón e ir a recogerlo más tarde, pero le dio miedo. En él estaban todas sus posesiones y si se las robaban temía perderse irremisiblemente. Así que intentaba buscar las zonas del asfalto lo más lisas posibles, donde las ruedas hacían menos ruido. Así llegó a la estación de autobuses, donde inevitablemente sí que tuvo que dejar abandonado su carro delante de la puerta. Allí no lo podía entrar, pero era un edificio lleno de cristaleras que le permitían vigilarlo. Lo dejo en un rincón un poco apartado de la vista de los pocos viandantes madrugadores y se metió dentro. Intentaba que en las ocasiones que abandonaba el carro, nadie la viera como una vagabunda; se aseaba en los baños públicos y buscaba las duchas públicas, cuidaba su higiene. Quería pasar inadvertida, no despertar ni pena ni asco, no sabía qué era lo que más temía.
Entró en la cafetería desierta. La recibió un espacio grande, desangelado e impersonal que esperaba indiferente la llegada de viajeros deshubicados. No prestó mucha atención a tanta frialdad que sin embargo se metió en sus huesos. Se sentó en una mesa al fondo, donde tenía buena vista del carro y de la puerta trasera del local por si tenía que salir pitando para recuperarlo, o por si alguien osaba hurgar en él.
Dejó su abrigo en la silla y se dirigió a la barra para escoger algo de comer. En los espositores todavía no había nada. Preguntó si podía comer algo y le pasaron una carta algo roñosa para que escogiera. Pidió un bocadillo de beicon y queso caliente y un zumo. Esperó de pie, mirando alrededor. Acaban de abrir, un camarero joven limpiaba con desgana la cafetera, no le contestó cuando dio los buenos días. La camarera, después de recoger su comanda sin casi mirarla y también sin hablar, se dirigió a una puerta al fondo, la cocina seguramente.
El bar estaba vacío, no había madrugadores que pulularan por la estación y sus aledaños. Sólo un par de repartidores se asomaron; el de los donusts, que con cara triste, dejó tres cajas de cartón sobre el mostrador y con un gesto de mano aunó saludo y despedida y salió pitando. Al rato entró otro repartidor con un barril de cerveza, Bruna se apartó para dejarle pasar. Éste era más simpático, hizo ademán para quitarse un sombrero invisible, mientras ofrecia una sonrisa espléndida a Bruna a la vez que le daba los buenos días. Ya nada más pasó en un buen rato. Luego tras la aburrida espera, la camarera le puso delante un plato con un bocadillo que olía a gloría. Bruna se sentó en la mesa con su comida y, saboreando fue comiendo lentamente para disfrutarlo bien y que le durara un buen rato: si no llegaba gente, su presencia se hacía más manifiesta y tendría que irse a la calle, con el frío que hacía.
Estiró el bocadillo una hora y se levantó para pedir el zumo que la camarera había olvidado. El camarero joven seguía lánguidamente limpiando aquella cafetera que tendría que estar reluciente, pero cosa extraña, tenía un aspecto entre oxidado y sucio que no invitaba a pedir café. Bruna no pensaba arriesgarse. La camarera veterana, con poco trabajo también, ojeaba desganada su móvil. Levantó molesta la mirada cuando oyó la tosecilla con que Bruna anunció su presencia y la volvió a bajar ignorándola. Como no tenía prisa Bruna esperó, la demora le beneficiaba y casi la agradecía. Después de un rato, ya la camarera se dignó a acercarse. Se excusó hipócrita por su despiste y la miró esperando su petición. Bruna pidió, esperó paciente y tras recoger su bebida se volvió a sentar.
A aquellos dos, más les valdría agradecerle su presencia, si no fuera por ella, no tendrían ningún cliente y quién sabe, si ese pormenor no conduciría a sus jefes a considerar una remodelación de plantilla, pensó.
Era extraño: el día anterior a la misma hora aproximadamente, la cafetería estaba medio llena, a lo mejor había una huelga de autobuses… No le importaba, solo que era un poco más aburrido: le gustaba observar a la gente mientras transcurrían sus horas muertas entre vagar de la estación al centro, del centro al barrio viejo, del barrio viejo a los barrios del ensanche y luego otra vez a la estación… y así sucesivamente hasta que ya le tocaba volver a recogerse en cualquier rincón mínimamente abrigado donde pasar la noche.
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Pasada una semana de mi indisposición momentánea (al día siguiente de mi ausencia, me encontraba floja pero volví a trabajar y eso que otra vez a la tarde volví a sentir algo de fiebre), apenas llegué a la oficina, me llamaron a dirección y me dijeron que ya no podían seguir ofreciéndome el turno de los fines de semana, que ahora tenían menos trabajo.
La encargada, una mujer alta y flaca, con cara seca y seria, vestida siempre de colorines, ni me miró a los ojos para darme la noticia y por descontado que no me preguntó por mi salud. Yo no supe qué decir, titubeé un segundo intentando elaborar una excusa plausible que me disculpara del castigo, pero no me dio opción: cogió un fajo de papeles de su mesa, los alineó dándoles golpecitos nerviosos y mirándolos con suma atención, volvió a dirigirme la palabra para ordenarme que cerrara la puerta por la parte de fuera, que ella tenía mucha prisa y que mi trabajo me estaba esperando desde hacía dos días. Así que me levanté rápidamente y salí a iniciar mi jornada.
En el vestuario me esperaba Mani, mi compañera más querida. La única con la que desde mi llegada habíamos compartido confidencias y buenos ratos. Con el resto de compañeros y compañeras de la empresa, éramos unos quince, no me llevaba, no los comprendía ni lo intentaba: unos días se amaban y compartían todo como hermanos, para a la mañana siguiente sacar los cuchillos y odiarse y maltratarse sin empacho. Mani y yo nos sustraíamos en lo que podíamos del mal ambiente y nos ayudábamos con camaradería y sin traición. Cuando entré, Mani me miró con gesto interrogante y triste, esperando lo peor. Yo, para quitar hierro al asunto, le guiñé un ojo y sonreí mientras me sentaba en silencio para descalzarme y cambiarme con rapidez. Mani se sentó también a mi lado, ella ya llevaba puesto el uniforme, en silencio, a la espera. Yo sabía que si no quería no estaba obligada a contárselo, que tampoco buscaba el cotilleo. Así que se lo dije. Ella dio un suspiro de alivio. Yo intrigada la miré buscando una explicación y me soltó que en el día anterior, había tenido noticia de que había ido a hablar con la Cacatúa, así llamábamos a la jefa, una supuesta enchufada buscando trabajo, y temió, que aprovecharan mi indisposición, para encontrar la causa perfecta para despedirme y crear la vacante que parecían necesitar. Entonces me asusté, tenía que tomarme todavía más en serio aquel trabajo, no podía faltar ni un día más. No podía jugarme el pan de mi hija, el de Perico cada día me iba importando menos. Abandonamos nuestra corta conversación con un guiño y otra sonrisa, ya sabíamos que no gustaban los corrillos, que nos pagaban para trabajar. Salimos en busca de nuestros carritos para empezar la jornada.
SINOPSIS
Una mujer cuenta en primera persona a un interlocutor no identificado la historia de su vida. A la vez, de forma intercalada, un narrador omnisciente explica las andanzas de una mujer vagabunda en un presente atemporal. La trama no aclara la relación entre ambas mujeres aunque conforme avanza la narración queda al descubierto, hay algo de misterio en el desarrollo de ambas historias que se desvanece poco a poco.
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