El dolor llega de nuevo. Su estómago arde. Sus piernas se pliegan, buscando una postura fetal, que no le sirve para disminuir el sufrimiento. Su mandíbula se contrae, provocando que sus dientes choquen entre ellos, haciéndole sentir que sus muelas van a pulverizarse con la presión. Su mano derecha busca desesperadamente entre las sábanas.

Sabe que el control está ahí, ¿por qué no lo encuentra?

Sus uñas arañan la sábana, forzando que se pliegue, tratando de retirarla y dejar accesible el que deberá ser el instrumento de su alivio. Al fin lo roza con sus dedos y lo alcanza. Ha cerrado los ojos, como si la ceguera pudiera aliviarle del dolor, pero no le hace falta tenerlos abiertos para ver en su mano el apreciado control: el cilindro blanco con el pulsador que aumenta temporalmente la dosis de morfina. Su mano se cierra en una garra, con tanta fuerza que sus nudillos se vuelven blancos. Su pulgar se acerca al pulsador, se apoya sobre él, pero no lo aprieta.

Otra vez la maldita indecisión: le grita su consciencia en el escaso espacio que deja al cerebro el intenso dolor. Pero, sí, ahí está otra vez. Su necesidad de calmar el sufrimiento y su necesidad de sentirlo. De nutrirse en él. De castigarse, aunque eso no lo reconocerá nunca.

Piensa en varias ocasiones que esta vez lo hará, que liberará el chute de morfina en su organismo que le permitirá descansar, al menos por un rato. Pero entonces el dolor empieza a remitir y sabe que esta vez tampoco aumentará su dosis.

Cuando el dolor pasa tiene la mano tan agarrotada de sujetar el pulsador que le cuesta abrirla. Sus viejos tendones ya no responden con tanta eficacia y cuesta convencerlos para que se flexionen. Al final el pulsador cae entre las sábanas. Hasta la próxima vez que lo busque con desesperación. Hasta la próxima vez que lo busque para nada.

Su mente aún está centrada en el recuerdo del dolor cuando escucha como abren la puerta de la habitación. Sabe que será el enfermero del turno de noche, que viene a la última revisión antes de apagar las luces.

Pedro, el enfermero, entra sonriendo. Cree firmemente que si trasmite algo de alegría y optimismo a los demás está ayudándoles a afrontar mejor su sufrimiento.

Ha dejado esta visita para el final de su ronda. La noche está siendo bastante tranquila y ha pensado que puede dedicar un poco de tiempo al anciano solitario. Así lo llaman en la planta: cada vez más próximo a la muerte, pero nadie ha venido a visitarle.

Aunque Pedro lleva meses trabajando en oncología aún sigue siendo muy sensible al sufrimiento y la pérdida, algo en lo que sus compañeros le aconsejan que se endurezca, pero a lo que se resiste.

En cierta manera el anciano es un enigma y en la planta, como casi cualquier cosa que se salga de la aburrida rutina habitual, se ha convertido en un cotilleo. Es agradable, no protesta y apenas se queja a pesar del dolor que padece. Siempre con una palabra amable para el personal. No parece la típica persona sin amigos, ni tiene una edad tan avanzada para haberse quedado solo en el mundo, pero, a pesar de su situación, no ha recibido una sola visita. Va a morir en soledad. Eso entristece a Pedro y por eso, quizás, le dedica un poco más de tiempo que a otros pacientes.

Ve al anciano tendido boca arriba, está forzando una sonrisa, que el resto de su expresión desmiente. Pedro ya lo ha observado otras veces en él, aunque las comisuras de sus labios se curven, sus ojos muestran tal vacío que su sonrisa desprende tristeza.

En realidad no es tan anciano ―reflexiona Pedro―. Tiene sesenta y ocho años y no muestra síntomas de calvicie, quizás unas entradas algo pronunciadas, pero su pelo es solo entrecano. Tampoco tiene muchas arrugas, solo las típicas de expresión en ojos y frente. Tan solo la piel, algo envejecida, delata ligeramente su verdadera edad.

―¿Cómo se encuentra, Señor Castillo? ―pregunta Pedro mientras revisa los goteros, las constantes monitorizadas y el dispensador de morfina.

―Me cuesta conciliar el sueño ―contesta el enfermo―. Demasiados pensamientos bullendo en mi mente.

―¿Quiere que le aumente la dosis de calmantes?

El anciano contesta enseguida, negando con la cabeza.

―No, gracias. Sé que no me queda mucho tiempo…

―No diga eso, siempre hay esperanza ―le interrumpe Pedro.

El anciano mira fijamente al enfermero y vuelve a obsequiarle con su sonrisa triste.

―¿Tu nombre es Pedro, verdad?

―Sí.

―Pues verás Pedro, te agradezco tu ánimo, pero los médicos han sido claros y no me asusta la muerte. Sé que en cualquier momento fallará algo más dentro de mi cuerpo y será el final ―hace una pausa― y una liberación.

―Sé que el dolor puede ser terrible en casos como el suyo. Aún tenemos bastante margen en la dosis de calmantes hasta el máximo que ha establecido el doctor.

El anciano muestra su afligida sonrisa de nuevo antes de contestar:

―No es del dolor físico del que quiero escapar. A veces lo siento como un amigo. Cuando duele, por unos segundos, es tan intenso que dejo de pensar. Tú eres joven, espero que nunca llegues a conocer dolores como lo míos.

Pedro se calla y aprovecha para tomarle la temperatura y la presión mientras piensa en qué contestar. La visita no está yendo como él esperaba. Quería animarlo y parece que está consiguiendo justo lo contrario. Buscando aplacar un silencio que le resulta incómodo, plantea la pregunta que se había prometido no hacer:

―Espero que no le moleste la indiscreción, pero en la planta estamos algo extrañados de que no reciba visitas. ¿No tiene familia o amigos?

―Amigos no muchos. En realidad ninguno al que pueda llamar verdaderamente así. La amistad hay que alimentarla y en un momento de mi vida tomé la decisión de dejar de hacerlo, aunque en ese momento no me di cuenta. Familia sí tengo. Mis dos hermanos y cinco sobrinos ―el anciano ve en la cara del enfermero que quiere preguntar algo más y que no se atreve―. Te preguntas porque no han venido a verme. No es que nos llevemos mal, ni nada parecido. Nos llamamos de vez en cuando y quedamos una o dos veces al año. Pero nunca en Navidades.

―¿No se ven en Navidades?

El anciano muestra de nuevo su sonrisa desapasionada, que en esta ocasión incluye ironía:

―Parece extraño, pero ellos respetan mi deseo de no verlos en estas fechas. Las Navidades las paso siempre con mi amargo kebab, aunque este año va a ser una excepción.

―¿Un kebab amargo?

El anciano dibuja de nuevo una sonrisa con sus labios:

―Es una larga historia y seguro que tienes algo mejor que hacer en Nochebuena que escuchar las divagaciones de un viejo.

―Ya he tomado mi copa de cava con los compañeros y es lo máximo que vamos a beber, no vaya a haber alguna emergencia y no estemos para reaccionar, así que, si no suena alguna alarma, tengo todo el tiempo del mundo para escucharle.

El anciano asiente:

―Muy bien, pero realmente no sé cómo empezar.

―Ya sé que es un tópico, pero por qué no empieza por el principio ―interviene Pedro con una sonrisa, sentándose en el sillón de las visitas, al lado de la cama.

El anciano cierra los ojos y reflexiona un momento antes de contestar:

―En la vida real es muy difícil encontrar el principio de las historias. Supongo que en mi caso fue la niñez, pero la historia de mi kebab amargo es una historia de Navidades. Algunas maravillosas y otras terribles. Parece que la única época en la que he sido realmente feliz es la misma en la que he sido terriblemente desgraciado.

―¿Por qué no empieza entonces por algo que le traiga recuerdos agradables?

El anciano eleva sus ojos hacia arriba, buceando en su memoria:

―La Navidad más feliz de mi vida fue la que tuve mi primera cita con Silvia. Fue en el café Real. Quizás lo conozcas. Es uno de los pocos cafés que aún conservan su aire añejo, su aroma a café inhalado en cada respiración, sus frías mesas de mármol con retorcidas patas metálicas.

Las palabras del anciano trasladan a Pedro a aquel recuerdo. Ve al entonces maduro, pero todavía con apariencia de joven, Jorge Castillo sentado en una mesa al fondo del local, al lado del gigantesco ventanal que invita a contemplar la plaza de la Catedral. Junto a Jorge, en una silla, un ramo de rosas que se avergüenza de haber llevado. Medio escondido, proclama la incertidumbre de su portador. Ha consultado varios libros sobre el lenguaje de las flores antes de decidirse. Pensó en regalarle calas, para significar su belleza, o claveles, signo de galantería, pero Jorge es de una generación en la que cualquier simbolismo floral languidece ante un ramo de rosas. Pero qué color elegir para las rosas. El rojo de la pasión quizás es demasiado atrevido para una primera cita, pero un rosa de admiración le parece insuficiente. Ayer robó varias horas de estar con su familia en Nochebuena, recorriendo tres floristerías hasta que encontró las perfecta rosas de color violeta, manifestando abiertamente su amor a primera vista. Pero ahora su arrojo le parece bravuconería y ha dudado si traerlas y ahora al mostrarlas. Es más, no sabe si tendrá valor de entregarlas. Así, que sobre una silla y protegidas de miradas indiscretas por la marmolea mesa, manifiestan su ansiedad e indecisión, mientras espera.

Ha llegado media hora antes y cada minuto que transcurre esperando sus miedos aumentan: ¿vendrá? ¿Podrá llegar a gustarle? ¿Debe tirar las flores antes de que ella aparezca?

Delante de él humea su tercera manzanilla. Las ha pedido porque después de la comida de Navidad siempre sienta bien un digestivo y no quiere que contenga alcohol. Apenas ha probado el vino durante la comida por el mismo motivo. No quiere que se le trabe la lengua y quedar como tonto. Sin embargo, la impaciencia le ha hecho tomarse las dos infusiones previas sin poder esperar a que se enfriasen y su lengua está dolorida. No pude apartar de su pensamiento si con la lengua en ese estado podrá besarla, aunque su mente racional le repite, una y otra vez, que es una tontería que pretenda besarla en la primera cita. Que si lo intenta lo más fácil es que se gane una bofetada y pierda la oportunidad de un segundo encuentro. Pero su mente es caprichosa e imagina mil besos: castos, pasionales, tiernos, presurosos e intensos, todo al mismo tiempo.

Su mirada recorre inquisitiva la plaza tratando de verla acercarse. Delante del lugar en el que se encuentra sentado han plantado el Belén gigante que siempre le encanta visitar en Navidades y que este año aborrece por taparle la vista e impedir que pueda vislumbrar a Silvia un segundo más, un segundo antes.

Se llama Silvia, se repite a sí mismo. Le parece un nombre hermoso. No ha conocido nunca a ninguna Silvia y eso lo ve como una señal. Pero desde que la conoció ayer todo le parecen señales.

La conoció cuando iba a comprarle un perfume a su madre. Todos los años le regala el mismo perfume, pero aún no se ha aprendido el nombre y por eso, como siempre, lo lleva apuntado para no equivocarse. Ya le ha comprado varios regalos con los que espera sorprenderla, pero el perfume nunca falta. Es su marca favorita, que ella nunca se compra porque le parece excesivamente cara. Todos los años le regaña por gastarse tanto dinero en un perfume, pero Pedro sabe que la hace feliz y que, aunque lo niegue, siempre lo espera.

Así que ahí estaba él, con su papel en la mano, en los mismos grandes almacenes de cada año y, como todos los años, sin recordar en qué maldito aparador estaba el maldito perfume. Haciendo bueno el estereotipo masculino, se niega a preguntar por su ubicación, aunque por dicha tozudez tenga que perder diez minutos, o incluso más, de su vida.

Pero ese año iba a ser una excepción. Una excepción en muchas cosas. Porque buscando el perfume la vio, detrás de un aparador de la sección de perfumería. Le pareció la mujer más hermosa que había visto en su vida. Era rubia ―en realidad castaña clara, pero ante sus ojos su cabello parecía brillar como el oro, así que para él fue rubia―, delgada, nariz recta y labios finos y perfilados. Viéndola pensó que ni el mismo Miguel Ángel hubiera sido capaz de esculpir un rostro tan perfecto.

Se acercó hacia ella como si la gravedad lo impulsara hacia su órbita, pero cuando llegó a su lado sus labios se sellaron y su garganta se secó, incapaz de generar un mensaje coherente.

―¿Necesita que le ayude? ―preguntó ella y su voz le pareció tan cálida y hermosa a sus oídos como lo había sido su imagen a sus ojos.

Estuvo a punto de entrar en pánico. ¿Qué podía decirle? Entonces vio como sus verdes ojos se deslizaban para dirigirse al papel que él seguía enarbolando en su mano. Eso fue su salvación:

―¿Tienen…? ―empezó a preguntar Jorge, pero se le trabó la palabra en su seca garganta y tuvo que empezar de nuevo― ¿Tienen este perfume? ―dijo por fin aproximándole el papel para que pudiera leerlo.

Ella rozó su mano, al girar el papel para poder leerlo, y el leve contacto hizo que su mano ardiera, pero intentó parecer imperturbable, no fuera a pensar de él que era algún tipo de pervertido.

―Está en aquella sección ―le contestó, señalando hacia un aparador, a unos diez metros de distancia.

Jorge miró donde le indicaba, luego la miró de nuevo a ella. Esos diez metros le parecieron una distancia insoportablemente lejana. No podría alejarse tanto de esa mujer, afortunadamente la sangre que había enarbolado su corazón fluyó de nuevo a su cerebro, aportándole una opción:

―¿Qué perfumes vendes tú?

Ella se rio y su risa le sonó a música celestial. Le explicó qué colonias y perfumes vendía y Jorge le pidió que le recomendara una. La compró sin enterarse de la marca ni del precio. Le pidió que la envolviera para regalo y mientras lo hacía estuvo observando sus delgadas manos, que como todo en ella también le parecieron las más hermosas que había visto en su vida.

Cuando le entregó la bolsa con el perfume no supo qué más hacer para permanecer a su lado. Incapaz de pensar con coherencia, en un primer lugar se dio la vuelta para irse, pero pudo alejarse más que un par de pasos. Se volvió de nuevo hacia ella:

―Véndeme otra igual ―pidió.

Le miró, sonriendo con cierta picardía:

―¿Tienes más de una novia?

Jorge sintió como su cara se encendía, mostrando un rubor que no pudo ocultar:

―No, por supuesto que no ―negó categórico―. La primera es para mi madre. Siempre le regalo perfume por Navidad.

―Entonces la segunda es para tu novia.

―No… No tengo novia. La segunda es para ti.

Se rio de nuevo y Jorge pensó que iba a burlarse de él por haberse excedido.

―Me temo que no puedo aceptar un perfume tan caro de un desconocido ―la cara de Jorge mostró tal decepción que a Silvia le recordó a un animalillo apaleado, así que añadió: ― Pero quizás sí te aceptaría un café.

―¿A qué hora sales?

Ella volvió a sonreírle:

―Esta noche es Nochebuena, yo ceno con mi familia y me parece que tú tendrás que darle ese perfume a tu madre.

―Entonces, mañana.

Ella le miró a los ojos y algo vio que le hizo aceptar una invitación a tomar café la tarde de Navidad.

Y allí estaba él esperando, con sus avergonzadas rosas de color violeta, y temiendo que ella se hubiera arrepentido o que simplemente le hubiera dicho que sí para quitárselo de encima. Un adolescente de treinta y ocho años esperando con impaciencia una primera cita.

Sinopsis

Las verdaderas historias de amor empiezan siendo románticas, se desarrollan en tragicomedias y, en demasiadas ocasiones, terminan como tragedias.

Esta es la historia de un hombre que no aprendió a amar. Narrada desde su lecho de muerte, el relato intercala escenas de la vida del protagonista. Unas alegres, otras tristes, la mayoría dramáticas.

La narración se nos presenta como un puzle de momentos de diferentes épocas, a través del que vamos, poco a poco, perfilando a nuestro antihéroe.

Una infancia dominada por unos padres que querían más a sus hijos de lo que se querían entre ellos. Una familia en la que el dinero, por su ausencia, era más importante que el amor.

Una adolescencia que anhela fantasías románticas, pero que no pueden competir con la preocupación por lo material; ya que durante su infancia le quedó grabado a fuego que la falta de dinero era la némesis del amor.

Un adulto indolente, que cree haber renunciado a los sentimientos cuando se los encuentra de frente y, por primera vez, se deja llevar por la emoción y no por la razón. A los treinta y ocho años conoce al amor de su vida y ese encuentro le cambiará para siempre, obligándole a abrirse a emociones que no está preparado para afrontar.

A pesar de intentarlo con pasión la relación no funciona y, cuando se da cuenta de que está repitiendo la historia de sus padres, decide rendirse. Renuncia al amor, a pesar de seguir enamorado. Se está condenando a sí mismo a una vida sin sentimientos, algo que no deja de reprocharse hasta el último día de su vida.

El final de la historia es su principio, cuando la llegada de la muerte le obliga a reflexionar sobre lo que ha perdido por tener miedo a la vida.

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