Mi rincón preferido del café India y una humeante taza de café me desconectaban unos minutos de la rutina del trabajo. Sonó el teléfono y contesté sin mirar de dónde procedía la llamada. Era nueve de abril.

La voz grave de un hombre, que se identificó como miembro de la Guardia Civil, me comunicó, tras preguntarme si mi nombre era Isabel y si estaba casada con Juan Luis Pérez, que acababan de levantar el cadáver de mi marido de un accidente ocurrido en una carretera comarcal cercana al lugar donde vivíamos. Evidentemente, su mensaje no fue tan directo pero, a estas alturas, he olvidado los circunloquios del pobre hombre para darme la triste noticia.

Me quedé estupefacta aunque, casi un año después, puedo decir que el desconcierto y la sorpresa de aquel momento no fueron nada comparados con lo que aún me esperaba.

Mi marido tenía cuarenta y cinco años y era el empresario, esposo, padre, hijo, hermano, amigo y vecino ejemplar. Nunca una mala cara o un desaire hacia persona alguna. Siempre dispuesto a echar una mano o lo que hiciera falta a quien lo necesitara. Hombre de intachable conducta al que solo le pude reprochar alguna vez que tuviera menos tiempo para mí que para el resto de mortales. Regentaba una de las mejores farmacias de la localidad en la que vivíamos. Allí me presenté dos días después del entierro, dispuesta a continuar su labor y con la intención de que la economía familiar se resintiera lo mínimo imprescindible.

En la farmacia estaban Carmen, la farmacéutica auxiliar, y Roberto, empleado desde hacía dos años, al que pedí ayuda para conocer el estado del negocio, tras contarle que mi proyecto era seguir adelante con el mismo hasta encontrar un comprador. Solícito comenzó a contarme cuál era su cometido en la empresa. Se ocupaba básicamente del control de proveedores y de la contabilidad oficial. Oír la palabra «oficial» junto a «contabilidad» encendió mi primera luz de alarma, ¿quería eso decir que había otra contabilidad no oficial? Efectivamente, así era. No soy una ingenua, sabía que esas cosas pasan en todos los negocios, pero mi marido nunca me habló de ello.

Esa otra contabilidad, de la que Roberto dijo que no tener conocimiento alguno, era controlada exclusivamente Juan Luis, ya que estaba protegida por una contraseña que solo este conocía. Primer problema, pero no el único. En ese preciso momento tampoco se podía acceder a los datos oficiales por la misma razón: el ordenador con el que trabajaba Roberto era solo un terminal conectado al principal de mi marido y estaba apagado porque el empleado tampoco conocía la contraseña de inicio de sesión.

—¿Quién lleva el mantenimiento informático? Deberíamos preguntarles a ellos, ¿no crees, Roberto?

Roberto buscó en los archivadores de facturas y halló la última de una empresa denominada Sofitech que, al parecer, era la encargada del mantenimiento y revisión de los equipos y sistemas informáticos de la farmacia.

Sin saber exactamente qué debía hacer ni con quién debía hablar marqué el teléfono que constaba en la factura y solté mi perorata a la persona que estaba al otro lado de la línea. Como era de esperar si lo hubiese pensado un poco antes de actuar, la chica que me atendió era la telefonista y, después de escuchar pacientemente todo lo que yo le estaba diciendo, me remitió a uno de los técnicos a quien repetí, palabra por palabra, lo que ya había contado antes.

—Voy a consultar su ficha. —Me dejó esperando unos minutos que a mí se me hicieron eternos.— Señora, para acceder a los equipos de su empresa necesito que me proporcione la clave de seguridad.

No podía creerlo. O este señor no había entendido nada o me estaba tomando el pelo en mi propia cara.

—¿Es que no me ha entendido? Mi marido ha fallecido y me encuentro con que no puedo acceder a los ordenadores de la empresa para poder seguir trabajando.

—La he entendido perfectamente pero el contrato que firmó su marido con nosotros especifica con total claridad que nadie puede acceder al sistema informático sin proporcionar la clave de seguridad.

Me pareció un auténtico despropósito.

—¿Habría alguna forma de obviar ese requisito…el certificado de defunción, el informe de la autopsia…?

—Lo pondré en conocimiento de mis superiores. Mientras, prepare esa documentación. Supongo que será necesaria. En unos días nos pondremos en contacto con usted. Gracias por su confianza. Buenos días.

Me colgó y me dejó tan perdida como al principio y, además, alarmada porque no sabía si iba a poder estar a la altura de un negocio que parecía tan complicado de gestionar. No me quedaba más remedio que esperar. De todas formas, tampoco por eso se paralizaba la marcha habitual de la farmacia: los ordenadores que funcionaban como punto de venta eran autónomos, solo tenían conexión entre sí y con la distribuidora provincial.

La Semana Santa paralizó un poco la actividad y los ánimos. La gente tenía ganas de descansar y disfrutar de las magníficas temperaturas que el mes de abril nos había traído. Yo seguía dando vueltas en mi cabeza a cómo entrar en el ordenador de la empresa e intentaba adivinar, sin éxito, las posibles contraseñas que sellaban la apertura de ese acceso. Comencé a intentarlo con el portátil con la secreta esperanza de que existiera un documento donde Juan Luis hubiera relacionado todas las claves de acceso a ordenadores, perfiles de redes sociales, cuentas de correo… pero, evidentemente, no era un necio y no parecía que pudiera resultar fácil; de hecho, el portátil también me requería una clave que no estaba en disposición de averiguar.

Dentro de mi limitado conocimiento informático se me ocurrió algo tan simple como intentar entrar en la cuenta de correo que creía que él utilizaba habitualmente con el viejo truco de «he olvidado mi contraseña». Supuse que tendría que confirmar su número de teléfono móvil y que, una vez confirmado le enviarían un código numérico que me posibilitaría crear una nueva contraseña y ver todo el contenido de la cuenta. Así lo hice, accedí a la web del servidor de correo, tecleé la dirección que yo conocía julupe75@hotmail.com y pinché en el enlace de olvido de contraseña. La siguiente pantalla me devolvía un mensaje con el supuesto número de móvil de mi marido oculto con asteriscos y únicamente las dos últimas cifras visibles; cifras, que para seguir complicándome la vida, no coincidían con el teléfono que utilizaba en su vida diaria y que yo había intentado mantener encendido desde que me lo entregó la Guardia Civil. ¡Qué estúpida! ¡Con razón no tenía código de bloqueo!

No quería desesperarme, no quería preocuparme en exceso y no quería pensar mal ni dudar de quien había sido mi marido pero, realmente, no terminaba de entender el porqué de tanta ocultación y medidas de seguridad. Volví a llamar a Sofitech y el técnico con el que había hablado unos días antes me reiteró que se pondrían en contacto conmigo cuando tuvieran claro el modo de actuar. Así que, lancé mi último cartucho.

—Carlos, soy Isabel. Necesito tu ayuda. ¿Cuándo podemos quedar un rato para que te cuente?

Carlos Sánchez Postigo había sido compañero mío de facultad. Los dos habíamos estudiado Derecho y los dos nos dedicábamos a actividades que poco tenían que ver con nuestra licenciatura. Él, la informática. Yo, el periodismo; aunque llamar periodismo a lo que se hace en una pequeña capital de provincia es, probablemente, un exceso de cariño hacia la profesión.

Por el contrario, él ejercía de informático de altura. Se dedicaba a la consultoría de modo independiente. En un pequeño despacho de Madrid, diseñaba redes, sistemas y herramientas para optimizar el trabajo de empresas e instituciones; luego ponía en contacto a estas empresas con otras que pudieran desarrollar el trabajo que él había proyectado y se encargaba de supervisarlo. Si alguien podía ayudarme, ese era Carlos.

Quedamos dos días después en un café cercano al periódico. Era un lugar agradable, tal vez un poco ruidoso, frecuentado a primera hora mayormente por mujeres que, aprovechando que habían dejado en el colegio a sus hijos, disfrutaban de unos minutos de conversación relajada. No me extrañó el revuelo de cuchicheos que se movió cuando Carlos hizo su entrada en el local. Con su metro noventa de estatura en un cuerpo bien cuidado y sus sienes adornadas con unas precoces canas plateadas, era considerado por las féminas como un hombre atractivo. Vestía de modo informal, un pantalón chino y un polo azul que casaba perfectamente con su piel morena. Se sentó a mi lado y comencé a explicarle.

—Sabes que nunca te pediría algo así si no estuviera realmente en un apuro. ¿Me ayudarás?

Yo le miraba directamente a los ojos. No dijo nada. Evidentemente, esperaba a tener alguna información. Así que le conté con detalle cuanto había acontecido desde la muerte de Juan, las dificultades que me estaba encontrando para acceder a los ordenadores, la impotencia que me estaba causando todo ello y la mezcla de curiosidad y desconfianza que, poco a poco, iba invadiendo mi pensamiento.

Me miró durante unos segundos muy fijamente. Imaginé que intentando averiguar si le estaba diciendo toda la verdad. Cuando lo juzgó oportuno me contestó.

—No puedo hacerlo.

Me quedé de piedra. Sabía que su ética era superior al cariño que me tenía, pero siempre pensé que, con su colaboración, empezaría a ver la luz al final de ese camino oscuro que, hasta ahora, había intentado recorrer.

—No quiero ser borde contigo ni ponerte de mal cuerpo, pero mi experiencia me dice que si tu marido ha rodeado su empresa y sus aparatos informáticos de tanta seguridad, es porque algo tenía que esconder. No estamos ante un negocio difícil que pueda tener conexiones extrañas, o con personas importantes o problemáticas. Es una farmacia de provincias, joder… A bote pronto no se me ocurre qué puede ser pero prefiero no meterme en esos berenjenales.

—Perdona. No quería ponerte en un compromiso… De verdad, lo siento.— Y salí del bar disimulando las lágrimas.

Cuando pude tranquilizarme, llamé para volver a pedirle perdón a Carlos y empecé a pensar. Hoy en día todo está al alcance de nuestra mano en internet. Seguro que, buscando y buscando, hallaría la forma de hacerlo yo o de contactar con alguien que realizara el trabajo.

Fue más fácil de lo que creía, proliferan los foros y las páginas de informática que ofrecen ayuda a personas que, como yo, tenemos los conocimientos justos para defendernos en la vida diaria. En principio, salvo en el caso de que hubiese aceptado Carlos, no quería que nadie ajeno pusiera las manos en esos dispositivos, al menos hasta no saber qué se guardaba en ellos. Un cosquilleo de miedo se instaló en mi estómago. Miedo al proceso y miedo al resultado. Pero no me quedaba otra opción. Así lo haría.

Lo siguiente fue seguir al pie de la letra las instrucciones de aquellos foreros, que, sin ningún pudor ponían sus conocimientos al alcance de cualquiera. Una noche, después de que mis hijos ya estuvieran durmiendo, encendí mi ordenador y preparé al lado un montón de folios y el portátil de mi marido. Si esto funcionaba, sin perder tiempo, al día siguiente iría a la farmacia para realizar el mismo proceso con el ordenador de la empresa.

Estaba nerviosa y llena de dudas. No me gustaba lo que iba a hacer aunque me intentaba convencer de que las circunstancias no me habían dejado otra opción. Ni sus empleados ni yo podíamos entrar en los ordenadores, la empresa tenía que seguir funcionando, los encargados del mantenimiento informático no hacían más que ponerme trabas y yo no podía esperar más…

Seguí al pie de la letra, con dificultad, desesperación y una copa de vino tinto que me infundía un cierto valor, todas las indicaciones por pantallas con palabras en inglés que no había oído en la vida y que esperaba no tener que volver a oír jamás; hasta que, un rato después, la tecla enter fue, de verdad, la que abrió la puerta de entrada a aquel ordenador que, siéndome tan familiar, en realidad, era tan desconocido.

Envié un mensaje a Carlos, «ya lo tengo». Y me contestó «ahora sí puedo ayudarte si lo necesitas, ten cuidado». No contesté. Esta vez estaba sola, pero frente a …¿qué?

SINOPSIS

¿Es posible que no conozcamos a las personas que nos rodean? ¿Qué haríamos si descubriéramos que la comodidad de nuestra vida se asienta sobre una serie de situaciones ilícitas? ¿Seríamos capaces de reaccionar en contra aun poniendo en peligro nuestra estabilidad y el modo de vida de nuestra familia?

La carrera del salmón cuenta la historia de Isabel, mujer, a la que una sorpresiva viudedad, le ha hecho descubrir que su marido no era la persona que ella creía conocer y que su vida estaba construida sobre cimientos de barro.

En el corto periodo de tiempo que la ley le concede para volver a poner en manos de un farmacéutico el negocio de su marido, tendrá que enfrentarse a cambios en su modo de pensar y actuar, arrastrada por un mundo desconocido e inimaginable para ella de fraudes económicos de diversa índole.

Al final tendrá que hallar la respuesta a su dilema entre seguir ocultando la verdad, o destaparla y afrontar las consecuencias de los actos ante los que había cerrado los ojos por comodidad o exceso de confianza.

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