El contador del reino

El contador del reino

alvarez

19/03/2018

Ficción histórica ambientada en el S. XVI, en la corte del Rey Carlos I, que, en clave narrativa de aventuras y sin entrar en explicaciones teóricas, viaja por las circunstancias y condiciones que llevaron a la primera quiebra de un Estado en Europa.

La financiación de la elección de Carlos V, la banca Fugger, la rebelión de los comuneros y germanías, las guerras imperiales, etc. desembocan en la quiebra de los asientos en 1557 ya con Felipe II.

De la mano del protagonista, personaje de ficción, Don Álvaro Vázquez de Baiona, Contador Mayor del Reino se van describiendo los momentos más importantes de la historia económica de la primera mitad del siglo XVI.

La audiencia Real

Sonaban los primeros cantos del gallo a través del ventanuco de madera, y una tenue claridad asomaba por el Este, cuando la puerta se entreabrió levemente.

Una tímida cabeza asomó por el resquicio que había dejado la puerta al abrirse y la leve luz de una vela permitía distinguir entre sus sombras la cara de un joven muchacho.

-Maestro –susurró el muchacho- Maestro… El Rey… ¡el Rey solicita su presencia!

-¿El Rey? –entornando los ojos con una mezcla de escepticismo y somnolencia, Don Álvaro Vázquez de Baiona, el gran Maestro, se hacía esa pregunta en silencio para sus adentros.

Sin tiempo a poder escuchar esa misma pregunta en voz alta, el muchacho ya había entrado completamente en la habitación y se dirigía hacia la profundidad de la habitación iluminando a su paso la estancia.

-¿El Rey?-ahora sí, Don Álvaro pudo escucharse a sí mismo pronunciar esas palabras

-Sí, Maestro, ha llegado un despacho real que ha viajado toda la noche por la premura del mensaje –respondió el joven que tenía por costumbre hacerse llamar Juan- y se requiere su presencia a más tardar.

El ambiente era frío a pesar de que la casa había sido bien construida y el ganado de las cuadras transmitía su propio calor a las estancias del piso superior. No obstante, era Diciembre y, como quiera que fuese, era propio de esa fecha en una ciudad como Toledo.

El Rey se encontraba en el magnífico Monasterio de Yuste, en la vertiente sur de la Sierra de Gredos, en la vera del Jerte donde, se iba a retirar tras la abdicación en su hijo Felipe para padecer con mayor indulgencia –seguramente más espiritual que corporal- los pesares de la enfermedad de gota que padecía desde hacía años.

Evidentemente, un despacho real tan urgente, sólo significaba que su presencia ante el Rey era de una premura excepcional y Don Álvaro comenzó rápidamente a preparar su camino a Cuacos para recibir audiencia.

-Rápido, Juan, dirígete a las caballerizas y da instrucciones de que el Señor va a salir en breve hacia Yuste. Que preparen mi caballo y que los hombres estén listos para partir inmediatamente – le índico Don Álvaro sin dilación.

-En seguida, Maestro –le respondió el muchacho.

-¡Ah!, y tú también vienes con nosotros -añadió sin dirigirle la mirada.

Asintiendo con la cabeza, Juan abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí y dejando oír sus pasos alejarse por el corredor que daba a las escaleras de madera. La casa contaba con un patio interior que permitía distribuir las tareas propias de sus habitantes y hacía a la vez de punto de encuentro para que el Señor impartiera órdenes al servicio.

Esta vez no era necesario. Sería Juan quien diera las instrucciones directamente.

La mañana comenzaba a clarear con más intensidad y se percibía un leve aroma a fría humedad; el vaho se desprendía del bostezo del Maestro al abrir las portezuelas del ventanuco y un fugaz escalofrío recorrió su cuerpo para avisarle que debía ponerse en marcha cuanto antes.

Sin lugar a dudas habría que abrigarse bien. A pesar de provenir del norte de España, de la zona fronteriza con Portugal cercana a Baiona, donde el clima es bastante frio durante el invierno y la costumbre hace su trabajo pacientemente no cabía duda de que el frio toledano era diferente. Era seco y penetraba hasta bien dentro.

Sin más espera, Don Álvaro, tras el correspondiente aseo matutino y vestirse adecuadamente se encintó la banda anaranjada propia de su rango y acudió presto al comedor donde le esperaba el frugal pero delicioso desayuno preparado por las excelentes manos de su respetada Ana, ama de la casa.

Tras esta corta tarea matutina, decidido a iniciar su camino, solicitó al sirviente su capa de lana. Esa capa había sido el regalo de un clérigo de Valladolid cuya diócesis albergaba a numerosos miembros de la Mesta en su camino anual desde el Norte de Castilla hacia las tierras cacereñas. Aquella lana de oveja merina no tenía rival en el mundo entero; ni siquiera en Inglaterra donde el Rey Enrique VIII había perseguido esa misma calidad sin conseguirlo.

Ahora ya estaba todo listo para acudir ante el Rey.

-Juan, vamos a tener suerte con el día, ¿eh?… – comentó el Maestro con la mirada perdida en el frente ya sobre su montura.

-Sí, Maestro, parece que el día va a ser claro y luminoso. Una verdadera suerte puesto que nos permitirá ir más ágiles – asentía el joven con ilusión.

Hacía ya tres años que el muchacho estaba bajo la tutela del Maestro y en ese periodo había tenido tiempo suficiente de conocer a Don Álvaro lo necesario como para interpretar sus comentarios y ofrecerle la oportuna conversación que animaba sus ratos de compañía.

Así, había llegado a entender que el Maestro sólo buscaba que él tuviera la motivación y el interés necesario para observar y descubrir el mundo que existía frente a ellos y, de esa manera, participar en lo que el Maestro denominaba conocimiento del ser humano. En aquel momento, Juan, no sabía lo importante que sería ese aprendizaje en el brillante futuro que le esperaba.

A paso lento por las calles de Toledo, Don Álvaro, Juan y los dos escuderos del Maestro que les acompañaban, subían por la cuesta que comenzaba en el lateral de la Catedral de Santa María hacía el barrio judío para, desde ahí, encontrar la Puerta Norte de la muralla de la ciudad conocida como Puerta del Cambrón.

El sonido de los cascos de los caballos se hacía más evidente por la estrechez de las callejuelas que amplificaban el eco hacia los cielos. Al girar la Calleja de los Muertos cerca de la iglesia de Santo Tomé pero antes de llegar a la Sinagoga, se cruzaron con una estilizada figura de traje negro y una extraña maleta de piel igualmente de color negro.

-Buenos días, Doménico–escuchó Juan decir al Maestro

Era un joven algo mayor que Juan, bastante delgado y alto, con sobresalientes pómulos y la tez marcada por la luna. Una perilla contorneaba su barbilla dándole un aspecto de seriedad.

-Buenos días -respondió el joven

El camino hacia Yuste era directo, primero abandonarían la ciudad bordeando el río Tajo hacia el Oeste, en dirección a los montes de Toledo, desde donde seguirían su camino hasta Talavera de la Reina. Era una jornada a caballo y, por tanto, descansarían en una conocida posada que había camino de Oropesa y que pertenecía al Conde Fernando Álvarez de Toledo jefe de la Casa de Alba y buen amigo del Maestro.

Al pasar la última colina correspondiente a la degradación de los montes de Toledo se discernía el castillo de Oropesa. También se conseguía vislumbrar Talavera a la derecha del camino en la lejanía.

Era un paisaje seco. Predominaban las encinas y los olivos a ambos lados del camino. Entrando en la villa, el camino estaba rodeado por higueras que, a pesar de la estación en la que se encontraban, despedían una intensa e inconfundible fragancia que a Don Álvaro le embriagaba. Le recordaba algunas tardes de verano en la Universidad de Salamanca compartiendo buenos momentos con grandes amigos y compañeros de estudios.

Al llegar a la posada. Juan dispuso de todo lo necesario para que el Gran Maestro pudiera descansar. Los escuderos se retiraron dejándoles solos y ya pudieron asearse y prepararse para ingerir algunos alimentos.

El gran Duque de Alba informado de la llegada de su amigo se puso en camino a darle la correspondiente bienvenida.

Desde allí, al día siguiente se dirigirían a Yuste para mantener audiencia con el Rey Carlos I y, si Dios quiere, con tiempo suficiente para almorzar las famosas gachas con pimentón de la zona.

El encargo real

El Maestro era un hombre más bien pequeño, cargado de hombros y de fuerte complexión; aunque el paso de los años se notaba en su semblante, en cambio, no parecía que hubiera hecho efecto en su estado físico y, sobre todo, en su enorme fuerza de voluntad. El fuerte carácter del que hacía gala era fruto de las experiencias de su niñez y juventud.

De pequeño aprovechaba cualquier momento para escaparse y ayudar a su tío cruzando mercancías y personas en su barcaza en el rio Miño lo que le permitía escuchar historias de los comerciantes, aprender los entresijos de las transacciones y del comercio además de familiarizarse perfectamente con el idioma portugués. Y algo totalmente inalcanzable para alguien de su clase, aprender a leer.

Aquel día, se acercaban a la villa descendiendo por el camino de Gondomar, la tierra del camino estaba blanda por las lluvias de los últimos días y el frio de la noche había recubierto de un suave rocío los helechos y otra vegetación que rodeaba el camino. Así, entre el fresco y penetrante olor de los pinos, se abrió el bosque y desde la loma que descendía hacía la urbe se podía entrever el puerto de Baiona y el fuerte azul del océano atlántico. El día repleto de luz, tan abierto y tan claro después de los grises y tristes días de lluvia permitía otear a lo lejos las magníficas islas Cíes, en el horizonte, protegiendo la entrada de la ría.

Según se acercaban a la villa se podía divisar en la parte derecha del puerto, a los pies de la muralla del Castillo de Monterreal, una enorme barcaza que se mecía imperceptiblemente por el ritmo natural de un mar muy calmado.

El pequeño Álvaro se emocionó al ver una cosa así, algo tan imponente como nunca antes había visto. Estaba acostumbrado a ver barcos de pesca mucho más grandes que la barcaza de su tío. Pero aquella nave triplicaba el tamaño de cualquier otra que hubiera visto antes.

Al recorrer el último trecho del camino antes de poder acceder al puerto, notaron un alboroto inusitado. Cierto era que en los días de mercado se ajuntaba gran cantidad de gente proveniente de la comarca pero ese día había mucha más de lo normal y, además, se percibía un nerviosismo especial. Se podía ver gente en grupo conversando entre ellos, algunos gesticulando, otros mirando con caras de incredulidad a las personas que hablaban.

El niño acertó a escuchar lo que comentaba un grupo de tres hombres que caminaban en sentido opuesto al suyo.

-Han llegado, es inaudito…, esta noticia es increíble…-

-¿Padre, que ha pasado?- preguntó el niño inquieto y curioso esperando la respuesta conciliadora de su padre.

-Lo desconozco, Álvaro, pero vamos que tenemos prisa y mucho trabajo que hacer durante la mañana. – respondió el padre, sin prestar mucho interés al niño y tirando de su mano para centrarle en su camino.

Al pasar los primeros puestos del mercado el remolino de gente se iba incrementando. Por la parte del camino que accedía al puerto, situado a las puertas del castillo, Álvaro, pudo admirar de cerca la imponente nave que se erigía sobre su cabeza.

Era una nave con tres mástiles y una altura impresionante. Las velas estaban plegadas sobre unos travesaños en diagonal y unos largos cabos descendían desde la torreta del mástil mayor a modo de escalera. En la parte central, más baja y al descubierto, se podía distinguir a un grupo de marineros que trabajaban afanosamente sobre la cubierta mientras otros dos, desde la parte superior de la popa del barco, por delante de la mesana, vociferaban con autoridad las instrucciones oportunas.

Detrás de ellos un caballero bien vestido, fornido, con gesto serio y claramente autoritario, envuelto parcialmente en una capa marrón oscura y con un birrete del mismo color supervisaba el trabajo de sus oficiales.

Había muchísimo movimiento y el ruido de los aparejos, las poleas de descarga, la madera crujiendo por el peso de los toneles, estremecieron al pequeño.

Embelesado con aquella imagen y girando la cabeza hacia atrás mientras era guiado por la fuerte mano de su padre, que le asía con fuerza por temor a que se perdiera, pudo ver unas letras, en la parte delantera, en la proa, sobre la madera lateral del barco.

Y leyó… “Pinta”.

-¡Oh!, ¡La pinta!- exclamó con una voz tenue pero cargada de expresión. Y un pequeño escalofrío se adueñó de su cuerpo escasamente unos segundos.

Un relinche del caballo hizo a Don Álvaro liberarse de sus recuerdos yagitando su cabeza a ambos lados miró al frente del camino.

Era media mañana cuando la torre más alta del Monasterio de Yuste asomaba por encima de los raquíticos árboles esquilmados por el temprano otoño de ese año y dejaban notar, por el color amarillo oscuro de sus suelos, que en el verano habían dado buena sombra. Otros aún mantenían el verde de su naturaleza y conferían al lugar un aspecto desaliñado pero acogedor.

A pesar del mes en el que se encontraban la temperatura era agradable, incluso la capa de Don Álvaro comenzaba a estorbar después del buen trabajo que había realizado en la salida al alba de la Posada de las Ánimas.

Uno de los escuderos adelantó el paso para avisar de la llegada del gran Maestro a los siervos del Rey y que el séquito pudiera hacer los preparativos de la Audiencia con la celeridad que, parecía, tenía el asunto que le traía a este lugar.

A la puerta del Monasterio, tres monjes ya estaban prestos para hacerse cargo de las monturas de los recién llegados.

-La agilidad del Maestro es sorprendente, -pensó Juan tras verle aterrizar en el suelo después de un pequeño salto desde el caballo.

Ya en pie, el viejo y el joven, dieron un paso adelante para franquear el gran portón que abría la entrada a la construcción principal. Las grandes lanchas de piedra que cubrían el suelo y se alargaban hasta las escaleras principales ofrecían un resguardo al barro que todavía se notaba de las lluvias de los días previos. Aquello le volvió a traer el fresco recuerdo del primer día que conoció a Francisco de Vitoria.

Un poco más adelante, a la derecha se podía observar el jardín que cuidaban afanosamente los monjes de la Orden de San Jerónimo y también se podía apreciar que se estaban realizando obras en el lateral de la casa seguramente para acondicionar la próxima residencia de Su Majestad Cesárea.Desde ese paseo se divisaba sobre el lateral un gran estanque de agua cristalina que confería al lugar de un efecto paradisiaco.

Atravesando la corta antesala y entrando en la estancia principal, uno de los sirvientes pronunció el nombre de los dos hombres anticipando su audiencia ante el Rey mientras caminaban por una gran alfombra que amortiguaba el paso y la percepción del suelo poco uniforme.

Un pequeño grupo de personas, claramente miembros de la nobleza y del clero, estaba situado a un lado de dicha alfombra y les miraban sin dejar de hablar entre ellos.

Al llegar al final de la alfombra el sirviente les indicó que se detuvieran en un punto concreto y que esperaran.

Inclinados hacia delante, cabizbajos, Don Álvaro y Juan de Yepes podían escuchar el chirrido de un metal forzado a desplazarse. Era la silla del Rey, que a causa de su enfermedad había ordenado construir con pequeñas ruedas para permitirle el desplazamiento sin tanto sufrimiento.

-Don Álvaro Vázquez de Baiona,-pronunció el Rey- me alegra ver que mantenéis la vitalidad que siempre he admirado.

-Majestad…, – cargado de todo el respeto posible pronunció Don Álvaro esta palabra.

El joven Juan sintió un escalofrío seguido de una gran conmoción por estar ante el Rey y Emperador del mayor territorio que Europa haya conocido nunca. Era la primera vez que estaba delante del César y no pudo por menos que agradecer en su fuero interno al Maestro que hubiera contado con él para esta visita.

-Don Álvaro, -continúo el Rey- he de encomendarle un trabajo que sólo puede recaer en su docta persona. Una tarea cargada de responsabilidad para la que sólo confío en su persona.

-Verás, en breve abdicaré en mi hijo, el príncipe Felipe, actual Rey de Inglaterra. Pero antes tengo que solucionar un gran problema que acucia al reino. Como bien sabes dada tu posición en la corte, hace tres años tuvimos que hacer frente al hostigamiento de protestantes, franceses y turcos… -seguía el Rey

El Maestro recordaba perfectamente esa circunstancia. Su posición en la corte no era otra que la de responsable de la Hacienda Real y, como tal, asesor del Rey en materia de comercio, cambios, juros y fondos indianos.

A raíz de aquellas circunstancias hubo de cumplir con la aportación de la Hacienda Real de un total de doscientos veintiún mil ducados. Una cantidad de dinero que puso en entredicho la estabilidad presupuestaria y que había ido generando un desajuste en las finanzas del Reino.

-…por tanto, se requiere solucionar esa situación con premura y tu gran conocimiento de la materia será totalmente necesario para darle la salida conveniente al problema.-terminó el Rey.

– Majestad, soy consciente de la premura del asunto y no hay duda que pondré todo mi empeño y conocimiento al servicio de la causa. Con su carta real tendré la autoridad de llegar a solucionar este problema.

EL Rey tenía plena confianza en su Contador Mayor.

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