“Todo da vueltas. La habitación daba vueltas sobre mí. Toda La Tierra parecía darme vueltas, como da vueltas alrededor del Sol, a algo así como a 30 kilómetros por segundo. Velocidad ridícula si la comparo con el ritmo a la que giran todas mis ideas alrededor de mi cabeza. Eso sí, ya se han vuelto silenciosas, ya no gritan, y eso parece ayudar.
Con la psique en reposo, ya sólo quedaba hacer algo en referencia al exterior, el mundo físico, aquél que parecía estar en volandas de un barco a la deriva navegando sobre el océano envuelto en su peor tormenta…”

No podía seguir, siquiera, sosteniendo la botella de J&B en la mano. Le di un último trago a morro y decidí dejarla caer suavemente sobre el suelo, eso sí, soltándola a una distancia de metro y medio de éste mismo, sintiendo y escuchando como se hacía añicos la maldita botella. ¡Crashh! Ese sonido me aliviaba, me aliviaba la idea de que haya más cosas rotas en el mundo además de mi propia alma.

Me rebusqué en los pantalones en busca de las llaves varias veces, —¿Dónde coño se habrán metido? Si siempre están ahí…— pero dentro de mi visión borrosa, y mi aturdimiento a base de ideas delirantes, conseguía pensar con un poco de claridad y encontré cierta razón para no tener por qué preocuparme en llevar las llaves conmigo. Lo único que necesitaba era salir de mi piso y dirigirme hacia mi objetivo, eso era todo.

Tras abrir la puerta y meterme en el ascensor de mi edificio, miré al espejo que se encontraba frente a mí y, mirándome directamente a los ojos, realicé un gesto de afirmación con la cabeza, como si mi reflejo estuviera dándome el consentimiento sobre algo y yo se lo estuviera dando a éste recíprocamente.

—No pienses más Luca— pensaba. Aunque tampoco es que pueda pensar ya demasiado, tras pasarme tres horas enganchado a 0’75 litros de whisky y escuchando música al máximo volumen.

Al salir del edificio, situado en las cercanías de la M30 de Madrid, observaba la calle en plena madrugada, totalmente desolada, y, mirando a las farolas que iluminan ésta, me di cuenta de que no estaba lloviendo. —Con lo bien que me sienta la lluvia con un par de copas de más y un estado de ánimo melancólico y, nada, ¡Hoy no llueve!—Cuando me dirigía a coger el coche, que se encontraba justo aparcado a un par de metros del portal, e intenté abrir la puerta de éste se me vino algo a la cabeza: —¡Las malditas llaves! No me lo puedo creer. No doy pie con bola en ningún puto momento. ¡Ni si quiera ahora!— Tomé rumbo a coger un taxi, si es que alguno se dignara a parar y recogerme, a mí, al que caminaba en zigzag y con la espalda en forma de joroba, tanto, que parecía que iba buscando un par de monedas sueltas por el suelo mientras me tambaleaba. Pero sí, un taxista decidió parar en el arcén y llevarme al lugar que más despreciaba en este mundo, el lugar donde trabajo.

Con sede central en el barrio de Las Tablas, también cercano a la M30 de Madrid, se situaba el edificio de la empresa para la que trabajaba, lo llamaban: La Torre de Cristal. Era uno de los más iluminados y acristalados que podían reconocerse desde cualquier punto lejano de Madrid. Mi empresa era la propietaria de todo el edificio, no obstante, alquilaba por plantas sus oficinas a otro tipo de empresas, a excepción, claro, de las tres últimas plantas. Éstas eran para que sus propios empleados llevaran a cabo su trabajo, a unos cuantos metros de altura.

Al llegar, y como era de esperar, vomité nada más poner un pie fuera del taxi. El dueño de éste tuvo unas palabras no muy alegres conmigo, cerró de un portazo la puerta de su taxi y se fue a toda pastilla de donde nos situábamos. Con la vista clavada en la puerta principal de La Torre de Cristal pude distinguir, con el rabillo del ojo, el pequeño porche que se dibuja en la entrada de la cafetería que queda justo al lado. La cafetería a la que acuden todos los asalariados de la empresa en su tiempo de descanso. La cafetería en la que nunca debería de haber entrado y haber tropezado con aquél miserable personaje.

Aparté todo pensamiento de mi foco de atención y me levanté para dirigirme, sin más reparos, al interior del edificio.

Llevaba ya 8 años trabajando para la empresa, en cambio me apoderaba de las llaves para poder abrir la puerta de las oficinas desde hacía sólo un par de meses. Parece ser que únicamente me hice de notar hace unos meses, cuando mi rumbo en la empresa cambió drásticamente a raíz de un episodio desafortunado para los jefes de ciertos departamentos.

Ahora hasta los dos monigotes situados en la recepción, con una plaquita que dicta: “seguridad”, me conocen. Así que pasé delante de ellos levantando el brazo, a modo de saludo, con el poco ánimo que me quedaba. No sé que me dijeron o cómo me mirarían, pero yo pasé de largo y recorrí el ancho pasillo que separaba la puerta principal de los ascensores. Me metí rápidamente en uno de ellos, que ya se encontraba en la planta baja, y subí hasta el último piso, el piso número veinte. El maldito piso veinte. El piso donde ahora se disponía mi despacho, sin más cosas que un montón de papeles que ni yo entendía y que debería quemar si quisiera salir impune de todo lo que se avecinaba. Pero claro, al igual que las llaves dentro de mi piso, ya daba igual dejar los papeles y más pruebas a la vista de los demás, no iban a ser ya mi problema. Espero que fueran el de otros.

Por fortuna, las llaves que abrían las puertas de mi oficina sí que las llevaba conmigo, no sé cómo ni cuándo acabaría metiéndomelas en uno de los bolsillos de mi chaqueta, pero allí estaban. Puesto que era la chaqueta elegante que casi siempre llevaba al trabajo era de suponer que estuvieran en alguno de los bolsillos, pero al fin y al cabo, y dado mi estado de embriaguez, fue un buen y único golpe de suerte. Entonces salí del ascensor en dicha planta número veinte y fui directo hacia las puertas de mi oficina. Fui tan directo e inclinado hacia delante que casi me caigo de cara contra el suelo antes de llegar a la puerta. Bien. Busqué y encontré las llaves. Bien. Ahora lo único que quedaba era meter éstas en la pequeña ranura y después, tras un mínimo giro, la puerta se abriría. De acuerdo. Sólo meter las llaves en la pequeña ranura. Dentro de la pequeñísima abertura. Insertarlas en la diminuta… —¡Joder!— ¡No había quién acertara con eso! La ranura parecía moverse en un principio, pero ahora era la puerta la que estaba girando en sentido contrario a las agujas del reloj. Me presentía que debía deberse a dicho estado ebrio, por lo cual no decliné en mi intento por de acertar en ese recóndito agujero de debajo del pomo de la puerta. Clavé finalmente la llave en su ranura. —¡Por fin!— Menuda alegría más grande y menos esperada que me llevé con tal operación a vida o muerte, y casi nunca mejor dicho.

Mi oficina era como una de tantas, una oficina totalmente tipificada. Disponía de un tipo de mesa de recepción a un metro y al lado izquierdo de la entrada, justo al frente de un pequeño hall decorado con unos cuantos sofás, un par de sillas, una mesa baja central y unas plantas disueltas alrededor. Al seguir en línea recta, nada más entrar por la puerta, se encontraba un pasillo de dos metros de ancho y treinta de largo, cual dividía la oficina en dos hemisferios. Simplemente con alzar la vista desde esta misma entrada podía distinguirse con claridad la disposición de todos los despachos y mesas de los secretarios y trabajadores de cada departamento. Había alrededor de sesenta mesas alineadas, treinta de ellas en un hemisferio y las otras treinta en el otro. Estas dos líneas de treinta mesas se dividían paralelamente de tres en tres y habiendo un pequeño tipo de pared alrededor de cada una de ellas, sin que estas paredes llegaran a más del metro y medio de altura, consiguiendo un efecto de división entre cada trabajador que se situara ante ellas. Las mesas se extendían en hilera hasta el principio de los despachos, que estaban al final del pasillo, divididos en seis salas construidas en su totalidad a base de cristaleras transparentes, pudiéndose así ver el interior de éstos. Siempre había supuesto que se trataba de un tipo de argucia, una manera que tenía la empresa de dar a ver a todo aquel que trabaja allí una ilusión de transparencia, donde podrías observar desde fuera el trabajo que se elaboraba dentro de esas seis salas de cristal. A excepción del séptimo despacho. Éste era una sala opaca construida de pladur, la cual estaba localizada justo donde acaba la línea de pasillo, dignamente plantada en el área central de los diferentes despachos y partiéndolos así por la mitad, dejando tres a cada lado, y éste último marcando el epicentro ejecutor. Allí se situaba la puerta donde, con letras cóncavas pulidas sobre la placa identificativa de aquella sala, se dictaba: “Don Federico Sanolalla. Director Ejecutivo”.

Efectivamente, cuando ya conseguí abrir la puerta y entrar dentro de mi, en este momento, no transitada oficina, no pude evitarlo, entré en un estado maníaco en conjunto con un arrebato de cólera al mismo tiempo. No dejé sitio ni tiempo a que mis pensamientos interactuasen con mi conducta y dejé que la agitación se apoderara de mi cuerpo, reduciendo así a escombros todo el material de oficina que tuviera las dimensiones idóneas para que pudiera ser maltratado y/o destrozado contra el suelo. Tiré mesas, sillas, archivadores… Rompí teléfonos, ordenadores, más mesas… Derribé y salté sobre la impresora industrial. Lancé una silla hacia el despacho del director de marketing, uno de los despachos formados de cristal, pero éste no se hizo añicos como yo esperaba. Así que lancé otra silla, y otra, y otra más. Hasta que lancé uno de los CPUs que estaba debajo de una mesa de oficina. Fue entonces cuando el despacho estalló en diminutos trozos de cristal templado. Ahí estaba de nuevo, ese sonido: ¡Crashh! Qué alivio daba escuchar cómo se destrozaban otras cosas a parte de mi vida.

Entonces, sin pensarlo ni un segundo, tiré de una patada la puerta del despacho principal, el despacho de Federico Sanolalla, y entré con la intención de producir el doble de destrozos de los que pude producir en el resto de la oficina. Pero allí se encontraba esa enorme y reluciente ventana de alrededor de tres metros de altura y dos de ancho. Era una ventana dispuesta al fondo del despacho, detrás de la mesa de madera que se enfrentaba cara a cara con quien entrara por la puerta de esa misma sala. El ventanal tenía vistas al centro de Madrid, a la ciudad financiera, a las Cuatro Torres, Torres Kio, etc. Era el skyline perfecto de la figura de Madrid en plena noche. Se veían las luces de toda la ciudad a la perfección, no había ni una sola nube, era temporada de otoño y aun no había hecho acto de presencia el frío seco propio de la capital de España.

Era todo tan perfecto que me olvidé por completo del despacho en el que estaba, simplemente anduve hacia la ventana, la abrí cuidadosamente y, con los ojos dirigidos hacia esas maravillosas vistas de la ciudad que me dio vida y después me la quitó, puse un pie en el bordillo en el que apoyaba la misma ventana, luego dispuse las dos manos sobre éste y me impulsé hacia arriba, situándome así totalmente erguido y con los dos pies haciendo frente al vacío. Éstos no cabían del todo, notaba como sobresalían las puntas de mis zapatos, pero ahora era mi cuerpo el que se situaba en posición perpendicular al suelo, enfrentándose al aire que corría hacia dentro del despacho de Don Federico a través de la ventana y arremetía contra mí. No haría demasiado frío, pero sí que soplaba el viento en ciertos puntos de la meseta.

Cuando uno está levantado sobre el suelo no piensa en que se vaya a caer, ya que es lo normal estar erguido y apoyado sobre tus piernas, bien no pasa eso cuando te sitúas a ochenta metros del suelo, firmemente situado sobre tus dos pies al borde de una ventana. En ese momento sientes que resulta imposible no perder el equilibrio. La gravedad ahora no está de tu parte, procurando que mantengas las plantas de los pies en paralelo con la línea del suelo. No. Ahora la gravedad actúa en tu contra, intentando empujarte por la espalda hacia una muerte segura, una caída donde la gravedad misma procurará que tu aceleración sea la proporcional con la altura e idónea para que al chocar contra el asfalto no puedas volver a despegarte de él.

Pero no fue la gravedad. No. Fui yo mismo quien impulsó mi cuerpo hacia el vacío sin pensarlo dos veces. No necesitaba más, ya sabía cómo quería acabar y no había llegado hasta allí para pararme a pensar y dar un paso atrás.

Así que lo hice, sin más dilación. Salté.

SINOPSIS:

4 Segundos… Eso es lo que se tarda en recopilar toda la información que te ofrece un problema e intentar llevar a cabo una decisión racional. Es lo que se tarda en tomar una gran bocanada de aire y relajarse ante el desquicio de una situación incontrolable. Es lo que hubiera tardado yo en remediar todas esas alocadas confusiones que se me pasan por la cabeza desde hace años. Desde que empecé a intentar cuidar de mí mismo. Desde que todo se complicó.

4 Segundos… Eso es lo que tarda un cuerpo humano de 75 kilos de peso en llegar al suelo tras un pequeño impulso desde un vigésimo piso. Esos son todos los segundos necesarios para llegar a pensar con algo más de claridad sobre todo lo que me ha estado pasando…para cerrar los ojos mientras siento esa brisa rompedora sobre mi rostro…y por fin…por fin puedo llegar a pensar con algo más de alivio…por fin puedo respirar y relajarme…por fin el final de toda esta locura parece estar llegando…

4 Segundos… Los suficientes como para darme cuenta de todo…

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