Mismo, Sonora, es un lugar pequeño en el desierto repleto de iglesias de adobe y pericas de reboso; un pedazo de tierra seca olvidado del mundo, pero nunca de Dios. Dios está más presente en Mismo que en ningún otro sitio. En sus años de gloria, cuando un periódico de alcance nacional pagó un favor al Gobernador haciendo campaña y bautizando al pueblo con cabeza fría y fraudulenta “La tierra de las oportunidades”, una ola impresionante de migrantes arribó en busca de lo prometido. En menos de dos años surgieron cantidad de comercios, las calles principales conocieron el asfalto y la diócesis local pidió refuerzos para que nadie escuchara de lejos la palabra lacerante del Señor.
Concluida la segunda guerra, los campos de algodón que abastecían al ejercito americano se vieron obsoletos y los migrantes volvieron a sus tierras o marcharon más al norte. Los comercios quedaron abandonados, las calles volvieron a cubrirse de tierra, pero el número ridículo de iglesias que amurallaban al pueblo permaneció intacto, pues por más crisis o más soledad, la casa de Dios no puede ser destruida. Por ende, ya en mis tiempos varias décadas después, algunos templos se convirtieron en monasterios, escuelas, seminarios, asilos y en el Orfanato del Sagrado Corazón de Jesús, lugar que me dio crianza bajo la tutela del padre Martín. Así, al ser todos gobernados por sacerdotes, manadas de ellos se veían regocijar su autoridad divina por las calles. Nosotros nos limitábamos a observarlos despilfarrar el diezmo en el puesto de churros o la licorería. Cuando tuve la insolente osadía de preguntar si las contribuciones de los fieles no debían ser destinadas a los necesitados, me explicaron que, aunque íntimamente ligados al Creador, eran sólo hombres abasteciendo a su humanidad de las necesidades básicas. Lo creí por un tiempo hasta que vi al Padre Martín entre trago y mordida golpear con su rodilla la mano del vagabundo que suplicaba un peso, un pedazo de churro o un trago de bacanora. Entonces supe que la caridad no era un acto de bondad ciega y desinteresada, sino una selección autoritaria y cruel; que todos los sacerdotes, o por lo menos los de Mismo, aunque se proclamasen hijos de Dios elegidos por la providencia para salvar al mundo, eran también innegables y ventajosos hijos de la puta.
Aquel mismo vagabundo se instalaba a diario antes de misa a los pies de la iglesia, era El Diablo. De entre sus bastas blasfemias, que en vano pretendían convertir a los feligreses, el Padre Martín consideraba ésta la peor: Es cierto, hermanos, Dios existe, pero una de dos, o no es misericordioso o le importas una mierda. Salía enrabiado a media misa para correrlo a patadas. -¡Que te largues, Demonio!- Y El Diablo se iba por la calle a paso lerdo levantando el polvo con sus tres patas – Cuando se muera se va a acordar de mi, viejo cabrón- le repetía mientras se alejaba y reía.
Una mañana decidí fugarme de clases para seguirlo. Detrás del cerro solía haber un río que antaño abasteció de agua a la Tribu Pima, después a los agricultores y ganaderos de la zona. Sin embargo, las décadas de sequía que azotaban a la región lo convirtieron en una triste endidura de arena seca. Tras media hora de camino lo vi rodear un cerro que delineaba los límites del Río, mismo que subí para encontrarlo cagando en cucllillas rodeado de una guardia canina conformada por El Prieto, El Cenizo y La Roja. El cerro, aunque pequeño, era empinado y yo resbalé dejando rodar una piedra que alertó a los canes. En cuestión de segundos escalaron hasta mi escondite y me derribaron en el acto. Juro que aquellos doce colmillos son los más afilados que he visto hasta ahora; por sus hocicos escurrían gruñidos y gotas amarillentas de saliva que se estrellaban en mi cara acompañadas de un aliento putrefacto, carroñero; yo imaginé que así debía oler la muerte. El Diablo no chistó y terminó su tarea tranquilo -¿Qué chingados quieres?- preguntó a lo lejos mientras se limpiaba el culo. Yo estaba aterrorizado, tenía el presentimiento de que una mala respuesta provocaría el ataque de los perros, ansiosos al más mínimo movimiento. Se acercó hasta mi -Contesta, cabrón- gritó picándome las costillas con su bastón; los gruñidos aumentaron a ladridos y mordidas al aire que me rozaban el rostro – ¡El padre Martín es joto! – grité sin pensarlo en un intento por simpatizarle. El Diablo soltó una carcajada que transmutó los rostros endemoniados de los canes a miradas sumisas y se alejaron sin dejarme ni un rasguño. A penas recuperó el aliento, preguntó si tenía comida y yo saqué una bolsa con dos sándwiches de jamón que El Prieto arrebató al instante. El Diablo levantó una piedra y El Prieto, sin siquiera voltear, se detuvo en seco y se dio la media vuelta para entregársela. ¡Ándese, cabrón! murmuró triunfante.
– ¿A ti que te importa, Diablo?- Pregunté mientras observábamos al Cenizo olfatear a la hembra.
– Chingar.
– ¿Por qué tomas tanto bacanora?
– Pa chingar a gusto- Al percatarse del flirteo, El Prieto dejó su hueso y se dirigió al acto.
– ¿Por qué no te bañas, Diablo?
– Porque no ha llovido.
– ¿Por qué Dios habla tan difícil si sabe que sus hijos son pendejos?
– Porque, a pesar de ser culero, tiene buen sentido del humor.
– ¿Odias a Dios?
– ¿Por qué tu no lo odias…? ¡Prieto! ¡Déjale el culo a tu hermano!
– Según el padre Martín, Él es el que odia a la gente como yo. A mi en lo personal no me importa mucho.
– ¡Ajúa! ¡Qué frialdad, qué bárbaro! Mira, Chonte, Dios está, ya sea porque existe o porque lo inventamos, eso no importa. No tiene caso ignorarlo porque te echarás más enemigos encima si dices que te vale madre.
– ¿Necesitas a la gente?
– Si no fuera por la misericordia de tres monjitas que han querido salvarme del demonio no comiera tan a gusto todos los días.
– ¿Para eso los necesitas?
– Si te ignoran todos, ¿cómo te pruebas a ti mismo que estás vivo?
– A mi me ignoran todos, menos los perros.
– Los perros viven en otra dimensión, Chonte; le huelen los pedos al viento, le ladran a la pared, se pelean con su cola, se cogen a su hermano. ¡Prieto! ¡Saca esa chingadera de ahí…! No te puedes fiar de los perros. De las personas tampoco, pero son tan pendejas como poderosas. Ya te digo: aún si no viviera, ellos podrían hacerme existir si me mencionan, ya ni se diga si me idolatran, pregúntale al cabrón de allá arriba, verás
– ¿Entonces Dios es todos ellos?
– No. Dios no es Dios, pero tampoco es ellos. Dios es la voz de su obituario. ¡Ven pa acá hijo de tu puta madre!- Dijo al Prieto mientras lo jalaba por las patas.
– No te entiendo, Diablo.
– Había un cabrón muy famoso que dijo “Dios ha muerto“ y es cierto. Es mas, yo creo que Dios nació muerto y todas las historias que lo rodean, en el fondo, es el modo que agarramos pa’ darnos a entender que estamos solos, que no está, que nunca ha estado, ni va a estar. Todos se van arrastrando al lecho de muerte pensando en secreto que se irán al infierno. Por eso se me hace que, cuando la gente se muere y la jeta se les llena de paz no es porque ven la mano de Dios invitándolos al paraíso, es porque ven que no hay a quien rendir cuenta de sus pecados… Ahora que lo pienso, quizás su misericordia está ahí, en no existir.
– Entonces tú tampoco crees en él.
– No, pero lo que importa es lo que piensen ellos, no yo, ni tú . Ahora sí, cabrón…¡Cenizo!- gritó mientras sostenía las patas del Prieto y le apuntaba el culo al aire- A mi me gusta pensar que esa chingadera de “Dios” es el recuerdo de un chisme a voces que el universo contó como chiste, y nosotros, como niños en el recreo, lo usamos de pretexto pa’ agarrarnos a madrazos.
– Entonces si crees en Él, sólo que en lugar de Dios lo llamas Universo.
– Creo en Él, namás pienso que está aquí porque nosotros lo inventamos; aquí, no esperándonos echado en una cama de nubes después de la muerte. Dime la verdad, Diablo, ¿Cómo lo imaginas?
– Como al Cronos de Goya. Respondió con el rostro estóico y el culo del prieto al aire.
Cuando le conté al Diablo de los castigos del padre Martín tras enterarse de nuestra amistad, estalló en cólera.
– ¡Te dije, pendejo, los padres son los peores! Ahí donde lo ves de puro y la chingada, el pinche padrecito tiene sus secretos, estoy seguro. Una vez, haciendo fila para la comida, lo vi hablando con los narcos. Le pasaron una bolsa negra y entró casi corriendo a su oficina. Yo me hice el que me estaba cagando, y como ya me habían visto una vez cagar en el jardín de la iglesia, me dejaron pasar rapidito. Ahí lo vi quitar un cuadro de San Judas de la pared y meter la bolsa en un hoyo. Estoy seguro que era dinero. Bien que supo escoger al santo el cabrón.
Él sabía esto desde hacía mucho tiempo y ganas no lo faltaban de delatar al padre. Alegaba que nadie le creería pero, la verdad, estaba profundamente enamorado de Rosalba, una de las monjas que servían la comida. Estaba seguro que de delatarlo no volvería a verla. Yo juraría que jamás hablaría del asunto, hasta que un día soltó de la nada:
– Hay una monjita que la traigo loca, ¿te dije? La muy canija se me queda viendo cuando me sirve la comida. Agarra el cucharón y me sirve la sopa lento, mucho más lento que a los demás, como pa que la vea; y cuando lo hago, cuando la miro profundo a los ojos, se le sale la lujuria por todo el cuerpo… ya que siente que le voy a decir algo, se hace la que la virgen le habla, y como ahí está hasta la madre de vírgenes pues no batalla, nomás lanza la cabeza sin rumbo como potranca desbocada y se encuentra a una colgada en la pared, otra rezando, otra cagando, donde sea, y ya mejor no le digo nada.
Sugerí que le escribiera una carta y le entusiasmó tanto la idea que me hizo sacar pluma y papel en el momento. No tardó más de cinco minutos en escribirla.
Mi Monjita:
Soy quien tú ya sabes, Mija, ése al que tus ojos voltean buscando la carne y encuentran la virgen. Sueño contigo todas las noches; que me das amor a cucharadas, luego te vas contoneando la caderas y, a pesar del hábito, tu figura se dibuja así, carnosita y hermosa. Se que debajo de la capucha al igual se esconden unos cabellos hermosos, que por el color de tus cejas, imagino que castaños; y por el rosado de tus labios, vaticino que rosados tienes tus encantos. Como nunca te has ni me he animado, te mando esta carta, pa que sepas, que si no te tengo ni me tienes, es porque no me dejas. Guárdala debajo del camisón, antes de dormir; así si no me sueñas, ni jamás te dejas, por lo menos algo mío quedará en tu entrepierna.
Me hizo ir a la iglesia de La Candelaria para entregarle su carta a Rosalba. Tenía razón, Rosalba era hermosa. Sus ojos eran casi amarillos, como semillas de maíz. Su boca redonda y pequeña. También tenía razón en cuanto a su cuerpo, a pesar del hábito, su figura se dibujaba hermosa. Supe entonces lo que todo el pueblo: Si El Diablo quería enamorarla, su condición de monja era el menor de sus obstáculos. Pero eso él ya lo sabía y hacía tiempo me enseñó que uno como amigo no debe andar raspando la herida. Uno como amigo hace el favor y se calla, así que eso hice. Cuando entregué la carta me miró con extrañeza. Al leerla se ruborizó y sus ojos se llenaron de espanto; intentó devolvérmela desesperadamente pero me mantuve firme, entonces pasó lo impensable. A Rosalba se le escapó una pequeña sonrisa, casi imperceptible y yo me frené en seco por la extrañeza. Después de unos segundos no pudo contenerla más y se echó a correr riendo de la emoción. No podía creer lo que estaba viendo.
Al día siguiente fui al hogar del Diablo. Atizaba fuego para preparar café. Al verme soltó todo y se levantó ligero, carraspeó para aclarar la voz y preguntarme lo sucedido. Le platiqué todo y mis palabras lo llenaron de vida – ¡A huevo! Ya caíste, mamacita- dijo frotándose las manos y sin decir más se puso en marcha hacia la iglesia.
Pobre Diablo. Llegó con la mirada y los hombros abatidos. No quedaba rastro del brío que desbordaba hacía apenas unas horas. Sin dirigirme nunca la mirada, sacó una sábana gruesa debajo de su colchón y la surtió con una docena de latas, cuatro libros y una pequeña cacerola. Yo no encontraba las palabras y decidí no buscarle más ni hacer preguntas de lo evidente. Entonces lo contó todo.
– Llegué a La Candelaria por mi plato y ahí estaba. Había una fila larga, larga, pero me vio de lejos y hasta hubiera jurado que la muy cabrona me había sonreído. Yo estaba que no cabía de nervioso y contento que me puse a gritar: ¡Órale, órale, cabrones, que hace hambre! Pero la cola nomás no se movía. Me tiré al suelo. El cabrón del Cenizo le estaba dando duro a La Roja y yo me puse a verlos pa agarrar ideas. Luego, el pinche Prieto, necio como su chingada madre, se fue a olerle el culo al Cenizo. Me puse a buscar una piedra paque los dejara en paz, pero había puras roconas y yo quería aventarle una chiquita, tampoco soy tan culero… cuando la encontré y levanté la cabeza, vi a dos cabrones bajándose de una patrulla, macana en mano. Volteé a ver a la Rosalba pero ya no estaba. El Padre Martín la había echado patrás y me apuntaba con el dedo. Me llené de rabia como no tienes idea, Chonte, sin buscarle más, aventé la piedrita que traía en la mano y le di en el puro ojo al padrecito hijo de la chingada. Se puso a gritar y chillar como vieja. ¡Agárrenlo pendejos! Les gritaba a los polis y los dos cabrones se me echaron encima. Estaban a punto de partirme toda la madre cuando el Prieto le pescó el muslo a uno. El Cenizo y La Roja se achisparon y se le fueron al otro encima, ahora sí se parecían al Can Cerbero, estaban endiablados. Volteé a ver al padre. Seguía chillando como vieja y atrás de él la monjita también lloraba. Agarré una de las roconas paque no me fuera a madrugar el padre y me acerqué. Pensé en decirle algo bonito a la Rosalba paque se tranquilizara, pero hasta que la vi ahí tirada con él, abrazándolo paque no me lo chingara, caí en cuenta de que me había delatado y lo único que me salió del hocico fue que se fuera a chingar a su madre. La hice a un lado pa verle la cara al joto del padre y en eso escuché un chillido del Prieto, volteé en chinga y grité como loco, hubieras visto como lo dejaron los hijos de su puta madre. Estaba a punto de reventarle la cabeza al padre con la rocona, así como se la habían reventado al Prieto, pero escuché otros dos chillidos y me quedé guango, Chonte, se me fueron las fuerzas. Los polis no se podían mover, los dejaron inservibles. Tiré la piedra en el suelo, luego me falsearon las rodillas y caí hincado. La Rosalba quizo decirme algo -¡cállete el hocico, monja puta!- Le grité. Me levanté a penitas, caminé despacito a la oficina del padre Martín, tiré el cuadro de San Judas y agarré toda la lana.
Si en realidad Dios era su padre, el padre Martín se encargó de convencerme de que no podía ser el mío. No. Yo nací hijo bastardo de la verdad y de los hombres cobardes cuyos padres habían domado el desierto; me mecí hasta la adolescencia en los brazos cálidos de la ignorancia. No nací en la revolución como los viejos, tampoco en el mundo utópico de sus hijos. Nací en el desvelo de la madrugada, justo en el instante de tregua que conceden la oscuridad y la luz, donde todas las criaturas duermen grises y el brío del hombre se desvanece por la sangre que derramó, o porque con trapo sucio callaron el júbilo de su grito. No podía vivir allí. De todo aquel pasado sangriento, pero animoso que vivió mi tierra, a mi me dejaron solamente el acento y un empolvado sinfín de fábulas y corridos mágicos. Si el brío de los hombres allí postrados perduraría anémico, tendría que buscar por mi cuenta una revolución. No por valentía, sino porque entendía lo efímero de mi tiempo en el mundo que, si bien era poco, habría de tornarlo valioso; aunque su valor radicara sólo en el intento.
SINOPSIS
Javier Solórzano es un joven huérfano oriundo del Desierto de Sonora. La opresión del Clero y la apatía de su pueblo que, hundidos en la miseria y una tediosa cotidianidad, prefieren dedicarse a esperar un milagro que buscar un cambio, lo llevan a contraer amistades con El Diablo, un vagabundo temido y detestado por el pueblo debido a sus bastas manifestaciones de inconformidad hacia la Iglesia, la máxima autoridad en el pueblo. Javier, decidido a romper con la norma, se fuga del orfanato y emprende un viaje con El Diablo al sur del país en búsqueda de su propia revolución.
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