Los hechos y personajes de esta novela son ficticios, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

I

Era fines de marzo de los 70 del siglo XX cuando el lento despliegue de los tanques de fabricación soviética y los cohetes del alto alcance despertaban la curiosidad de los fotógrafos de occidente. Quedaba confirmado el poderío militar de este país de Europa central.

Isabel fijó su mirada tierna en los centenares de hombres verde olivo que con paso firme marchaban sobre la avenida de La Revolución. El gran alboroto tenía desvelados a una cincuentena de vecinos que con colchas en sus hombros miraban el ensayo para el desfile que los militares debían realizar ante los jefes del partido del gobierno húngaro y autoridades de los países del eje.

Estos recuerdos regresaban a la memoria de Isabel mientras esperaba a su padre en el café Astoria del centro de la ciudad. Recuerdos que, a sus 25 años, la hacían sentir débil e indefensa ante el poder que tenía el partido de gobierno sobre los ciudadanos comunes. Creía que perdía fuerzas en su lucha por lograr sus deseos. Abrumada en su tristeza las lágrimas poblaron sus mejillas y la abstrajeron del entorno. Tanto así que no se dio cuenta que Alberto, su padre, estaba parado frente a la mesa observándola con sus ojos azules grisáceos que desprendían calidez. Conocía muy bien la tristeza de su hija, pero no podía hacer mucho al respecto.

Alberto Barta rondada los 65, conservaba su humor y jovialidad a pesar de los avatares que tuvo que enfrentar en la vida. Unos días atrás había terminado su última novela sobre el socialismo y el arte, en la cual ponía énfasis que en el sistema socialista el hombre era plenamente libre para crear. Si bien no creía en ello, debía escribirlo para tener contento al régimen y para que sus libros sean publicados.

Isabel y Alberto se reunían una vez por semana a tomar café después del trabajo y a platicar sobre algunos temas que no les gustaba hablar en casa.

─Amor, sécate esas lágrimas, el aroma del café me tiene embriagado; vamos a tomarlo con un rico pastel. Hoy tengo deseos de una torta de chocolate bañada con caramelo Aquí las hacen estupendas ─dijo mientras jaló una de las sillas sin hacer ruido.

─Ay, papá, disculpa, no me di cuenta que estabas aquí. Sabes, recordaba los desfiles militares que se hacían frente a la casa y pienso que somos tan insignificantes e indefensos ante el poder que tiene el partido con su ideología y fuerza militar. Siento que no puedo más con esto.

─Sé lo que te preocupa, pero no perdamos las esperanzas, vas a lograr tener ese documento, ya verás.

.

II

En su escritorio se levantaba una torre de papel de trabajo por hacer. Isabel parecía estar oculta tras ese montículo de hojas, informes, telegramas y recortes de periódicos que tenía que seleccionar, traducir y entregar hasta las cuatro de la tarde en la oficina del secretario del Partido.

A las 12 en punto se activó el tono de voz lúgubre de los parlantes: “Camaradas, el almuerzo está listo, pasen al comedor en forma ordenada y disfruten de la comida que les invita el Partido”.

Aunque la comida no era variada, pues el menú se repetía con frecuencia y, por lo general, almorzaban en un mutismo total, la media hora de almuerzo era un descanso. Entre colegas no podían hablar del trabajo que realizaban. Todos tenían diferentes funciones y algunas eran secreto de estado. Sí conversaban era sobre temas cotidianos. Nada que afecte la sensibilidad de los micrófonos y cámaras instaladas en distintos puntos del comedor para registrar hasta el más mínimo gesto de los empleados.

‹‹Sólo basta con mirar esas caras de sonrisa invertida de mis colegas para saber que ninguno cree en lo que hace aquí. ¡Qué bueno que esas cámaras no pueden registrar mis pensamientos!››, reflexionó aliviada, mientras terminaba de comer.

Estaba entregando su bandeja, cuando la secretaria de su jefe se acercó y le dijo que éste quería verla de inmediato en su oficina. No era el bajativo que Isabel deseaba precisamente en ese momento, pero no tenía opción.

Antes de tocar su puerta, respiro profundo y espero el «adelante» para ingresar a esa oficina que le provocaba desaliento.

El jefe le hizo un gesto con la mano izquierda para que tomara asiento mientras terminaba una conversación telefónica. Isabel aprovechó el momento para ver si se había suscitado algún cambio en el decorado de la oficina, pero pronto revalidó lo contrario.

La pared detrás del escritorio estaba cubierta con las fotos de siempre: Carlos Marx, Engels, Lenin y el secretario del Partido. En las paredes restantes colgaban carteles del socialismo real representando a obreros fornidos, fábricas, estrellas y banderas rojas por doquier. ‹‹Efectivamente, aquí el tiempo se detuvo››, concluyó al finalizar la inspección del ambiente.

─Isabel, camarada, qué alegría verla ¿quiere un cigarro?

─No gracias, camarada ─acotación que pronunció con gran esfuerzo, la encontraba falsa, pero tenía que decirla porque así eran las reglas en todas las instituciones públicas del eje soviético─. He dejado el cigarro hace un año.

─¡Qué bien! La felicito, yo hace diez años que quiero dejarlo y no puedo. Peor ahora, cuando tenemos delegaciones que nos visitan y traen cigarros extranjeros ─comentó con un sonrisa poco natural.

─Camarada, me mandó llamar, ¿me puede decir el motivo?, tengo mucho trabajo.

─Ah, sí, como no ─ dijo, mientras su sonrisa se desdibujaba─ te explico, camarada. Me llamaron del Ministerio del Interior para informarme que nuevamente has ido a pedir tu visa de salida definitiva.

─Así es, camarada jefe, la solicité por segunda vez.

─Dime, honestamente, ¿no estás contenta en este país, donde mi Partido acogió a tu familia, la salvó de las garras de los fascistas, les dio casa, salud, trabajo? Por tu padre te dimos la nacionalidad, te dimos estudio…

─No es que sea mal agradecida y no reconozca lo que hicieron por mi familia, pero quiero regresar al país donde nací y quiero vivir en libertad.

─¿En libertad?, ¿qué más libertad quieres? Además, es absurdo lo que dices, la libertad absoluta no existe, es un idealismo. Aquí tienes trabajo, tienes seguro de salud, presentaciones culturales de alta calidad y a bajo costo, guarderías infantiles, donde no pagaras nada cuando tengas a tu hijo. ¿No entiendo qué más deseas? ─insistió su jefe con un cambio de su rostro pálido a rosado oscuro.

─Libertad, vuelvo a recalcarle. Quiero libertad para movilizarme, para decir lo que pienso, para elegir el gobierno que me va a representar. No quiero ver sufrir a mi padre por vivir condicionado al contenido de sus obras literarias, como todos los intelectuales de este país. Como verá, para mí, esto no es libertad, sino dictadura.

─¡Pero, Isabel! ¡Qué dices!, esa palabra ya está fuera de nuestro léxico. ¿Cómo puedes decir eso, si nosotros velamos por el bienestar del pueblo y mejoramos la calidad de vida continuamente? ─ preguntó con el rostro púrpura de irritación.

─Pues eso no se nota, discúlpeme ─ remarcó molesta, olvidándose de las consecuencias nefastas que podría tener esta conversación.

─Mira, nos sobra paciencia. Sé que estás todavía en plena juventud y que no comprendes muchas cosas. Piensa en nuestra conversación y reconsidera tu solicitud de visa. Acá tienes un gran porvenir con nosotros ─dijo desplazando su mano derecha hacia adelante en señal de afirmación

─Me disculpa camarada ─expresó Isabel levantándose de su silla─, si no tiene objeción me retiro para continuar con mi trabajo.

─Por supuesto, no faltaba más. Sigue y que tengas buena tarde.

─Igualmente camarada, hasta luego.

A pesar de la discusión salió más tranquila que cuando ingresó. Sentía que había descargado su ira reprimida y que había sido honesta, aunque esto último la comprometía. En este tipo de sistema era recomendable fingir que se estaba satisfecho con todo.

Ya en su escritorio trató de recuperar el tiempo perdido. Se sumergió en sus papeles hasta que sonó el teléfono. Era su novio Francisco que la invitaba a tomar un aperitivo y luego a comer una pizza en la calle peatonal del centro de Budapest. La llamada la alegró mucho, necesitaba verlo y desahogarse del desagradable encuentro que tuvo con su jefe.

III

Cuando Isabel llegó a su casa notó un silencio mortuorio y mientras se quitaba el abrigo, para colgarlo en el perchero, espió hacia la sala de estar en donde divisó a sus padres con rostros sombríos mirándose sin pronunciar palabra alguna.

Se asustó, pues pensó que tal vez había llegado alguna carta con malas noticias de la familia.

─Hola gente. ¿Por qué tan callados?

─Ven, siéntate ─le pidió su padre─. No te asustes. Es desagradable, pero no ocurrió nada grave. Esta tarde llamaron de la casa del Partido de la oficina de relaciones internacionales y comunicaron, claro, en el tono imperativo que acostumbran, que tu madre tendrá que empezar a trabajar desde el lunes próximo en la fábrica de medicamentos.

─¿Cómo? ¿A cuenta de qué? ─preguntó Isabel, abriendo los ojos completamente, atónita por lo que escuchaba.

─Dicen que el Partido ha gastado mucho dinero en subsidios, que tu madre ya habla un poco el idioma, suficiente para el trabajo que va a realizar, y que goza de buena salud por lo que no se justifica que se quede en casa y la siga manteniendo.

─Claro, además, de la típica consigna «todos tenemos que contribuir con la causa del socialismo» ─exclamó Isabel, levantando ambos brazos.

─Mira hija, no hay otra salida ─dijo su madre─, es mejor hacernos la idea de que tendré que trabajar y listo. Además, podré ganar un poco más que el subsidio.

─Pero mamá, estas por llegar a los 60 y no es justo.

─Tú sabes mejor que nadie, hija que el concepto de justicia que cada uno de nosotros tiene es diferente al del aparato estatal. No puedes ir contra la corriente, saldrás perdiendo. Así es este sistema ─dijo su padre con voz firme quitándose los lentes y colocándolos sobre la mesa del living.

Alberto sabía muy bien lo que decía. Repetidas veces tuvo que sufrir la censura partidista a sus publicaciones bajo la explicación que “eran un peligro para la mente de los jóvenes que estaban en plena formación socialista y un arma para los grupos disidentes”.

Isabel sentía pena por su madre que ya no era muy joven para levantarse de madrugada, peor en el invierno y además, padecía dolores reumáticos que el trabajo físico no iba a favorecer.

─Mamá ─rompió el silencio Isabel─, ¿no crees que es una coincidencia que esto suceda justo ahora, cuando acabo de solicitar nuevamente mi visa de salida?

─No, hija, no te angusties. No podemos afirmar eso, por ningún motivo ─contestó con voz serena.

─Bueno, si quieres buscar culpables, uno de ellos puedo ser yo ─acotó su padre.

─¿Por qué, papá?

─Porque los tres sabemos que hemos estado recibiendo llamadas anónimas para prevenirme sobre las reuniones que he tenido con el grupo de intelectuales “Nueva Era”, ya que es considerado por el gobierno como el movimiento disidente más peligroso que existe. No quieren por ningún motivo que me reúna con ellos. Además, me han amenazado con ponerme a trabajar 10 horas diarias en la editorial del Partido, donde sólo veré textos relacionados con la doctrina socialista, el marxismo, leninismo y listo. ¡Imagínense que tortuoso podría ser eso!

─No quiero que se hable más del tema ─concluyó Sofía, tratando de calmar el ambiente de “mea culpa” que existía entre su hija y Alberto─. Quiero que nos vayamos a dormir.

─En todo caso sigo creyendo que se pasaron. Están tan ciegos con este sistema autoritario… No se dan cuenta que en algún momento el castillo de naipes se les puede derrumbar.

─Ya Isabel, es suficiente, no podemos expresarnos así de mi país (que es tu país también) que nos acogió y dio todo de sí para darnos un nuevo hogar y seguridad. Si lo piensas bien, es un sistema más justo que el de muchos países latinoamericanos. Acá tienes salud, educación, transporte y cultura que son subsidiados por el gobierno y ellos sólo tratan de proteger lo que han venido construyendo, pues están convencidos de que es lo más justo para todos ─argumentó Alberto con temor a que la conversación esté siendo grabada por algún dispositivo. Era común que agentes del Ministerio del Interior coloquen micrófonos en las casas al surgir sospechas de individuos contrarios al régimen.

─Yo siempre he reconocido los logros que tienen en materia de salud, educación y cultura, pero de ahí papá, tienen mil defectos como por ejemplo el control que ejercen sobre los individuos; el pensar que todos somos iguales y coartar nuestra libertad de pensamiento y de creación. Tú, como intelectual, lo sabes mejor que yo.

─Si, lo sé, pero vivimos acá, bajo este régimen, por lo que no nos queda otra que ajustarnos a sus normas para una convivencia armoniosa.

─Ja, ja, que armonía ni ocho cuartos ─volvió Isabel a subir de tono y sus mejillas se tornaron coloradas de la ira acumulada─. Padre, ellos son los primeros en romper la armonía.

Sus padres se fueron a dormir, pero ella se quedó en la sala meditando en esta nueva situación. El cansancio se había disipado, tampoco tenía sueño, el pecho se le apretó y lloró en silencio. Creía que sus deseos de obtener ese pasaporte habían provocado al sistema y ahora, ejercían la represalia contra su madre.

IV

El lunes 15 de octubre el movimiento de la casa fue distinto al acostumbrado. Las primeras pisadas en el parque que hacían crujir la madera, soñolienta aún, empezaron antes de lo habitual.Su madre tenía que levantarse a las 4:30 de la mañana, pues a las seis, a más tardar, tenía que estar marcando tarjeta en la fábrica de medicamentos.

Ese ruido despertó a Isabel que esperó un rato en la cama hasta sentir que su madre se disponía a salir del departamento. Se levantó para despedirla y desearle buena suerte; le pidió que la llamara si surgía algún problema con el idioma. Regresó a su cuarto y a pesar de lo temprano que era, empezó con su rutina de ejercicios, baño y desayuno para irse al trabajo.

A las 7:30 cerró el grueso portón de madera de su edificio, al voltearse quiso dar un paso al frente, pero se quedó inmóvil sin poder disimular el susto.

─¿Usted es Isabel Barta? ─preguntó un hombre de un 1.80 m de alto, de figura atlética, bigotes castaños y de ojos azules, abordando los treinta años.

─Sí, soy yo, ¿por qué?

─ Disculpe que la haya asustado ─se excusó mientras le mostraba un carné del Ministerio del Interior.

Isabel sintió que un frío inusual recorría su cuerpo hasta hacerla temblar. Tomó aire y esperó con los pies juntos el siguiente paso que daría el agente.

─¿Va para el trabajo? ─preguntó como si fueran grandes amigos y de la forma más natural posible. Un tímido » si «, se escapó de los labios de Isabel.

El agente solicitó de forma amigable, pero con firmeza, llevarla para conversar en el camino. A ella no le quedó la menor duda de que no tenía otra opción y, a pesar de lo incómodo de la situación, iba a indicarle donde quedaba su trabajo, pero el agente se aprontó a decirle que él conocía la dirección.

Con cierta inseguridad en sus pasos lo siguió hasta su auto, un Lada rojo que estaba estacionado en el parqueo frente a su edificio.

Sinopsis

Isabel quiere volver a su país natal. Solicita varias veces el pasaporte de salida, pero el Ministerio del Interior de Hungría se lo niega. Viven en plena guerra fría y hacer este tipo de solicitudes significa estar en la lista negra.

Una mañana, al salir de su casa rumbo al trabajo, un hombre, de un metro ochenta, de bigotes y cabellos castaños la intercepta a la salida de su edificio colocándole un carnet delante de los ojos.

Isabel siente pasión por la investigación y aunqueno es, precisamente, cualquier tipo de investigación lo que desea en su hoja de vida, está dispuesta a ciertas concesiones para alcanzar su objetivo. Quiere dejar el país oficialmente, no quiere estar en la lista de disidentes, pues tampoco se considera enemiga del régimen.

Son los 80 del siglo XX y los movimientos intelectuales, empeñados en terminar con los gobiernos de los países de Europa del Este, incorporan a los extranjeros que deseen sumarse a la causa. Entre ellos figura uno de los jefes de Isabel, que está involucrado como asesor de altos dirigentes de la disidencia.

Sólo su padre sabe de la actividad que realiza. Francisco, su novio, está a punto de descubrirla.

Los siguientes meses sonintensos. Los jueves se junta con Matías en un café, le entrega el material y le informa sobre los movimientos o llamadas extrañas que se reciben.

Por las noches tiene pesadillas y durante el día percibe que la siguen; a veces, un hombre con gorra, mochila y máquina fotográfica; otras, una mujer. Isabel sabe que en este tipo de regímenes todos espían a todos.

Meses después, en el aeropuerto se congrega un grupo de amigos y mientras están en los abrazos de despedida, Matías desde uno de los restaurantes levanta sonriente su taza de café.

Pasan los años e Isabel cree que sus ansias de regreso a su país natal lo idealizó, pues en realidad se siente atada emocional y culturalmente a Hungría, país de Europa central que abandonó en su obstinación.

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