1.-

Al día siguiente de que mi mujer me dejara mi oído derecho perdió la mitad del sonido, y un zumbido ocupó su lugar.

Hay aparatos que miden los acúfenos; así los llaman los otorrinos. El mío fue clasificado como ruido blanco de banda ancha con una sonoridad de once decibelios y un nivel mínimo de enmascaramiento de quince. Vete acostumbrando, me dijeron. La ventaja es que cualquier sonido, grave o agudo, es capaz de taparlo siempre que tenga el volumen suficiente. El inconveniente es que el silencio desapareció de mi vida. Los ruidos de la calle son mis preferidos, pero cuando entro en casa escucho en silencio mi zumbido. Me recomendaron una terapia sonora, y me acostumbré a tener la tele siempre encendida. En contra de los consejos de mi terapeuta descarté la música. Con la terapia me habían regalado un CD de música ambiental y de relax, la llaman chill out, que solo consiguió ponerme más nervioso. Se oían pájaros, insectos, y toda clase de bichos. En lugar de relajarme trataba de distinguir mi zumbido de entre todos esos sonidos naturales de la jungla. Al cabo de dos semanas aparecieron los vértigos. Fue en el trabajo. Todo me daba vueltas, cerré los ojos, y me quedé agarrado a un poste de la luz hasta que alguien vino a rescatarme. Durante siete días me desperté todas las noches como si estuviera en la atracción del pulpo. Mi madre se ocupó de mí. Después de dos meses decidí que debía salir de allí y alquilé un piso en el barrio de Manila. No me gusta. Para quién no lo conozca es de esos barrios que están como en un lado, ni en el centro ni en las afueras, en los lados. Y encima lo construyeron en una especie de montículo, que sube y baja de tal forma que es difícil orientarse. Los edificios son feos, pero a cambio es muy barato.

El piso alquilado casi no tenía muebles. Un sofá, y la cama plegable que me dio mi madre. Me compré una tele de quinientas pulgadas. La coloqué en el suelo. Estuve durante varios meses viviendo rodeado de cajas sin desembalar.

Llevaba una temporada tranquilo cuando empezaron las llamadas. Fue a principios de julio, estábamos en una ola de calor. De la primera apenas recuerdo nada. La segunda empezó a inquietarme. Había llegado a casa muy cansado y con hambre. Era jueves y mi nevera estaba en las últimas. El bar de abajo, el de Eladio, ya estaba cerrado. Los jueves Eladio me solía guardar una ración de tortilla y un pedazo de pan fresco del día, pero esa tarde hubo un amago de incendio en la fábrica y tuve que hacer horas extras. Pedí por teléfono una pizza margarita y una ensalada. Pensé que si me sobraba podría desayunarla.

El chico de Telepizza apareció al cabo de media hora. Se disculpó por el retraso. Me la comí entera. Las cervezas hicieron el resto y me quedé dormido en el sofá viendo la tele a todo volumen.

Sonó mi móvil.

Me había despertado sobresaltado. Eran las once y media. No era ninguno de mis contactos.

Descolgué.

˗˗˗Estoy vestido de novia, en mi casa, en San Sebastián, ¿vas a venir? ˗˗˗dijo una voz masculina.

˗˗˗Te has equivocado ˗˗˗-contesté.

Colgó.

Me costó procesar la llamada.

Reconocí la voz. Era el mismo hombre que me había llamado dos días antes. Recogí los restos de ensalada y los llevé a la cocina, luego tiré las latas de cerveza a la basura inorgánica.

Hice memoria. Había llamado sobre la misma hora. Dijo algo así como: Lo que nunca sabrás. Entonces pensé que era una equivocación. Pero ya no estaba tan seguro. Dudé dónde tirar la caja de la pizza, estaba llena de pegotes de queso, al final me decidí, la aplasté todo lo que pude y la tiré en la basura orgánica. Lo de vestido de novia era secundario, me centré en lo de «estoy en mi casa» y «¿vas a venir?»; eso me despistó. Parecía una contraseña. Quién llamó dijo estar en San Sebastián como si yo supiera su dirección. El martes no había dado ninguna información concreta. Además, ese hombre daba por hecho que iba a ser reconocido.

Esa noche no dormí bien. El camastro que me había dado mi madre era muy incómodo, y entre el calor y la llamada me desperté varias veces. Mi zumbido daba notas discordantes. Intenté relajarme. Mañana me echaré unas risas con los colegas, me dije. Imaginé que Miguel me diría algo así como que era un marica, que tuviese cuidado, me iban a trincar…

Miguel trabajaba en la misma empresa que yo. Desde que me divorcié intentaba emparejarme con July, una amiga de su novia, pero yo me resistía. Luego pensé que quizás fuese mejor que no dijese nada.

¿Y si Miguel me había gastado una broma?

Me costó levantarme. Me fui sin tomar nada. Eso me molestó. Había adquirido la costumbre de desayunar desde hacía meses. Una recomendación de la psicóloga de la seguridad social, dijo que era una forma de cuidarse, como el deporte, cosas que refuerzan la autoestima. De todas formas, no me quedaba fruta. Era viernes.

Tomé un café con leche en el bar de Eladio, y me comí el trozo de tortilla que todavía me guardaba.

En el trabajo aproveché una pausa para refugiarme en el aire acondicionado de la cafetería de la empresa y busqué por internet. Encontré una página que se llamaba bromastelefónicas.es. Pero entre su catálogo no estaba la de “cita a ciegas con hombre vestido de novia”. Sólo estaba la de “cita a ciegas”, a secas. También encontré páginas que vendían Apps para gastar bromas por teléfono. Nada.

˗˗˗Joder, tío, ¿qué haces en esta mesa?, no te veía ˗˗˗dijo Miguel.

Guardé el móvil con cierta brusquedad.

˗˗˗¿Qué mirabas? ˗˗˗Miguel se sentó y sacó un envoltorio enorme de papel de aluminio.

˗˗˗Nada especial ˗˗˗escruté a Miguel que comía su bocata de tortilla, pero no le noté nada raro, me aventuré.˗˗˗ Estaba pensando en hacer un viaje…a San Sebastián.

Dijo que era muy caro, que Marisa su novia estuvo allí, que daban unos pinchos que te cagas, podríamos ir juntos, él con Marisa, y yo con July. Se animaba por momentos. Añadió:

˗˗˗Ya sé que no te gusta July, pero estaremos fresquitos, y ella lo está deseando, tío, echas un polvo, comes unas tapas y conoces San Sebastián, ¿qué más quieres?

Miguel no estaba en el ajo, no lo tenía por tan buen actor.

Ya me había empezado a obsesionar, y no era bueno. Mi mujer acabó chamuscada por ello. Y ahora había dicho a Miguel que quería ir a San Sebastián. Como si allí pudiese localizar a quién llamó.

2.-

Al salir del trabajo me fui a comprar una cama. Es un tópico, pero desde que me divorcié tuve que aprender muchas cosas, por ejemplo, a hacerme la cama.

Cuando era pequeño me la hacía mi madre. Luego mi ex. Mis dos hermanas no tuvieron ese privilegio. Ahora soy consciente de que uní la ventaja de ser chico a la de ser el pequeño. Entre ella y mis hermanas me hicieron la vida muy fácil. Anda, vete a jugar fuera, me decía mi madre cuando estaba de vacaciones. Mis hermanas quedaban bajo sus órdenes. Le gusta hacer zafarrancho todas las mañanas, levanta los colchones y los deja aireando un buen rato, luego hace las camas. Pasa un aspirador y una fregona todos los días. Pobres, pero limpios es su frase favorita.

A las doce se mete en la cocina; podía volver, pero ya no me apetecía, me quedaba en la calle hasta la hora de comer. Entonces me llamaba desde la ventana. Subía renqueante las escaleras de los cinco pisos, ya en el segundo olía el guiso de calamares, eso no me motivaba para seguir ascendiendo. Cuando llegaba arriba la puerta solía estar abierta, y corriendo me sentaba a la mesa, antes de que mi padre me echase en falta.

El primer día que tuve que hacerme la cama descubrí que era relativamente fácil. Me pregunté por qué mi madre había acaparado esa tarea, como si fuera encaje de bolillos. Quizás ella quisiera darse importancia, elevando el volumen de la faena, levantando los colchones y deshaciendo las camas; convertía así una labor sencilla en algo vertiginoso y fuera del control de un niño. Ahora era mayor, y lo que no se aprende de niño es mucho más difícil.

¿Qué medida era la adecuada para un hombre de cuarenta y un años?

La dependienta me recomendó una de matrimonio, de uno treinta y cinco, dijo que aunque el piso fuera pequeño, no tendría problema de espacio.

˗˗˗Estoy divorciado.

˗˗˗No importa, también los solteros las compran de matrimonio, hoy nadie quiere dormir en una cama de noventa, eso es para los críos, y usted no lo es.

Ella determinó la medida de mi cama en base a una lógica desconocida.

La misma dependienta me dio a elegir los juegos de cama, ya con las medidas adecuadas.

Descubrí que había una sábana que se colocaba directamente sobre el colchón, y se ajustaba perfectamente porque estaba como arrugada en los extremos, y luego encima iba otra rectangular, más grande, que era la que formaba… el embozo, oigo la voz de mi madre. Con la funda de la almohada la veo: yo con nueve años, con gripe, ella me cambia la cama. Había sudado mucho esa noche, tiene el cojín pegado a su pecho y la funda enrollada en sus manos, la estira con maestría y en un santiamén la coloca. Era blanca con rayas azules y rojas.

También fui al híper.

Cuando volví a casa eran las diez de la noche.

Encendí la tele. En el Canal A&E echaban ¿Quién da más? Subí el volumen hasta el nivel de mi zumbido. Un par de tipos habían comprado un trastero por quinientos dólares. Dentro habían encontrado una colección de monedas del siglo XIX, un torno para hacer llaves, un enano de jardín, una bolsa de deportes medio rota; dentro había unas zapatillas de bolera y dos bolos azules. Todo lo demás no valía nada. Recuperaron el dinero invertido y unos miles más gracias a una de las monedas.

Si todas mis cosas las tuviera en un trastero no valdrían ni diez euros.

Decidí que esa noche no saldría de copas, me acostaría temprano. Había detectado que el alcohol y los excesos aumentaban el ruido. Además, si volvían a llamar, prefería estar en casa.

Miguel no había estado muy de acuerdo:

˗˗˗Tío, joder, eres un muermo, el viernes pasado ya no viniste, conocimos a unas pavas, y quedamos con ellas. Hoy Marisa no sale, tiene a la niña, la noche es nuestra, tío, joder, anímate, ¿no tendrás un rollo por ahí?

˗˗˗No, no es eso.

Añadí que al día siguiente quería hacer práctica de tiro, pero no era cierto.

˗˗˗Tú y el tiro, eres un coñazo, no te darán nunca el puesto, hazte a la idea, y disfruta un poco ˗˗˗dio un resoplido.

Miguel y yo éramos auxiliares de servicios generales, pero yo aspiraba a ser vigilante de seguridad, con arma. Tenía licencia tipo C y había pasado los cursos, pero la empresa me daba largas. No hay vacantes, me decía mi jefe. No quería irme de la empresa. Perdería la antigüedad, y era una de las grandes del sector. Tenía que conformarme con repartir el correo, abrir, cerrar puertas, y toda esa mierda.

El calor todavía era insoportable a esas horas. Puse una olla al fuego para hervir una menestra congelada. Mientras, coloqué la compra. Luego pelé unos ajos y piqué una guindilla para hacer un sofrito a la verdura. Después me arrepentí. Con ese calor no me apetecía comer caliente. Así que puse a escurrir la menestra y la metí en la nevera. Me la tomaría fría con mayonesa.

Estaba medio dormido cuando sonó mi móvil. Lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Me estiré en el sofá para sacarlo, y así recostado contesté sin mirar quién era.

˗˗˗¿Antonio?

˗˗˗¿Quién es?

˗˗˗¿Quién voy a ser? Tu madre.

Quería saber si iría a comer el domingo. Le dije que sí, y evité que se enrollara; a esas horas aquél hombre aún podría llamar.

Coloqué el móvil en el suelo junto a la cama. Tenía poca batería. Quise enchufarlo pero el cable no llegaba. Acerqué una de las cajas que todavía tenía sin abrir. Leí sin querer lo que estaba escrito a mano: barcos, y en rotulador rojo, FRÁGIL. Reconocí la letra de mi ex. Allí dentro estaban mis maquetas de guerra.

Me desnudé. Justo en ese momento sonó mi móvil. Agradecí el frio del suelo cuando me senté para cogerlo.

˗˗˗No viniste ˗˗˗La tercera llamada de aquél hombre.

˗˗˗No vivo en San Sebastián. Te equivocaste.

La voz masculina pareció dudar, luego preguntó:

˗˗˗¿Cómo te llamas?

Por si acaso, no quise dar mi nombre real. Mi mente estaba paralizada. Aquella caja que tenía delante de mis narices vino en mi ayuda. Recordé un nombre: el acorazado alemán Graf Spee. No dudé.

˗˗˗ Me llamó Graf.

˗˗˗Hola Graf, soy Irene, hoy te toca a ti, dime qué llevas puesto.

Aquella voz daba por bueno mi nombre alemán. Mi culo frio desparramado por las baldosas me recordó que estaba desnudo. No podía decir la verdad. Colgué.

¿Qué coño querrá ese tío?, me pregunté. Pensé en el nombre de Irene. Podría servir para una estrella del porno, una espía rusa, una dependienta corriente… Basta ya, me dije, y me metí en la cama. Ya no volverían a llamar. ¿Qué podía esperar? Había colgado. Me dormí pensando en el buque alemán Graf Spee. Era un acorazado de bolsillo. Lo habían construido los alemanes respetando el máximo de diez mil toneladas que les impusieron después de la Primera Guerra Mundial, pero tenía toda la potencia de un acorazado y la velocidad de un gran destructor. Fue el propio capitán quién ordenó su autodestrucción en la bahía de Montevideo, ante el temor de ser aniquilado por los ingleses…

3.-

El sábado siguiente me había levantado algo espeso. Salí a correr. Ocho kilómetros. No estuvo mal. El calor ya apretaba a esas horas. En quince días quería correr la media maratón.

Después de ducharme encendí la tele. En el canal Odisea echaban Empeños a lo bestia. Una negra súper gorda quería empeñar unos pendientes de aro, decía que eran de platino, y para animar al dueño, un viejo con una cadena de oro gigante al cuello, se levantó la camiseta y le enseñó las tetas. Las tetas aparecían pixeladas. El viejo le tiró los pendientes a la papelera y ordenó a otro negro enorme que la echase de allí. La negra volvió a enseñar las tetas pixeladas en el aparcamiento de la tienda a todo quisqui. Luego se fue refunfuñando.

Pensé que mi tele era lo único que podría empeñar.

Abrí el ordenador y entré en Google. La idea de comprar un arma me rondaba la cabeza hacía tiempo. Después de las tres llamadas intuí que podría necesitarla. Comprar un arma ilegal no parecía tan difícil. Pero era arriesgado. Era un delito. Mis aspiraciones profesionales podrían peligrar.

Enseguida comprobé que en Bilbao había muchas ofertas. Será por lo de ETA, pensé. Un artículo de prensa decía también que desde la guerra de Bosnia proliferaban las armas, el mercado estaba repleto, y los precios muy baratos. Por trescientos euros podía encontrar una pistola de esas inutilizadas por la Guardia Civil. Las volvían a reconstruir. No era mala idea lo de ir a San Sebastián: Bilbao quedaba de camino. Mataría dos pájaros de un tiro, nunca mejor dicho. Por primera vez en mucho tiempo una excitación nerviosa me inundó. El volumen de mi zumbido se elevó un par de decibelios. Tuve que cerrar los ojos y respirar hondo.

Llamé a Miguel.

Una voz soñolienta me contestó algo indescifrable. Fui al grano.

˗˗˗Oye, ¿lo de San Sebastián iba en serio? He estado pensado y creo que me apetece.

˗˗˗¿Has estado pensando?, y, ¿también fuiste a pegar tiros? Lo que te perdiste ayer, empiezas a ser prescindible, que lo sepas, las tías de ayer, unos cañones…

˗˗˗ Vale, me alegro por ti. Habla con Marisa y con July, pregúntales si el fin de semana que viene pueden ir a San Sebastián, pasaremos por Bilbao. Llámame luego y me dices.

˗˗˗A sus órdenes, pero ahora seguiré durmiendo un poco. Por la tarde te llamo. Abur.

Escribí en Google: ¿Cómo comprar un arma sin licencia en Bilbao?, y escogí un foro al azar. Las respuestas fueron muy diversas: “En un poblado chabolista”, dijo uno. ”¿Realmente eres un lerdo para preguntar esto aquí?”, me contestó otro. Un tal Marcus dijo: “Creo que si te vas a Irak o por ahí, te regalan alguna”. La que más me gustó fue la de Shreck: “No es nada difícil de conseguir si sabes dónde buscarla y no eres un mierdas”.

¿Era un mierdas? No lo tenía muy claro.

En otra página un foro recomendaba comprar un arma de fogueo y después trucarla. Había que cambiarles el cañón y adaptar el cargador para poder meter munición de verdad. Según leí hasta para un experto era difícil distinguirla de un arma real. Para eso no necesitaba ir a Bilbao. La podía comprar on line. Incluso a lo mejor yo mismo podría trucarla.

Después de casi una hora…[…].

SINOPSIS: Antonio, divorciado desde hace casi un año, lleva una vida anodina. Cuando le dejó su mujer sufrió un episodio de sordera brusca que le dejó un zumbido permanente y una hipoacusia moderada. La televisión es su modo de tapar el zumbido cuando está en casa. Su trabajo no le gusta. Un día empieza a recibir llamadas extrañas. Luego su ex desaparece. Al poco se da cuenta de que las llamadas son mensajes que ella le envía. Cree que ella le está pidiendo ayuda. Va a buscarla. Cuando la encuentre ya será otra persona.

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