1.

La encontré tumbada sobre la alfombra. Pensé en gritar, pero me pareció inútil. Estaba muerta y mis alaridos no la iban a revivir. Durante largo rato contemplé su cuerpo despatarrado. Luego me acerqué y vi su rostro pálido, compungido y melancólico. Sus insondables ojos verdes seguían abiertos y me miraban fijamente. Los cerré con delicadeza, le acaricié la mejilla y le peiné el cabello negro y lacio utilizando mis dedos como los dientes de una peineta. Durante las dos horas que tardó en llegar la ambulancia me quedé a su lado, fumando un cigarrillo tras otro. Los enfermeros llegaron y la montaron en una camilla. Le tomaron el pulso, la llamaron por su nombre y la zarandearon con violencia. “Doña Victoria, ¿me oye?” Le preguntó uno de ellos. “Doña Victoria, ¿me oye?”. Repitió. Supuse que esa era la rutina y no quise entrometerme. Luego se volvió y me dijo: “lo siento mucho, don Salvador. Su esposa falleció”. Después intentó ponerme conversación, pero me hice el sordo. No tenía ganas de hablar. Al final la montaron a la ambulancia con extremo cuidado, como si fuera un objeto de porcelana. Encendieron la sirena y se fueron esquivando carros, pasándose el semáforo en rojo, apresurados. Me pregunté por qué llevaban tanto afán si ella ya estaba muerta.

2.

El velorio tuvo sitio en la funeraria Los Olivos. Sus familiares y amigos lloraban a gritos. Algunos vinieron hacia mí y me preguntaron cómo me sentía. Quise decir algo conmovedor, pero no se me ocurrió nada. Me quedé callado mientras todos me miraron afligidos. Pensé que el silencio causa mucho más malestar que las palabras. Fernanda, la hermana menor de Victoria, vino a darme un abrazo, pero la rechacé con la excusa de querer salir a tomar aire. Pasé por el ataúd y vi el rostro de Victoria. Estaba amarillento y verdoso. Supuse que por el formol y esos químicos que le echan a los muertos para que su rostro conserve una pizca de dignidad. Su piel aceitunada me produjo mucha repugnancia. Trasboqué y sentí el vómito tibio subir por mi garganta, pero lo retuve. Caminé hasta la salida a tomar aire. Ahora sí lo necesitaba.

3.

Esa noche llegué a mi casa muy cansado, pero no pude dormir. Recordé que en casos como ese la gente tomaba alcohol para conciliar el sueño; entonces fui a comprar una botella de whisky. Su sabor amargo me pareció horroroso. No entendía cómo alguien podía encontrar placentera esa sensación de quemarse por dentro. Tal vez era masoquismo o simplemente yo era insensible a ese tipo de placeres. Lo cierto es que me tomé la botella entera. No sé a qué hora me dormí, ni cómo me desplacé hasta mi cuarto y me puse la piyama. Solo recuerdo haberme preguntado dónde estaba Victoria. La busqué en la sala, en la cocina, en nuestro cuarto. La llamé a gritos. Pero nada. No estaba.

4.

Al día siguiente me desperté con una resaca inhumana y no fui capaz de encender el carro para ir al cementerio. Llamé un taxi. El tipo que me recogió iba escuchando música salsa a todo volumen. Sentí mis sienes ardiendo y la cabeza me dio vueltas como un carrusel. Me dio escalofríos y tembladera. « Señor, ¿puede apagar esa música tan estruendosa, por favor? », le dije. Me miró indignado. « ¿Por qué? » Preguntó. « Porque mi esposa detestaba esa maldita música y no quiero faltarle al respeto ahora que voy a enterrarla » le dije. Ahí sí se calló la jeta y apagó el radio. Descansé. Me dediqué a recibir el viento helado que entraba por las ventanas del carro, refrescándome y brindándome atisbos de sosiego. Cuando quise bajarme, el tipo se lanzó a darme un abrazo y pude sentir su piel aceitosa y salobre. « Lo siento mucho, señor » dijo. Me dio tanto asco que vomité frente a un puesto de flores.

Cuando llegué, me gané numerosas miradas de desprecio, entre esas la de Fernanda. Me dijo: « Salvador, llegar tarde al entierro de tu esposa es infame. » Y me preguntó: « ¿no sos capaz de respetarla ni siquiera ahora que está muerta? ¿No podés respetar el hecho de que su alma está ascendiendo a los cielos de dios? ». Evidentemente no dije nada, pues qué iba a responder a semejantes preguntas tan bobaliconas. Solo deseé en secreto que ella también fuera enterrada en en el mismo agujero que Victoria.

Cuando el ataúd quedó completamente cubierto de tierra, la gente chilló y habló banalidades, luego se fue. Qué alivio. No quise despedirme de nadie; me senté lejos, en una banca donde podía recibir la sombra de un árbol. Le compré a un tipo que pasaba una botella de agua helada. La sensación de frescura fue intensa y agradable. No quise estropear mi buen ánimo deteniéndome en frente de la tumba de Victoria, donde el sol golpeaba con extrema dureza, así que me quedé un rato recibiendo la brisa con los ojos cerrados, sin pensar en algo concreto. Cuando los abrí el cementerio estaba vacío y desolado. Pensé que la quietud de las tumbas, contrastada con el movimiento de la hierba producido por el viento, sintetizaban el estado en que se encontraba mi alma en ese momento.

Luego regresé a la casa. Tenía demasiado dolor de cabeza como para tener ganas de dormir. Destapé otra botella de whisky y la paladeé. A decir verdad no sabía tan mal como el día anterior. Al contrario, su sabor áspero pareció reconfortarme y traerme de nuevo a la vida. Me serví un trago largo en un vaso y le agregué un par de hielos que crujieron como dos canicas que se rozan. Después de una docena de vasos tuve una ligera sensación de bienestar.

5.

Recibí una llamada de Fernanda. Me contó que estaba mal y necesitaba hablar con alguien, si podía venir. Quise decirle que yo no era la persona indicada para esa labor, lo mejor era que buscara a un familiar o a una amiga; sin embargo, no me dio tiempo de responder. Cuando pude decir algo ella ya había colgado. Al poco rato timbró y se me abalanzó a darme un abrazo que me pareció inoportuno, pues cuando Victoria estaba en vida, a duras penas me daba la mano. Es más, siempre sentía que me miraba con reticencia. Y Victoria me contaba que a veces hablaba mal de mí. Me quedé quieto, sin parpadear, esperando a que me soltara. Me dio gusto que no me preguntara cómo estaba, pues ya había comenzado a cansarme de esa pregunta que no tenía respuesta. Habló de ella, del dolor que le producía la muerte de su hermana, un dolor que atravesaba todo su cuerpo. «Salvador, me quedé sola» me dijo. Le serví un vaso de whisky y me senté a mirarla, a asentir de cuando en cuando, a suspirar y a producir ruidos extraños que no negaban ni afirmaban, pero que la incitaban a continuar su perorata interminable. A la madrugada ya estaba borracha. Ya no tenía saliva de tanto hablar y su hocico apestaba a rancio. Su hedor me produjo vértigo.

Al final aceptó llevarse la ropa de Victoria. Subimos a nuestro cuarto a buscarla. La ventana estaba abierta y las cortinas se bamboleaban, agitadas por el viento. La puerta de madera de su ropero se azotaba con brusquedad. Ella se precipitó a cerrar la ventana y dijo: “Victoria sigue en este cuarto”. No dije nada, pues su comentario me pareció ridículo. Dejé que examinara la ropa y escogiera la que más le gustara. Fue al baño y se midió un par de vestidos. Me preguntó cómo le quedaban. La verdad es que le quedaban bien, mejor que a Victoria. Sin embargo, no fui capaz de decírselo, me pareció vulgar. Solo asentía y le daba caladas a mi cigarrillo, paladeaba mi vaso de whisky que, de tanto beber, ya me tenía mareado. Metió toda la ropa en bolsas negras y me pidió que le ayudara a bajarlas para meterlas en la bodega del carro. No fui capaz de dejarla ir sola en el lamentable estado que estaba; de pronto le pasaba algo y su familia terminaba culpándome por la muerte de sus dos hijas.

Durante todo el recorrido Fernanda no hizo sino llorar por la muerte de Victoria. Dijo que nadie se moría tan de repente, no tenía sentido, era seguro que dios se estaba mofando de ella. Después de unos minutos seguía repitiendo las mismas pendejadas, como en un círculo vicioso, y yo solo rogaba porque tuviera whisky en su casa, pues no quería tomar ese vino francés tan horrible que siempre nos ofrecía cuando íbamos a visitarla. Se durmió. La calle estaba vacía y los semáforos cambiaban de rojo a verde inútilmente. El silencio me pareció agradable, pues es cierto que ya estaba cansado de escucharla. La cargué hasta la puerta de su casa, la desperté para que entrara y me despedí, pero antes de que me montara al carro me dijo: « Salvador, ¿será que te podés quedar? Solo por hoy. Es que no quiero estar sola ». Pensé en alguna excusa para esquivar su invitación, pero no se me ocurrió nada.

A los pocos minutos Fernanda se fue a dormir a su cuarto. Yo me quedé en la sala un rato, paladeando el alcohol ambarino, dándole caladas a mi cigarrillo, mirando las fotos de Fernanda y Victoria colgadas en la pared, estas últimas con la misma sonrisa tímida y seductora a la vez, pensando en que nunca más iba a volver a ver esa sonrisa en movimiento, ahora solo podía verla congelada, en un miserable trozo de papel, muerta.

Más tarde, Fernanda salió del cuarto y me sorprendí al verla con la piyama negra de Victoria. Tenía los ojos desorbitados, tristes y suplicantes, carcomidos por unas ojeras de color violeta, como si hubiera sufrido torturas atroces durante el sueño. Intentó sonreír, aunque en vano. Crucé los dedos para que no volviera a repetir esa sonrisa siniestra. «¿Qué vas a desayunar? » Me preguntó estirando el cuello de lado y lado, para atrás y para adelante, luego en círculos. « Nada. No tengo hambre » Le dije mientras sentía mi aliento, que emanaba un olor nauseabundo. « Voy a hacer tartines avec de la confiture et du beurre » dijo, ignorando totalmente mi respuesta. Y agregó: « ese era el desayuno preferido de mi hermana ». Yo alcé los hombros. Pensé que no tenía ni idea de que Victoria le gustara desayunar como los franceses.

Desayunamos en silencio. Fernanda, con su cara de moribunda, miraba su plato con ojos indiferentes, masticaba monótonamente, como si ayer hubiera descargado todo lo que tenía qué decir y ahora estuviera vacía, desprovista de comentarios, opiniones, de palabras. Sin embargo, cuando se percató de que la estaba examinando de pies a cabeza mientras se comía sus « tartines », se levantó y se paró en frente mío, poniéndose una mano en la cintura, como si modelara, y me dijo: « ¿Cómo me queda? » Yo paladeé el café con leche, el « café au lait » como decía ella, y me quedé rígido, mirándola. « ¿Qué cosa? » le pregunté, haciéndome el ingenuo. « La piyama de mi hermana » dijo. « Bien » respondí con sequedad, saqué un cigarrillo del paquete y me levanté para salir a la terraza a fumar. « Salvador, podés fumar aquí. No me molesta » dijo, mirándome con su sonrisa siniestra. Y agregó: « ¿Solo bien? ¿Nada más? » Suspiré. « Te queda mejor que a Victoria, pero eso ya lo sabés. Siempre tuviste mejor cuerpo que ella ». Le dije. Me acarició el dorso de la mano y sonrió de nuevo. « Caminá, salgamos a fumar ». Dijo.

El sol, botando su aletargada luz blanca, me dejó ciego. Me senté y miré a Fernanda. Su rostro resplandecía como el de un espectro. Sonrió siniestramente de nuevo y dijo: «Salvador Guerra, yo sé que vos mataste a mi hermana».

Título provisional: «La muerte de Victoria»

Sinopsis:

Salvador Guerra, el narrador de esta historia, es un hombre repelente, sombrío y misántropo.
Su esposa Victoria acaba de morir y su único deseo es estar solo.
Pero Fernanda, la hermana de Victoria, cree que él mató a su hermana, y no lo va a soltar hasta que confiese.

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