CAPÍTULO 1

Desde que se había levantado aquella misma mañana ya había notado que algo iba mal. No podía describir lo que era: un pinchazo en el estómago, un grito desde el fondo de su cerebro, un escalofrío en la médula espinal… algo. Era afortunada, había nacido en una familia feeler y, desde muy pequeña, fue educada para potenciar sus sentimientos. Quedaban pocos, muy pocos, como ella. Siempre escondidos, siempre al margen de la ley. Al contrario de lo que se pudiera pensar, ser un feeler era un estigma, más que una bendición.

Ese día, ni siquiera había ido al bar de Rober. Había algo en el ambiente que le hacía querer evitar lo conocido, así que había acabado en una cafetería del distrito financiero. El ambiente de aquel sitio le había hecho sentir tan fuera de lugar, que en menos de diez minutos ya estaba de vuelta a su casa. Aunque algo le decía que esa tampoco era una buena idea.

Aparcó la moto y salió a la calle, evitando subir directamente. Dio una vuelta al edificio. No veía nada que desentonase. No había vehículos diferentes ni personas sospechosas. Todo estaba exactamente donde debía estar. Miró hacia arriba intentando divisar la ventana de su apartamento, pero desde donde se encontraba no era capaz. Sin poder quitarse la sensación de peligro del fondo de su estómago, subió a su apartamento.

Al entrar en el ascensor, el olor dulzón e inconfundible de la colonia de Hunter la puso en guardia. Nunca entendió si la utilizaba como una firma o por pura inconsciencia, pero era como si dejase un rastro de migas de pan. Revolvió en su mochila buscando su bloqueador de sentimientos. Su mayor ventaja siempre fue que los demás no supieran que era una feeler. La imagen mental del bloqueador en el armario de su cuarto de baño hizo que se sintiera indefensa.

Inhaló profundamente varias veces, mientras caminaba despacio por el pasillo hasta la puerta de su apartamento. Intentó soltar energía sacudiendo los brazos y relajó todo lo que pudo los músculos de la cara, recordando vagamente la expresión que adquiría cuando se inyectaba el bloqueador. Abrió la puerta intentando parecer despreocupada y se paró en seco al ver a Hunter sentado en la mesa de su cocina tomándose un café, pensando que esa sería la reacción lógica para alguien que no estuviera prevenido de su visita.

Hizo un esfuerzo por no reírse ante la imagen de los guardaespaldas de Hunter allí de pié, dos pasos detrás de él, con esos trajes que nunca parecían de su talla y con las gafas de sol oscuras, a pesar de ser de noche y estar dentro de su piso. Era algo que siempre le hacía mucha gracia, le recordaba a los dibujos animados que veía de pequeña. Pero, sobre todo, lo que más gracia le hacía era ese gesto arrugado y forzado de quien se ha pasado con el sentimiento de ira e intenta compensarlo con un sentimiento de autocontrol de segunda. Parecían una caricatura de ellos mismos. No eran conscientes de lo ridículos que se les veía.

—Hunter —saludó, intentando pensar en otra cosa para evitar que se le escapara una carcajada al ver aquella escena tan manida.

—Querida Jane —respondió Hunter, alzando de manera teatral la taza de café como saludo.

A él también se le notaba que se había pasado con la dosis de algún sentimiento sintético, aunque en ese momento no lo identificó. Normalmente, esos sentimientos estaban tan adulterados que quedaban demasiado artificiales y rechinaban a los ojos de los feeler. Los sentimientos legales, los que te administraban en los Dispensadores cuando les mostrabas tu cartilla, estaban perfectamente equilibrados y hacían que las personas parecieran eso: personas. Alguien que tuviera los sentimientos equilibrados era muy complicado de distinguir de un feeler real. La única diferencia era la variedad de sentimientos diferentes que podían mostrar.

El suministro estaba controlado y repartido de tal forma que no podrías acceder a ningún sentimiento no autorizado. Legalmente, claro. En el mercado negro tenías posibilidad de conseguir cualquier cosa, siempre que tuvieras dinero para pagarlo. La calidad del mercado negro dependía del precio que pudieras pagar por ello y la gente como Hunter escatimaba bastante en este tipo de cosas. Ella siempre había pensado que era un error, que esos sentimientos tan adulterados al final hacían que pareciesen robots defectuosos. Pero claro, ella tenía sentimientos propios y le resultaba muy fácil diferenciarlos desde su posición.

—Toma asiento, querida —dijo Hunter. Su voz chirriaba y tenía tonos graves a la vez.

—Tengo que ir al baño primero —replicó, sin dejar de pensar en el bloqueador de su armario.

—Ni lo sueñes —respondió enseñando los dientes en lo que parecía un intento de sonrisa.

—No me has entendido —insistió—. Necesito ir al baño —repitió haciendo énfasis en el «necesito».

Hunter respiró fuerte y se le marcó un músculo en la mejilla.

—No voy a permitir que huyas.

Esta vez, Jane no pudo reprimir media carcajada.

—¿Has mirado a tu alrededor? —preguntó abriendo los brazos—. Estás sentado, a la vez, en mi cocina, mi salón y mi habitación. Asómate al cuarto de baño y verás que ni siquiera tiene ventanas. ¿De verdad piensas que podría escapar?

—Entonces, dime por qué tienes que ir —respondió receloso.

—Cosas de mujeres.

Hacía tiempo que había descubierto que a los hombres como Hunter les incomodaban ese tipo de respuestas, así que las utilizaba tanto como podía. Como imaginaba, se revolvió en su silla, gruñó y señaló con la cabeza hacia la puerta del cuarto de baño sin preguntar nada más.

—No tardes —le dijo.

Jane entró cerrando la puerta tras de sí. Sacó el bloqueador del fondo del armario y se lo inyectó. Se agarró al lavabo para evitar caerse. Lo único malo de los bloqueadores ilegales eran los efectos secundarios. Según a quién se lo comprases, tenía unos u otros efectos. Los de la Tata Rosa eran de los mejores, daban buenos resultados y actuaban más rápido, pero te dejaban unos segundos con un importante mareo, como si todo tu mundo se sacudiera alrededor desde los cimientos. Aunque si había algo que a Jane le gustaba de los bloqueadores de la Tata Rosa era que no siempre funcionaban al cien por cien. Le gustaba mantener un mínimo de control.

Cuando creyó que controlaría su cuerpo y no se caería al suelo, tiró de la cisterna y salió. Miró directamente a los guardaespaldas y esta vez ya no le hicieron gracia. Eso era bueno, el bloqueador había funcionado. Hunter le hizo un gesto con la mano para que se sentase en la silla al otro lado de la mesa.

—Si ya no hay nada más que nos interrumpa, sigamos con lo nuestro.

Esta vez, Jane pudo reconocer la mezcla de ira y de negociación que había en su voz. Bloquear sus propios sentimientos siempre le hacía estar mucho más perceptiva a los de los demás. Hunter sacó su tarjeta holográfica y las caras de Jane y John flotaron sobre la mesa.

—Jane y John Doe —dijo Hunter a modo de presentación grandilocuente—. Las dos personas más escurridizas del Estado. No ha sido fácil encontrarte, ¿sabes? Aunque no eres tan hábil como tu novio, él se esconde mejor.

Si hubiera tenido sentimientos, Jane se hubiera enfadado bastante, lo suficiente como para haber comenzado con una pelea que no ganaría. Era un estigma que llevaba colgado desde hacía mucho tiempo y no le hacía ninguna gracia. Llevaba años demostrando ser tanto o más válida para los trabajos que John. Aun así, demasiada gente la seguía considerando como su «novia» y eso le revolvía las tripas. Ese era uno de los motivos por los que se quería enfrentar a Hunter en blanco, sin sentimientos. Sabía que él la provocaba y no quería perder el control.

—En algún momento me gustaría que me contases el motivo de vuestros nombres —divagó Hunter—. Es algo que siempre me ha llamado la atención: «Jane y John Doe», como si fueseis un matrimonio de los de antes, compartiendo apellido. ¿Y qué tipo de apellido es «Doe»?

Jane no tenía muy claro que aquello fuese una pregunta real, parecía que estuviese pensando en alto.

—Hace muchos años, a primeros de este siglo o mediados del anterior, no estoy muy segura, el nombre de John o Jane Doe se utilizaba para aquellos que no tenían nombre —respondió de todos modos.

—Eso es ridículo —se burló—. Todo el mundo tiene un nombre.

—Todo el mundo tiene un nombre, pero no siempre se conoce o se recuerda. En ocasiones, la ley perseguía a personas de las que no se conocía su nombre y las apodaba así —intentó explicar Jane de la forma más educativa posible.

Si hubiera tenido sentimientos, habría sonado demasiado condescendiente. La carcajada que provocó en Hunter sonó aterradora. Aún con el bloqueador, todos los sentidos de Jane se pusieron en guardia preparados para actuar, si fuera necesario.

—Sea como sea, Jane Doe —dijo con retintín—, no he venido aquí a hablar de historia ni para conocer las tonterías que tenéis en la cabeza pensando que esos nombrecitos son fantásticos para vosotros. —Hunter carraspeó, se puso muy recto y su semblante se endureció—. Tengo un trabajo para los Doe.

—Aunque estaré encantada de escuchar tu propuesta, los Doe… nosotros no aceptamos encargos. —Rectificó intentando reconducir sus pensamientos, no quería entrar en la discusión que le ofrecía en bandeja—. Es algo que todo el mundo sabe.

—Pero aceptaréis el mío.

No era una pregunta.

—Lo dudo mucho —replicó levantándose de la silla. Esta vez, sí sonó todo lo fría y distante que necesitaba y, desde un rincón muy profundo de su cerebro aletargado, dio las gracias.

Uno de los guardaespaldas, sin necesidad de decir nada, sin necesidad de ningún gesto ni ninguna orden por parte de Hunter, sacó su pistola y le disparó en una pierna.

Durante un instante, no sintió nada, sólo se quedó mirando con los ojos muy abiertos la mancha roja que se empezaba a formar alrededor del agujero de sus pantalones. Tampoco cayó al suelo. Su cerebro analítico, que estaba mucho más alerta cuando bloqueaba sus sentimientos, supo que el disparo había sido tan certero y exacto como para no dañarle nada irreparable. También supo, con total seguridad, que ese no era uno de los guardaespaldas normales de Hunter y que un disparo así solo podía venir de una persona: La Dulce Angie.

Se hacía llamar La Dulce Angie, aunque ni era Dulce, ni se llamaba Angie, ni siquiera era una mujer. Se rumoreaba que, cuando era pequeño, su madre le obligaba a llevar el pelo largo. Aquella melena rubia y rizada, que a su madre le parecía tan adorable, hacía que todos los demás niños de su colegio católico le hicieran la vida imposible. No se sabe cuándo empezaron a llamarle «La Dulce Angie», fue siendo tan pequeño que llegó un momento en el que, dicen, hasta él mismo olvidó su nombre.

Los numerosos años de acoso, en lugar de convertirle en un hombre tímido y atemorizado consiguieron el efecto contrario: le transformaron en uno de los asesinos más crueles y despiadados que se hubieran conocido. Lo peor de todo es que Dulce era, además, extremadamente inteligente. No era un bala perdida que únicamente quería su ración de odio para poder torturar gatitos o acuchillar a vagabundos cuando durmieran; no. Él era preciso, eficaz y profesional. Fabricaba sus propios cócteles de sentimientos para mantenerse frío, eficiente y cruel a partes iguales.

En realidad, Jane le admiraba desde que conoció su historia. Era el referente al que ella aspiraba. Una extraña parte de su cerebro no podía evitar pensar que estaba ante él y que había tenido el honor de ser herida por una leyenda. En ese instante, le habría gustado mantener sus propios sentimientos y dejarse llevar por la emoción de conocerle, como cuando era adolescente, aunque sabía que habría sido un tremendo error.

La Dulce Angie guardó de nuevo su arma con total despreocupación, como quien se mete la mano en los bolsillos en un día frío. Jane seguía de pie. La precisión del disparo había hecho que no perdiese fuerza en la pierna. Lo más seguro es que solo tuviera un rasguño superficial que pudiera solucionar con una pequeña venda. Fue un aviso más que efectivo: le reconoció y sabía que le había perdonado la pierna de forma consciente. Lo que aún no se explicaba Jane era cómo alguien como Hunter había conseguido contratar a Dulce.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó Hunter, haciendo un gesto teatral con la mano para que se sentase de nuevo. Jane se sentó en silencio—. Por cuestiones que no vienen al caso, tenéis que entrar en el Banco de Sentimientos y conseguirme todas las reservas.

—Tiene que ser una broma —respondió Jane dejándose caer en el respaldo de la silla—. El Banco es inaccesible, y lo sabes. Además, de conseguirlo, una vez dentro no habría forma de salir con las reservas. Es del todo inviable.

—Ese no es mi problema —dijo Hunter con un brillo de codicia en los ojos y media sonrisa torcida—. Tenéis hasta el viernes.

—En el caso de que pudiera hacerse que, repito, es imposible, un trabajo de esta envergadura no llevaría menos de un año.

—Pues entonces estáis jodidos.

Jane no preguntó qué pasaría si no lo hacían. Se rumoreaba que en el último trabajo de La Dulce Angie asesinó a toda la familia de su objetivo, hasta a familiares tan lejanos que ni siquiera conocía. Mató a todos sus amigos, a todos sus conocidos, incluso a un repartidor que una vez le había dado los buenos días; a todos aquellos con los que había tenido un mínimo contacto. Les metió en un contenedor de un barco, metió a su objetivo vivo con ellos y les dejó en algún lugar remoto de los bosques de Alaska. No se sabía a ciencia cierta si aquello había ocurrido así de verdad, pero nadie quería comprobarlo.

—Si lo que quieres es matarme, hazlo ya y no busques excusas. En tres días, es del todo inviable. Si eres medianamente inteligente, deberías saberlo —dijo Jane.

Sabía que había jugado su última baza y que un órdago de ese tipo era demasiado arriesgado, pero no le quedaba ninguna otra opción: en realidad, era inviable. Hunter se quedó inmóvil durante largo rato, como esperando algo. Al cabo de unos minutos, que parecieron horas, se levantó y fue hacia Dulce. Susurraron algo, no pudo escuchar el qué. Se volvió y señaló a Jane con un dedo.

—Está bien, tu amiguito y tú tenéis un mes; ni un minuto más. Cuando lleguen las doce de la noche del último día, si no lo tengo…

Hunter salió de su apartamento airado, seguido de sus dos guardaespaldas. Al llegar al quicio de la puerta, La Dulce Angie asintió levemente con la cabeza a modo de saludo. Jane no lo supo interpretar.


SINOPSIS

La humanidad se ha quedado sin sentimientos.

Para evitar que el ser humano sea algo más que un vegetal y la vida siga su curso, ha sido necesario desarrollar sentimientos sintéticos, cuya administración está regulada por el Banco. El suministro está controlado y repartido de forma que no puedes acceder a ningún sentimiento que no esté previamente autorizado en tu cartilla. Legalmente, claro.

Los feeler son la otra cara de la moneda, proscritos y perseguidos por la ley. Aquellos que, gracias a la genética, aún conservan todos sus sentimientos intactos y que son una amenaza para el sistema. Ser feeler no es cuestión de educación, de práctica o aprendizaje. Solo hay dos opciones: naces feeler o naces sintético. Pero sí es posible dejar de serlo. En el caso de que el Banco detecte a uno de ellos, le someterán a una limpieza para dejarle en blanco y reinsertarle en el sistema.

Cuando a Jane y John Doe les encargan robar las reservas del Banco de Sentimientos son conscientes de que es un suicidio. Pero no se pueden negar a hacer el trabajo, La Dulce Angie se encargará de que lo lleven a cabo. Al mismo tiempo, una serie de robos de sentimientos a los sintetizadores ilegales revoluciona el mercado negro.Y todo parece tambalearse.

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