PREFACIO
«UN DÍA PARA DEJAR DE REZAR»
Fuertes trazos de luz revelaban que el sol hacía más de seis horas que se había alejado de su cenit. Como un gran reflector, su fulgor rebotaba contra el suelo haciendo parpadear al hombre que venía caminando por el largo pasillo.
«Hoy se ve y siente más estrecho que de costumbre» pensó el hombre mirando con ojos entrecerrados hacia el fondo del corredor tratando así de esquivar la intensidad de los reflejos.
Enormes filas de lockers, roídos y grisáceos, se extendían a lado y lado como inmensos bloques de dominó. Los guarda-escobas que bordeaban la pared estaban conformados por una inacabable hilera de adoquines. Por el suelo, en cambio, pequeñas baldosas de color marrón se extendían impasibles refulgiendo como un gigantesco espejo; pulidas con esmero y fabricadas a prueba de todo, incluso, contra el frenesí de los cuatrocientos estudiantes que a diario las pisoteaban.
El hombre también pensó que, por alguna razón que aún no entendía, ese día se sentía más largo, más lento, y más frio. Más que ningún otro de los 24 331 que habían pasado desde que los curas Salesianos habían decidido erigir esos dos horribles edificios de cuatro pisos cada uno. Un colegio fundado en las inmediaciones de San Sebastián; una pequeña población enclavada a orillas de la cordillera oriental.
Un vaho salió de su boca confirmando que ese hubiera sido otro buen día para no salir de la cama…
Una mañana en particular, se había despertado no tan temprano como de costumbre. Ya eran más de las seis de la mañana cuando pudo al fin abrir los ojos. La noche anterior no había sido una buena noche. Había trabajado hasta muy tarde corrigiendo la tesis de grado de un vago: el hijo malcriado de un político local. Como pudo se levantó, no sin antes luchar contra el deseo de voltearse hacia el otro lado de la cama a seguir babeando. Aun con los ojos empañados y sin tener tiempo de bañarse o desayunar decentemente, tan solo acertó a prepararse un café instantáneo; nada que se le pareciese a esa taza de café que acostumbraba tomar casi todas las tardes cerca de la plaza principal en El café del Antaño, patrimonio ecléctico para los viejos sin gracia (y sin historias) del pueblo y para los que, como él, tan solo iban por un par de horas para evadir su monotemática existencia. De dos sorbos se había tomado ese brebaje industrial, saliendo presuroso, casi al trote, para recorrer las tres calles que separaban su casa del paradero. Perder el autobús de las 6:40 significaba tener que esperar más de veinte minutos antes de que pasara el siguiente.
Recordó también que, de camino al colegio y sentado en la última banca del autobús, tuvo más de media hora para pensar en lo que sintió esa mañana. Meditó especialmente, acerca de esa sensación de zozobra que lo había inmovilizado, clavándolo contra el colchón, hasta que ya se le había hecho tarde. Una maraña de sensaciones que se quedaron ahí, durante gran parte de esa fría mañana, acurrucadas y aferradas contra su pecho como un gato pequeño sin madre y sin hogar.
Esa misma mañana, mientras recostaba su mejilla contra la ventanilla para observar las calles y los automóviles que iban y venían, también tuvo tiempo para fantasear con algo que, de forma recurrente, se paseaba por su mente: imaginar la cara que pondría si un día cualquiera al llegar al colegio lo encontrara humeando y en ruinas, descubriendo con fingido asombro que, “misteriosamente” la noche anterior, alguien lo había incendiado… Ese efímero y malévolo pensamiento, en esa ocasión, le había sacado una leve sonrisa de satisfacción.
Casi cuatro días después de haber tenido esa ensoñación y al enfrentarse ante la espantosa posibilidad de que ese lóbrego sueño se hiciera realidad, un rictus de desasosiego se marcaba en sus labios, al tiempo que un buen puñado de lágrimas se aglomeraba en sus ojos, empujándose unas a otras en su afán por derramarse. Era más que obvio que ese presentimiento, el que se había encaprichado en advertirle “que no debía haberse levantado” taladraba hoy con fuerza su cabeza, clavándose a su cuero cabelludo como un mico rabioso, increpándole por haber perdido la oportunidad de librarse de la masacre; por haber ido a clases justo el día que llegaron esos tres espantosos ángeles.
El hombre tomó aire profundamente y se detuvo por un momento. Se volvió hacia su izquierda donde creyó ver a alguien mirándolo desde las penumbras del salón de 4ºB. Era un hombre de mediana edad, algo pálido, enjuto, no muy alto, con barba de varios días y ojeras de muchos años, vestido de vaqueros, camisa blanca y chaqueta de cuero negro. Aquel hombre lo contemplaba con lástima, envolviéndolo con una mirada llena de cansancio y temor que parecía aprobar, con un tácito y silencioso sí, su angustioso deseo de parar y retroceder. Se podría decir que, ese hombre, casi que le imploraba que lo mejor que podía hacer era volver tras sus pasos y salir corriendo gritando a todo pulmón ¡A la mierda con todo!
Por un momento, el hombre del pasillo trató de entender lo que le decían esos ojos hundidos. Por un instante, pudo deducir el significado de lo que se mecía en lo profundo de esa mirada sin parpadeos. Y durante varios segundos fingió creerle… Pero no, no iba a ser así de fácil. No ese día. Varias veces y a lo largo de catorce años estuvo a punto de mandarlo todo para la mierda. Pero, de la mierda nadie se alimenta.
Una delgada línea se marcó en su entrecejo y ya no quiso seguir observando su triste y miserable rostro en el cristal. Era hora de seguir andando por el pasillo. El profesor de sociales apretó los labios y dejó de mirar su propio reflejo contra la ventana de ese vacío y oscuro salón; uno de los más concurridos. Uno de los pocos a los que le gustaba entrar. Y no era tan solo por ser uno de los más bonitos. Era agradable por la buena energía del grupo de niños de 4º grado.
Mientras reanudaba su marcha, el profesor de sociales (profe Juánfe o simplemente Juánfe, como le decían a veces) intentó creer que fueron muchos los que habían logrado escapar ese día, cuando, de manera fortuita, la muerte había descendido desde el cielo. Los restos de los que no se espabilaron seguían esparcidos en varios sectores del colegio. La gran mayoría, estampados como gigantescas moscas contra las paredes y los techos formando espesas manchas de sangre, tejidos y huesos destrozados.
Casi sin darse cuenta, había andado un buen trecho sumido en estos pensamientos. Unos metros más adelante ya se podía ver la bifurcación por donde debería doblar para llegar al siguiente corredor; el que lo llevaría al área de preescolar… y al gimnasio.
Dio un par de pasos más, pero, antes de doblar en la siguiente esquina Juánfe se detuvo. Algo en su interior le decía que debía dar una mirada hacia atrás; que debía permitirse, así fuera por un momento, echarle un último vistazo a lo que dejaba a su espalda. Y sin más, volvió su rostro para contemplar el camino que había recorrido. Habían sido unos veinticinco metros los que había ganado hacia delante. Más de lo que él se creía capaz. Mucho más de lo que lo creían capaz los que lo observaban avanzar.
Atrás, al inicio del pasillo, se agolpaba un grupo de hombres y mujeres que se asomaban, apretujándose unos a otros, en un intento por ver lo que hacía. El fuerte resplandor del sol, que de frente lo cegaba, ahora se convertía en una gran linterna de luz ambarina que le permitía ver lo que sucedía a su espalda. En una buena cantidad de esos semblantes se manifestaba algo más que mera curiosidad. Algo más poderoso y notorio… Algo muy parecido al terror.
Un par de mujeres del departamento administrativo del colegio se destacaban adelante del grupo casi en primera fila. Una de ellas era la secretaria de la rectoría: Lola, una cincuentona alta y acuerpada, con más de treinta años al servicio del colegio, experta en capotear y lidiar con alumnos, profesores y padres de familia. Experta también en eludir cualquier posibilidad en el ámbito sentimental. Era la expresión máxima de la soltería empedernida; orgullosa de serlo y de predicarlo. Ella lo miraba con una tensa expresión de alerta mientras sus rollizas manos apretaban con fuerza los hombros de Laura, la recién llegada al área administrativa; una bella joven de veinticuatro años, rubia, delgada, algo tímida, pero cordial.
Laura había guerreado durante varios meses para conseguir ese trabajo, pasando por varias pruebas y exámenes hasta que por fin lo había logrado. Hoy su rostro se asemejaba a una sábana blanca, atenazado por la más pura expresión de espanto… Por un instante Juánfe se acordó de la última vez que se había masturbado pensando en ella.
«¡Qué rabia!» caviló melancólico, mirándola desde la distancia. Si no se hubiera trasnochado corrigiendo esa maldita tesis y no se hubiera levantado tan tarde, tal vez hubiera podido volver a tener presente ese bello rostro, por una última vez, añorándolo bajo la ducha.
A un lado de ellas se podía ver a la maestra de danzas y al profesor de educación física. Sus facciones también expresaban lo mismo; como si todos los ahí reunidos hubieran ido a la misma tienda de máscaras a comprar sin gusto ni imaginación. Era curioso el efecto que una situación como esta lograba en la psiquis de las personas. En la de danzas, esa explosión de alegría con la que inundaba el día a día de la jornada escolar «todo un fastidio a veces», hoy era tan solo un remedo, una sombra apabullada a punto de colapsar. El de educación física, siempre tan imponente y avasallador «tan petulante y come mierda de por sí», hoy se veía convertido en un triste alfeñique acurrucado como un ratón.
Al otro lado del grupo, y un poco relegada, se alcanzaba a ver a la señora que atendía la cafetería: la negra Martina. La que, con frecuencia, le dedicaba una amplia y blanca sonrisa. La que, a veces, le mostraba por su escote un poco de sus imponentes y achocolatadas tetas.
También reconoció al profesor de ciencias y a la de español. Dos petardos que solo veían por lo suyo sin hacer mayor esfuerzo por integrarse con los demás docentes o por colaborar más allá de lo que les correspondía como profesores. Hoy los veía abrazados, inermes por el cansancio y el terror; igual de atrapados y sin ninguna posibilidad… Como todos.
Y seguramente había muchos más, atrás en la penumbra, donde las sombras de la tarde ya no permitían ver nada, mirándolo igual de aterrados; recargados contra la pared o sentados en el suelo sollozando, dormitando a medias, tragándose su angustia y sus ganas de salir corriendo. La gran mayoría lo miraban expectantes, apenas conteniendo el aliento, aferrados a la esperanza de que algo pase y ponga fin a esa vigilia de hambre, pavor y muerte… Si, debieron ser muchos los que quedaron atrapados en el momento en que todo sucedió. Y ahora, por tercera vez, alguien debía ir al gimnasio. Y quien mejor que él.
Juánfe recorrió con la mirada los rostros de los que quedaron atrás; sin ningún rencor o interés por ninguno. Aunque, por alguna curiosa y cruel paradoja, su estómago protestó con una especie de gruñido felino cuando su escrutinio se devolvió por donde estaba la negra Martina.
«¡Mierda! ¡Claro!… Hoy ya era jueves» cayó en cuenta. Se le había pasado ese pequeño detalle. Algo que su estómago parecía tener muy presente a pesar de las circunstancias. ¿Sabría la negra lo importante que era para él la torta que ella preparaba los jueves? No era un gran pedazo, pero hacía que valiera la pena venir a trabajar ese día.
Juánfe eludió la mirada de la negra y dejó de pensar en lo que varios podrían estar sintiendo; y en el mal disimulado alivio que muchos estaban tratando de ocultar, por salvarse de llevar la gran bolsa amarilla al gimnasio. Él fue el único que, 20 minutos atrás, se había ofrecido a hacerlo. Solo él tuvo… ¿Las agallas? ¿Los cojones?
– Que idiota fuiste, más bien – masculló entre dientes.
Mientras daba la vuelta en la esquina, una duda cruzó como un galgo por su mente: ¿Realmente, él se ofreció? o fue ¿El hastío y tanta angustia acumulada? o tal vez ¿Las ganas de que todo terminara de una vez? o… ¿Algo influyó en su mente para que lo hiciera?
Evocó el momento en que se ofreció a ir… Recordó haberse levantado del suelo y haber caminado hacia delante alzando la mano, sin pronunciar una sola palabra. Era tan solo un confuso cúmulo de imágenes, como cuando despertamos intentando recordar lo que habíamos estado soñando.
«Qué más da» concluyó resignado. Veinte metros más adelante de la aparente seguridad en la que quedaron los demás, era ya muy tarde para ponerse a barruntar sobre lo que lo movió a levantar el brazo. Veinte metros pueden ser perfectamente la mejor distancia para saber que, todo lo que pasó, tenía ahora tanta o menos importancia que la cagada de un mosquito.
Decidió entonces que lo mejor era seguir moviéndose. Llenó de aire sus pulmones. Lo sostuvo por unos segundos sintiendo que el oxígeno hacia lo suyo para, luego, soltarlo con un resoplido. Y avanzó sin vacilación; sin mayor valor, pero con más decisión.
De repente, una sacudida térmica se abalanzó desde el fondo del pasillo cabalgando implacable sobre cada molécula de aire, sacándolo abruptamente de sus pensamientos. El profe Juánfe sintió de inmediato que sus manos se agarrotaban. Agudos relámpagos de dolor atravesaron sus dedos como si esa gélida sensación tuviera vida propia, reptando por los muros y el suelo en busca de su piel. También se metió, sin permiso ni pudor, por la pernera de su pantalón sin ninguna intención febril o generosa. Todo lo opuesto a lo que sus testículos hubieran podido aspirar.
El ramalazo de frio siguió trepando hasta enroscarse en su cuello. Con un gesto seco, más bien brusco, Juánfe se acomodó el cuello de su chaqueta, subiéndolo lo más que pudo, en un intento por protegerse contra esa lacerante alteración de la temperatura.
Una angustiante sensación de mareo también se hizo presente. Juánfe siguió avanzando intentando no perder el conocimiento mientras sentía un agudo zumbido en sus oídos y sus pupilas comenzaban a temblar. La bifurcación que llevaba a preescolar estaba ahí. Sacudió su cabeza y dobló hacia la izquierda donde pudo ver que los policías de asalto ya lo estaban esperando.
Eran diez policías especialistas en rescate de rehenes y terrorismo. Altos y fornidos, enfundados en gruesos uniformes color grafito, con una especie de licra elástica a modo de pasamontañas y casco negro mate. Todos, midiéndolo con frialdad y en silencio desde la oscuridad de sus gafas de asalto y con el dedo índice firmemente apoyado sobre el guarda-gatillo de sus impresionantes rifles de asalto israelíes Tavor-21. Juánfe los fue mirando, uno a uno, a medida que intentaba seguir caminando.
Dos pasos adelante, su mente y sus piernas perdieron instantáneamente sus fuerzas. Uno de los policías corrió hacia él para evitar que se estrellara contra el suelo. Juánfe tan solo lo vio venir, como en cámara lenta. El policía lo retuvo entre sus brazos justo a tiempo.
– Shhh ya… calmado – le dijo el policía.
El profe Juánfe lo miró desvaído y sin entender.
– Acaba de cruzar la segunda barrera de este umbral del tiempo – le dijo con frialdad–. En este sector todo va 10 veces más lento amigo. Así que: respire y tómeselo con calma, mientras estabilizamos su metabolismo – Se volvió hacia atrás–. ¡Médico! llegó el otro pichón.
Un policía-paramédico corrió inmediatamente hacia ellos. Se arrodilló junto al profe sacando de un maletín rojo un autoinyector repleto de un compuesto de fenitoína sódica y un derivado del fenobarbital, de uso militar. Sin pensarlo mucho, lo clavó con fuerza en el muslo izquierdo de Juánfe…
… Continuará.
SINOPSIS
Por más de 50 siglos la humanidad ha sido visitada por los navegantes del tiempo: extraños seres entrenados para realizar “ajustes” que corrijan y redirijan la historia. Pero, algunos de estos navegantes (ángeles, para muchos), también han venido en pro de oscuros intereses económicos del futuro. Y otros, por motivos aún desconocidos, han venido a jugar a ser Dios, implantando en algunas personas alteraciones genéticas demasiado avanzadas, y peligrosas.
Isabel era el fruto de una de esas alteraciones, inducida a su madre (por uno de estos “ángeles”) cuando ella era una adolescente durante un confuso evento de terror y muerte en su colegio. Un suceso que también cambió la vida de un simple profesor de sociales (Juánfe) quien, sin proponérselo, tuvo que convertirse en un fugitivo y asumir la responsabilidad de hacerse cargo de la pequeña Isabel.
17 años después… Isabel ha crecido y la adolescencia ha llegado a ella con fuerza, llevándola a pensar y sentir nuevas cosas propias de su edad; incluso el amor… Pero, “algo” también estaba floreciendo dentro de ella. El don de la precognición para anticiparse al futuro. Y un poder de destrucción sin límites: El Poder de Dios. Tan poderoso y aterrador como para mantener alerta a los que no han cesado de buscarla.
Isabel aún no entiende la razón de esa cruel e implacable cacería en contra suya. Tampoco comprende por qué se está convirtiendo en el ser humano más codiciado y perseguido de la historia. Lo que Isabel si sabe muy bien, es que, si alguno de estos “ángeles” se atreve a acercarse lo suficiente, ella lo va a despedazar con un simple parpadeo.
El tiempo de los “ángeles” ha prevalecido inalterable por mucho tiempo, demasiado tal vez… Ahora, el tiempo de Isabel ha comenzado. Su venganza, también.
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