Capítulo 1

Alfalfa

–Chiquillo. –Me quedé callado. Pensé: «mejor me callo». –Estoy hasta los cojones de toda esta mierda de la navidad. –Me quedé callado; otra vez.

No soy un buen tipo. No sé qué significa ser «un buen tipo». Me quedo callado por una serie de razones. Me quedo callado sin razón. Me quedo callado, sobre todo, porque me quedo callado. Igual me cansa el discurso imperante. Igual que me canso del discurso imperante me pregunto, apenas curioso, por qué alguien sería tan pedante como para usar esa frase; «el discurso imperante». Yo, si seguimos así, me piro.

Eso dijo Alfalfa. No pude evitarlo; tuve que terminar esa frase. Me voy casa. Burlón. Riesgo ninguno. Alfalfa siempre fue un pedazo de pan. Poca tolerancia al alcohol, tolerancia cero a la sonrisa de quien quisiera dedicarle una sonrisa; hombre, mujer o florero. No se vea intencionalidad ninguna en la última combinación de palabras. Alfalfa era incapaz de resistir la influencia de nadie, de nada. Que una posible pareja, aunque solo lo fuera durante unos minutos, le sonreía, aunque solo fuera una décima de segundo, Alfalfa se deshacía. Un chiste, una carantoña, tal vez un puñetazo suave en el hombro y a otra cosa, mariposa.

Me miró, como queriendo que sus ojos parecieran inyectados de odio y furia.

Venga, tronco, ya será menos. Félix, Curro, según se atienda al carné de identidad o al nombre que se le pegó cuando era poco más que un niño de teta, interviene en la conversación. La casa tiene que estar por aquí. Si no queréis, tampoco pasa nada. Nos vamos para el centro y nos montamos la fiesta por nuestra cuenta.

–Ahora que lo dices. Empiezo la frase y la acabo con total naturalidad. Ya lo he dicho, no soy un buen tipo, todo me viene bien. No quiero ir a la dichosa fiesta del Toni. No me gusta el Toni. No me gusta esa manera arrogante de mostrarse. No me gusta que esconda la arrogancia tras una fachada de niño pijo. No me gusta que se convierta en una bomba de relojería a poco que le mezcles con los ingredientes adecuados; sin agitar. Un par de colegas, todos niños pijos, como él, buenas dosis de alcohol y, tará, el Toni, el tipo impecable, el niño bien, bien educado, bien peinado, bien dotado en billetes, coches y lacayos de todo tipo, buscaría la primera cara que reventar a puñetazos, el primer vagabundo al que matar a palos. Y a Curro no se le escapa. Ni a él, ni al Toni, ni a nadie: no le gusto al Toni y el Toni no me gusta a mí. Y, porque lo sabe, se calla. Hablo yo. –¿Sabemos dónde está la casa? Llevamos un rato dando vueltas.

–La verdad es que creo que se han quedado conmigo. Hijos de puta.

Pasa un taxi. Igual juntando todo lo que llevamos encima los cuatro podríamos pagarnos un viaje al centro. A estas alturas nadie, incluyendo al Fredi, que no ha abierto la boca desde hace un rato, tiene el menor interés en la dichosa fiestecita. Fredi, Alfredo, el único de todos nosotros que había conseguido, nadie sabría explicar cómo, pasar por la infancia y primera adolescencia sin echarse encima un mote, va y se deja un bigotito fino, perfectamente perfilado. “Eso no se hace, Fredi, show must go on pero, si querías un apodo, solo tenías que haberlo dicho”. Se lo habré repetido un millón de veces, por activa y por pasiva, más en broma y menos. Incluso hemos llegado a las manos un par de veces o tres. Pero que si quieres arroz. A Fredi no le interesan las chicas, no en el sentido tradicional de la palabra. Me refiero a la palabra “interesar”; con lo que habitualmente lleva encima, no creo que el del bigotito sepa exactamente qué es una chica. En fin, consigue superar los primeros quince años de vida siendo, simplemente Alfredo, Neira para algunos, los más serios, los más formales; los menos, nombre y/o apellido. Lo consigue y, antes de cumplir los dieciséis coge y se nos disfraza de líder de banda legendaria. Increíble. Yo sé que Curro está pensando, más o menos, lo mismo que yo. Sobre lo del bigote no sabría decir, esa obsesión evangelizadora y estética parece haber pasado para todos menos para mí. Curro y yo pensamos en levantar la mano, en esperar que el conductor no pise el acelerador a fondo al vernos. Los cuatro juntos formamos una réplica bastante fiel de una banda de rockeros muertos, con el líder de Queen, en paz descanse, a la cabeza. Vete a saber, igual es por eso que al otro le ha dado por el bigote. No lo descarto, pero me cuesta imaginar a este fiel seguidor de la tradición filosófica de Keith Richards, Jim Morrison, Phil Lynott, Janis Joplin y Charles Bukowski dedicar homenajes a nadie. De hecho, todo esto de los muertos a los veintisiete, los que siguen vivos sin explicación científica posible y el realismo sucio es cosa mía. Fredi se limita a meterse en el cuerpo todo lo que pilla, tirar siempre hacia adelante y, tan pronto como huele que alguien se está colando por él, salir por piernas.

Total, dos que no se deciden a levantar la mano, uno que está en su propio planeta de sustancias y un cuarto, Alfalfa, que, como a veces sucede, demuestra que él también puede ser impredecible. –Me voy a cagar en todo ya con la navidad. –Nos quedamos un poco fríos, los que no lo estábamos aún. Curro empieza a sonreír. Siempre ha tenido mejor vista frontal que yo. Mira fijamente al cartel que cuelga del interior del parabrisas. Le sigo la mirada. En letras rojas “Prosperidad”. Al tiempo que se despejan mis dudas, nos toca ir en metro, me esfuerzo por contener la risa y suplicar con un gesto a Curro que haga lo propio. La diatriba que Alfalfa nos regala, contra la falsedad de los sentimientos con fecha de caducidad, de los buenos deseos, como el que lleva el nombre del barrio al que se dirige en taxista, ignorante del monólogo que ha provocado, no tiene precio.

Se le escapan gotitas de saliva. Está fuera de sí. Me gusta Alfalfa. No es como nosotros. Cómo es diferente es algo difícil de explicar. Fredi, Curro y yo podemos ser, básicamente, lo que queramos ser. Afortunadamente, casi todo lo que queremos ser está prohibido y debe practicarse en un relativo anonimato, preferiblemente durante la noche. Si decidiéramos formar un grupo de rock, «Nocturnidad y alevosía” sería nuestro nombre. Alfalfa se dedica a querer ser lo que no es. Alfalfa, rubísimo, pelo de punta, como de niño malo, como sus rasgos, menudos y afilados, bajito, delgadísimo y frágil, no es más que un buen chico. Ni más ni menos. No sabría decir qué somos, menos aún en qué nos convertiremos, los demás, pero él no es como ninguno de nosotros tres.

De clase humilde, ese subterfugio que se inventaron los que no pertenecen a ella para designar a los hijos de inmigrantes, primera generación de campesinos venidos a la gran ciudad. De barrio humilde, el mío, el de nadie, el que tiene tanta ciencia que es conveniente salir a la calle con armadura y esperar que, con suerte, el que intente atracarte quiera compartir un porro contigo, en vez de rajarte por no llevar nada de valor encima. En nuestro barrio, tan pronto se hace un amigo como se acaba tonteando con la enfermera que te revisa los puntos del costado. Pero Alfalfa nunca haría eso. A él nunca le han pinchao. Le han atracado un par de veces, eso es verdad, pero es tan “poca cosa”, que también se lo han dicho un par de veces, que la violencia resulta completamente innecesaria. Esto le enfurece. Él quiere ser duro, malo, aunque ni él ni yo sepamos exactamente qué significa eso. Alfalfa quiere meterse en peleas, que le partan la cara. No es cuestión de tamaño; Alfalfa es un buen chico. Eso sí que sé lo que significa. Además, nunca se atrevería a insinuarse con una mujer mayor, por mucho que los demás, con cero conquistas en nuestro haber, le digamos, siempre como expertos, que no hay nada mejor.

Dejamos que siga con su despliegue de odio dialéctico por tan señaladas fiestas. Resoplamos un poco, sin llegar a reírnos, y echamos a andar. Fredi, a su bola, va en cabeza. Curro y yo le seguimos a menos de un metro. Alfalfa, aún voceando sus quejas contra el indefenso y malinterpretado barrio de Prosperidad, corre un poco al darse cuenta de que se ha quedado solo. –¿Sabes qué, Curro? Deberíamos montar un grupo. –Demasiado. Se sacude entre carcajadas y empieza a darme puñetazos, flojos para él, capaces de echar abajo más de una puerta, más de dos.

–Eres un cabrón, tío, te quiero. –Su propio, espontáneo, despliegue de cariño le hace sacudirse más deprisa y reírse aún más alto. Por suerte para mí, se deja caer en un banco, con lo que quedo fuera del alcance de sus puños. Aliviado, dejo escapar una bocanada de aire; tanto cariño me estaba matando.

Ya en el vagón, Alfalfa dirige la conversación. Sería más correcto decir el monólogo. El tema navideño ya pasó. Lástima; nadie le sacó de su error. Ahora hablará un rato de lo que mal que se lo hace pasar su padre, de cuánto insiste en que se ponga a trabajar cuanto antes. En lo mío, hijo. Yo puedo meterte en cuanto quieras. No hay mucha gente que quiera hacer lo que yo hago, esa es la verdad. Gente joven, quiero decir. Los jóvenes lo tenéis demasiado fácil. –Yo no sé si lo tenemos fácil. La verdad es que voy tirando. Claro que nadie quiere hacer esa mierda de trabajo. Y el caso es que no está mal pagado. Y pasas mucho tiempo en la calle. Libre. Nadie te toca los huevos.

Y yo me imagino a Alfalfa, apenas un año más tarde, trabajando codo con codo con su padre. A distancia, eso sí, pero con el mismo empleador, las mismas atribuciones y un sueldo parecido. Levanto la cabeza un momento. Sigo oyendo la voz de Alfalfa, pero es el reflejo de su padre el que veo en la ventana del vagón. A punto estoy de decirle a mi amigo que se dé la vuelta. –¿Moncloa o Bilbao? –Cambio de tercio. Ahora que nos ha asegurado que no se dejará llevar por el buen sueldo y el trabajo al aire libre, precisamente lo que más desea hacer, lo que hará, toca entrar en el tema del destino más inmediato. A decir verdad, da igual. Alfalfa cantará las virtudes de Malasaña, del Dos de Mayo, de Tribunal, puede que incluso de Chueca. –Ya está; Malasaña. Vamos al Diplodocus, pero antes nos tomamos unos litros. Algo habrá abierto. Luego un futbolo en El Averno. ¿Hace un sinpa? –Sigue y sigue. Todavía sigue hablando cuando nos levantamos. Trasbordo. Vamos hacia Moncloa. Es lo que Alfalfa quiere. –Venga, va, una en los bajos de Argüelles. Pero solo una, que quiero un poquito de heavy. –Ni le gusta el heavy, ni el noventa y nueve por ciento del rock compuesto en los últimos veinte años. Da igual. Le hace ilusión pensar que estará entre melenas, barbas, minifaldas de cuero y la perspectiva de alguna pelea. Un par de horas, unas cuantas cervezas y Alfalfa se retirará. Y el resto de los “Nocturnidad y alevosía” hará lo propio, en sentido contrario, hacia nuestro reino.

SINOPSIS

Dejar atrás la adolescencia en una ciudad en la que amistad, amor, familia, trabajo, droga y delincuencia se entremezclan no es tarea sencilla. Supervivientes, cada uno a su manera, Alfalfa, Curro, Fredi y Cuatro afrontan este paso interpretando de maneras muy diferentes el entorno que les ha tocado vivir. Su afición por los caminos menos transitados, por lo prohibido, amenaza el precario equilibrio entre su vida familiar, sus ansias de vivir y sus ambiciones.

Historia de crecimiento y redención en la que, como suele suceder, se aprende más de lo que menos se espera encontrar.

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